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Se estremeció en un escalofrío interior. Del río subía el fresco de la madrugada. Cuando se espabiló, observó que las dos ventanas del círculo militar se habían apagado. Del edificio salían los últimos clientes. A través de la plaza en tinieblas, llegó el sonido que producían los sables al rozar el suelo, y el eco de las palabras bulliciosas y artificiales. Entonces, el muchacho se separó a disgusto del parapeto y después de mirar una vez más la ventana iluminada del hotel -última luz de la ciudad dormida -, se dirigió con paso lento hacia su modesta casa allá en el Meïdan.