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Cada uno de estos dos seres tenía sus razones personales, reales o imaginarias, pero profundas, para no estar satisfecho de la vida. Poseían en común algo importante: ambos se sentían desgraciados, como exiliados, en la pequeña ciudad y en la sociedad de los oficiales, en su mayoría gentes frivolas e inútiles. Por eso se aferraban desesperadamente el uno al otro como dos náufragos. Cuando entablaban sus largas conversaciones o se concentraban en la música, como en aquellos momentos, llegaban a perderse y a olvidarse de todo.

Ésta era la pareja que llenaba con el eco de sus melodías el penoso silencio que reinaba entre los dos muchachos.

Llegó el momento en que aquella música que se derramaba en la paz de la noche volvió a embarullarse, interrumpiéndose durante algún tiempo. En medio del silencio que se produjo, empezó a hablar Glasintchanine con una voz sin inflexiones; contestaba a las últimas palabras de Stikovitch.

– ¿ Ridículo? Si queremos ser justos, hemos de admitir que en esa conversación se han dicho muchas cosas ridiculas.

Stikovitch se quitó bruscamente el cigarrillo de la boca, en tanto que Glasintchanine continuaba exponiendo despacio, pero con resolución, su pensamiento, el cual, a todas luces, no databa de aquella tarde, sino de hacía mucho tiempo.

– Escucho con atención todas esas discusiones y os escucho a vosotros y a las demás personas instruidas de la ciudad; leo periódicos y revistas. Y cuanto más os oigo, más me convenzo de que la mayoría de esas discusiones verbales o escritas no tienen ninguna relación con la vida ni con sus exigencias ni con sus problemas reales. Porque la vida, la verdadera vida, la contemplo lo más cerca posible, la veo seguir su curso en los demás y la siento en mí mismo. Quizá me equivoque o no sepa expresarme bien, pero a menudo brota en mí el pensamiento de que el progreso técnico y la paz relativa del mundo han creado una especie de calma chicha, una atmósfera especial, irreal y ficticia en la que una cierta clase de gente, esa que han dado en llamar "los intelectuales", puede entregarse libremente a un juego, despreocupado y divertido, con las ideas y con "la visión de la vida y el mundo", algo así como un invernadero del espíritu en el que se mantiene una flora exótica, pero sin que exista ningún vínculo con la tierra, con ese fondo real y firme en el que se mueven las masas de seres vivos. Creéis que estáis discutiendo sobre el destino de esas masas y sobre el empleo que habéis de darles para que alcancen las metas que tenéis marcadas para ellas; pero en realidad el engranaje que da vueltas en vuestras cabezas no está relacionado en modo alguno con la vida de las masas ni siquiera con la vida en general. Y en este punto, vuestro juego se hace peligroso o al menos puede serlo tanto para vosotros como para ellos.

Glasintchanine se calló. Stikovitch se sintió tan sorprendido ante aquella exposición larga y meditada que no pensó ni en interrumpir a su amigo ni en contestarle. Tan sólo cuando oyó la palabra "peligroso" hizo un gesto irónico con la mano, que tuvo la virtud de irritar a Glasintchanine, el cual prosiguió con más viveza:

– Te juro que cuando se os escucha, podría creerse que todas las cuestiones han sido felizmente resueltas, y que todos los peligros se han desterrado para siempre, y que se han allanado todos los caminos y que ya solamente queda ponerse en marcha. Ahora bien, en la vida no hay nada resuelto ni puede resolverse nada fácilmente; ni existe la esperanza de una solución completa; muy por el contrario: todo es difícil y complicado, todo se paga con creces, y para alcanzar la meta hay que superar una serie de riesgos enormes, desproporcionados; no se ven por ninguna parte huellas de las atrevidas esperanzas de Kherak ni de tus grandes perspectivas. El hombre se tortura durante toda su vida, nunca tiene lo que necesita ni, menos aún, lo que desea. Con teorías como las vuestras se limita a satisfacer su eterna necesidad de juego, a halagar su vanidad, engañándose y engañando a los demás. Ésta es la verdad o, si prefieres, lo que yo creo que es la verdad.

– No; basta con comparar las diferentes épocas históricas para ver el progreso y el sentido de la lucha humana y, consecuentemente, de las teorías que encauzan la lucha.

Glasintchanine pensó que las palabras de Stikovitch encerraban una alusión a sus estudios interrumpidos y, como siempre le ocurría en semejantes casos, se estremeció.

– Yo no estoy estudiando historia -apuntó.

– Ya ves…, si la estudiases te darías cuenta de…

– Tú tampoco la estudias.

– ¿Qué quieres decir? Bueno…, ¡claro que la estudio!

– ¿Además de las ciencias naturales?

Su voz tuvo un temblor que indicaba despecho. Stikovitch se sintió, por un instante, turbado; después continuó con voz apagada:

– Está bien, si te interesa, te diré que además de las ciencias naturales, me ocupo de cuestiones políticas, históricas y sociales.

– Tú sabrás mejor que yo si puedes abarcarlo todo. Porque, que yo sepa, eres también orador, agitador, poeta y amante.

Stikovitch sonrió con aire contrariado. Los instantes que había pasado durante la tarde de aquel día en el aula desierta cruzaron por su memoria como algo lejano y lamentable; únicamente entonces recordó que Glasintchanine y Zorca simpatizaban antes de que él llegase a la ciudad. El hombre que no ama, no es capaz de sentir la grandeza del amor ni la fuerza de los celos ni el peligro que éstos encierran.

La conversación de los dos muchachos se transformó inmediatamente en una cuestión personal y biliosa que desde que empezaron a hablar había flotado en el aire. No intentaron eludirla; eran como los animales jóvenes que se prestan con facilidad a juegos brutales y furiosos entre ellos mismos.

