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Bakhtiarevitch continuaba callado.

– Ya verás, Fekhim -insistía Galus, entusiasmado, tratando de persuadir a su compañero y como si todo fuese a suceder aquella noche o al día siguiente -, ya verás cómo levantaremos un Estado que será la más preciosa contribución al progreso de la humanidad; un Estado en el que cada esfuerzo será bendito, cada víctima, santa, cada uno de nuestros pensamientos, original; un Estado en el que cada acción irá marcada por el sello de nuestro nombre. Entonces, realizaremos obras que serán producto de nuestro trabajo libre y expresión del genio de nuestra raza; obras, en comparación de las cuales, todo lo que ha sido creado durante los siglos de administración extranjera, parecerá un revoltillo de juguetes ridículos. Construiremos nuevos puentes sobre los más grandes ríos y los abismos más profundos. Puentes mayores y más hermosos, que no unirán centros extranjeros con regiones dominadas, sino que pondrán en contacto nuestras propias regiones y que vincularán nuestro Estado al resto del mundo. Sobre este punto no cabe duda: nos corresponde realizar aquello a lo que aspiraron las generaciones que nos precedieron: un Estado nacido en la libertad y fundado en la justicia; una parte del pensamiento divino que toma cuerpo en la tierra.

Bakhtiarevitch callaba. La voz de Galus comenzaba a bajar de tono. Del mismo modo que su pensamiento se elevaba cada vez más, así su voz se iba haciendo más baja y más ronca, transformándose en un murmullo fuerte y apasionado hasta perderse en la inmensa calma de la noche. Al final, su silencio se unió al de Fekhim. Sin embargo, era el silencio denso y obstinado de este último el que pesaba en medio de las tinieblas. Se alzaba en la oscuridad, sensible y real, como un muro y, con el peso mismo de su existencia, desmentía resueltamente el razonamiento de Galus, expresando un pensamiento mudo, claro e inmutable.

"Las bases del mundo, los cimientos de la vida y de las relaciones humanas han sido fijados por los siglos de los siglos. Esto no quiere decir que no cambien, pero medidos por la duración de una vida parecen eternos. La relación entre su duración y la longitud de una existencia humana es la misma que la que existe entre la superficie agitada, móvil y rápida de un río, y su fondo estable y sólido, cuyos cambios son lentos e imperceptibles. Y la misma idea de la variación de esos "centros" es malsana e irrealizable. Es como si se quisiese mudar las fuentes de los grandes ríos y el emplazamiento de las montañas. El deseo de cambios bruscos y la idea de su realización por la fuerza aparecen a menudo, entre los hombres, como una enfermedad, y alientan con frecuencia en la cabeza de los muchachos. Lo único que sucede es que esas cabezas no piensan como tienen que pensar y, al final, no conducen a nada y no duran mucho tiempo sobre sus hombros. Pues no es el deseo de los hombres el que engendra la decisión y el que dirige los asuntos del mundo. El deseo es como el viento: lleva el polvo de un sitio a otro, oscurece, a veces, todo el horizonte, pero, al final, se calma y decae y deja tras de sí la vieja y eterna imagen del mundo. Las obras imperecederas de la tierra se realizan por voluntad de Dios, y el hombre no es más que su instrumento ciego y sumiso. Una obra que nace del deseo, del deseo humano, o no llega a cuajar, o no es duradera: en todo caso, no es buena. Todos esos deseos exuberantes y esas palabras atrevidas, pronunciadas bajo el cielo nocturno, en la kapia, no cambiarán nada; pasarán por encima de las grandes y permanentes; realidades del mundo e irán a perderse allá donde se calman los deseos y los vientos. Y, a decir verdad, los grandes hombres, como las grandes construcciones, crecen y crecerán en el lugar que se les ha fijado por el pensamiento divino, independientemente de los deseos vacíos y pasajeros y de la vanidad humana."

Pero Bakhtiarevitch no llegó a pronunciar ninguna de esas palabras. Los que, como el joven musulmán, llevan su filosofía en la sangre, viven y mueren de acuerdo con ella, pero no saben expresarla por medio de palabras ni sienten la necesidad de hacerlo. Tras el largo silencio, Stikovitch y Glasintchanine se dieron cuenta de que uno de los dos amigos, invisible tras el muro, había arrojado un cigarrillo consumido, el cual, como una estrella fugaz, cayó, describiendo una gran curva, desde el puente al Drina. Al mismo tiempo, oyeron que, callados y despacio, los dos muchachos se dirigían hacia la plaza del

mercado. El eco de sus pasos se perdió rápidamente tras ellos.

Nuevamente solos, Stikovitch y Glasintchanine se despertaron sobresaltados y se miraron como si acabaran de encontrarse.

A la débil claridad de la luna, sus rostros ofrecían unas superficies iluminadas y otras oscuras que se quebraban y se recortaban. Parecían mayores de lo que en realidad eran. La brasa de sus cigarrillos había adquirido un resplandor fosforescente. Ambos estaban deprimidos. Sus motivos eran diferentes, pero el abatimiento era el mismo. Se hallaban como clavados al asiento, aún tibio a causa del sol del día. La conversación de sus compañeros, a la que habían asistido por casualidad y sin ser vistos, representó una especie de aplazamiento de las palabras y de la explicación que habían de darse el uno al otro. Pero, ahora, la explicación no podía evitarse.

– ¿Te has dado cuenta? Eran los argumentos de Kherak – empezó diciendo Stikovitch, volviendo a la discusión de unas horas antes, dándose cuenta, de pronto, de la escasa fuerza de su posición.

Glasintchanine, al observar la ventaja momentánea que le proporcionaba su posición de juez, no respondió inmediatamente.

– ¡Por favor! -continuó Stikovitch, con impaciencia -. Es ridículo hablar hoy en día de la lucha de clases y preconizar un trabajo insignificante; hasta para el último de nuestros hombres resulta claro que la unificación y la liberación nacionales realizadas por medios revolucionarios son las tareas más urgentes de nuestra comunidad.

La voz de Stikovitch encerraba preguntas y llamadas a la conversación. Pero Glasintchanine se abstuvo nuevamente de contestar. En medio de la calma de aquel silencio vengador y hostil, llegó a ellos una música que procedía del círculo militar, situado en la orilla. Las ventanas de la planta baja estaban iluminadas y abiertas de par en par. Alguien, acompañado al piano, tocaba el violín. Era el doctor Balach, un médico militar. Regimentsartz 1 , el que tocaba y la mujer del coronel Bauer, comandante de la guarnición, la que lo acompañaba. (Están estudiando la segunda parte de una sonatina para violín y piano de Schubert. Empiezan bien y de acuerdo, pero antes de llegar a la mitad del fragmento, el piano se adelanta y el violín interrumpe la música. Tras un corto silencio, durante el cual, probablemente, recapitulan sobre el pasaje difícil, empiezan de nuevo.)

Trabajaban así todas las noches y tocaban hasta pasada la una, mientras que el coronel, en otra habitación, jugaba sus interminables partidas o dormitaba sencillamente junto a un vino de Mostar o fumaba un cigarrillo austríaco, mientras que los jóvenes oficiales bromeaban a costa de los músicos enamorados.

Y es que, efectivamente, entre la señora de Bauer y el joven médico se desarrollaba una historia complicada y difícil. Los oficiales más penetrantes no llegaban a determinar la verdadera naturaleza de sus relaciones. Unos afirmaban que se trataba de un lazo puramente platónico (y, naturalmente, se reían). Otros pretendían que el cuerpo también desempeñaba su papel.

Sea como sea, lo cierto era que los dos seres inseparables contaban con el complejo y paternal consentimiento del coronel, una buena persona, embrutecida a causa del servicio, de los años, del vino y del tabaco.

Toda la ciudad veía en aquellos dos seres una pareja. Ha de tenerse en cuenta que la sociedad de los oficiales vivía completamente aparte, sin mantener ningún contacto, no sólo con los autóctonos y con las gentes de Vichegrado, sino incluso con los funcionarios extranjeros. A la entrada de sus parques, llenos de arriates redondos y en forma de estrella, cuajados de flores raras, había efectivamente un cartel en el que se señalaba la prohibición de entrar a los perros y, al mismo tiempo, a los civiles. Sus distracciones como sus asuntos eran inaccesibles a todos los que no llevasen uniforme. Toda su vida era la vida de una casta gigantesca y encerrada en sí misma; la casta de una gente que cultivaba su exclusivismo como la parte más importante de su poder y que, tras una apariencia exterior brillante y rígida, ocultaba todo lo que la vida proporciona a los demás humanos: grandeza y desdicha, dulzura y amargura.

Pero hay hechos que, por su naturaleza, no pueden permanecer escondidos y que acaban por hacer saltar el caparazón que los envuelve, por sólido que sea, y que atraviesan las fronteras, por muy guardadas que estén.

(Los Osmanlíes decían que hay tres cosas que no pueden permanecer ocultas: el amor, la tos y la pobreza.)

Éste fue el caso de aquella pareja de enamorados. No hubo en la ciudad viejo, niño, mujer u hombre que no se tropezase con ellos durante alguno de sus paseos, cuando entregados a la conversación, completamente ciegos y sordos a cuanto los rodeaba, andaban por los caminos solitarios que circundan Vichegrado. Los pastores se habían acostumbrado a ellos como a esos insectos que por el mes de mayo se suelen ver sobre el follaje que bordea las carreteras: emparejados y amorosamente unidos. Se los encontraba por todas partes y a cualquier hora junto al Drina o al Rzav, entre las ruinas de la vieja fortaleza, por la carretera que sale de la ciudad, alrededor de Strajichta. Porque para los enamorados el tiempo es siempre corto y ningún sendero lo suficientemente largo. Iban a caballo o en un coche ligero, pero las más de las veces a pie, con esos andares que adoptan los seres que sólo existen el uno para el otro, con ese paso que muestra la indiferencia de dos amantes ante todas las cosas del mundo, salvo ante aquellas que se han de decir el uno al otro.

El era un eslovaco magiarizado, hijo de un funcionario pobre, educado a expensas del Estado, joven y músico por vocación, ambicioso y muy sensible, especialmente a causa de su origen, que le impidió considerarse completamente igual a los oficiales alemanes o húngaros procedentes de familias más distinguidas o más ricas. Ella era una mujer que pasaba de los cuarenta años (ocho más que él), alta y rubia, algo marchita, pero con una piel blanca y rosada y unos ojos grandes y brillantes. Se parecía, por su porte, a esos retratos de reinas que hacen las delicias de las muchachas.

1 . Médico de un regimiento. (En alemán en el original.) (N. del T.)