– Lo que soy y en lo que me ocupo, a fin de cuentas, no le importa a nadie. Yo no me meto con tus estéreos ni con tus vigas.

La cólera que se desencadenaba en Glasintchanine cada vez que alguien hacía referencia a su situación le produjo un profundo malestar.

– ¡Deja en paz mis estéreos! Yo vivo de eso, pero no engaño a nadie, ni seduzco a nadie, ni especulo con mi situación.

– Y yo, ¿a quién he seducido?

– A todos aquellos o a todas aquellas que se dejan seducir.

– ¡Eso no es verdad!

– Eso es verdad. Tú sabes que es verdad. Y ya que te empeñas, voy a demostrártelo.

– No soy curioso.

– Pero yo quiero demostrártelo, porque a pesar de pasarme el día metido entre vigas, soy capaz de ver y de darme cuenta de las cosas, de reflexionar y de sentir. Quiero decirte lo que pienso de tus numerosas ocupaciones, y de tu competencia, y de tus teorías audaces, y también de tus versos y de tus amores.

Stikovitch hizo un movimiento como para levantarse, pero siguió sentado. El violín y el piano hacía ya un rato que habían empezado a tocar de nuevo en el círculo militar (estaban interpretando la tercera parte, alegre y animada, de la sonatina). El sonido se perdía, en medio de la noche, absorbido por el ruido del río.

– Gracias, pero ya he oído a otros más inteligentes que tú.

– No, no. Esos otros o no te conocen o te mienten o piensan lo mismo que yo, pero callan. Todas tus teorías, todas tus numerosas ocupaciones espirituales, lo mismo que tus amores y tus amistades, todo eso nace de tu ambición. Y tu ambición es mentirosa y malsana, porque es una ambición surgida de tu vanidad, única y exclusivamente de tu vanidad.

– ¡Vaya, vaya!

– Sí, y esa idea nacionalista que ahora predicas con tanto ardor, no pasa de ser un aspecto particular de tu vanidad. Ya que no puedes querer ni a tu madre, ni a tus hermanas m a tu propio hermano, ni mucho menos una idea, sólo por vanidad podrías ser bueno, magnánimo y devoto de algo. Porque es tu vanidad la principal fuerza motriz que hay en ti; tu única reliquia, aquello a lo que amas más que a ti mismo. El que no te conoce podrá equivocarse fácilmente al ver tu actividad, tu ardor combativo, tu entrega al ideal nacionalista, a la ciencia, a la poesía o a cualquier fin elevado que supere a la personalidad. Pero no puedes servir durante mucho tiempo a la misma causa o permanecer al lado de alguien: tu vanidad no te lo permite. Y a partir del momento en que tu vanidad se quede al margen, todos esos sentimientos te resultarán extraños y alejados, y no te molestarás lo más mínimo por ellos. Te traicionarás a causa de tu vanidad, porque eres un esclavo de ella. Ignoras hasta qué punto eres vanidoso. Yo te conozco a fondo y soy el único que sabe que eres un monstruo de vanidad.

Stikovitch no dijo una sola palabra. Al principio se sintió sorprendido por el ataque calculado y lleno de pasión que le hizo su camarada, el cual se mostró de pronto ante él en un plano insospechado y bajo una nueva luz. A continuación, aquellas palabras cáusticas, pronunciadas en un tono igual, que de entrada lo habían herido, provocado su cólera, empezaron a parecería interesantes, casi agradables. Sin duda, algunas expresiones le habían llegado al alma, haciéndole sufrir, pero el conjunto de todas ellas -aquel sondeo agudo y profundo de su carácter- lo halagaron y le proporcionaron un placer especial. Porque decir a un muchacho como él que es un monstruo, supone regalar su insolencia y su amor propio. Hubiera querido que Glasintchanine continuase aquel buceo furioso dentro de lo más íntimo de su ser; que continuase proyectando luz sobre su personalidad oculta. Stikovitch hallaba en ello una nueva prueba de sus cualidades y de su superioridad. Su mirada dura se posó en la estela blanca del muro que tenía frente a él. La inscripción destacaba al claro de luna sobre la piedra roja.

Contempló fijamente aquellas palabras turcas incomprensibles como si pudiese leer en ellas, como si tratase de descifrar en sus rasgos el sentido profundo y verdadero de lo que le había dicho, de manera penetrante y calculada, aquel perverso compañero.

– Eres diferente a todo y ni amas ni odias, porque para ambas cosas es preciso salir de uno mismo, exponerse, olvidarse de todo, superarse, vencer la vanidad. Ahora bien, esto no puedes tú hacerlo ni existe nada que te impulse a seguir semejante norma de conducta. La miseria de los demás no llega a rozarte ni, mucho menos, a hacerte sufrir, ni siquiera te afecta tu propia miseria, excepto en el caso de que halague tu vanidad. No deseas nada ni disfrutas con nada. Por no ser, no eres ni envidioso; y no es la bondad la que te aleja de la envidia, sino un egoísmo sin límites, ya que no eres capaz de darte cuenta ni de la felicidad ni de la desgracia de cuantos te rodean. Nada puede impresionarte; nada puede ponerte en movimiento. No te detienes ante nada, no porque seas valiente, sino porque en ti los buenos instintos se han secado; para ti, al lado de tu vanidad, no existen ni los lazos de la sangre, ni los sentimientos innatos, ni Dios, ni el mundo, ni la familia, ni los compañeros. No tomas en consideración ni tus propias aptitudes. Únicamente la vanidad herida -en lugar de la conciencia- puede conmoverte, pues es sólo tu vanidad la que habla por tu boca y dicta tus actos.