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CAPÍTULO XX

La única ventana iluminada del hotel, que se destacaba como un último signo de vida en la noche de la ciudad, correspondía a la habitación de Lotika.

Aquella noche estaba sentada ante su mesita, cubierta de papeles, lo mismo que antaño, hacía veintitantos años, cuando se retiraba al cuartito para descansar, aunque no fuese más que un momento, del ajetreo y de la afluencia del hotel. La única diferencia era que ahora todo estaba tranquilo y sombrío en la parte de abajo.

Hacia las diez, Lotika se había retirado a su habitación y se había preparado para dormir. Antes de acostarse, se acercó a la ventana para respirar una vez más el aire fresco que subía del agua y echó una mirada sobre el último ojo del puente, iluminado por un débil claro de luna; era el espectáculo eterno que se ofrecía a sus ojos desde la ventana. En aquel momento se acordó de una vieja cuenta y se sentó ante la mesa para buscarla. Pero una vez que hubo empezado a mirar entre los recibos, se dejó absorber hasta el extremo de olvidarse del tiempo de su sueño; y así permaneció durante más de dos horas.

Era más de medianoche, pero Lotika, desvelada, se puso a hacer cuentas y a revisar sus papeles.

Estaba cansada. Durante el día, en medio de las conversaciones y de los asuntos, se mostraba todavía viva, alerta y locuaz, pero por la noche, cuando se quedaba sola, sentía el peso de los años y del cansancio. Se encontraba físicamente arruinada. De su belleza de antaño sólo quedaban las huellas. Había adelgazado y tenía la tez amarillenta; su cabello sin brillo empezaba a clarear y sus dientes ayer resplandecientes y fuertes como piedras, habían perdido su color y, en algunos puntos, sólo quedaba el hueco. La mirada de sus ojos negros, aún brillantes, se había hecho fría y a veces triste.

Lotika estaba cansada, pero no con aquel bendito y dulce cansancio que experimentaba después de una gran actividad, indicadora de un enorme beneficio, y que antaño la impulsaba a buscar en aquella misma habitación unos momentos de descanso y de tregua. Habían llegado la vejez y los tiempos difíciles.

No habría sabido expresarlo con palabras, ni siquiera explicárselo a sí misma, pero presentía que los tiempos se habían desquiciado, al menos para aquellos que sólo buscaban su propio provecho y el bien de su familia. Cuando treinta años antes llegó a Bosnia, y se puso a trabajar, le pareció que la vida estaba hecha de una sola pieza. Todos seguían la dirección que ella había tomado: el trabajo con la familia. Todos estaban en su sitio y había un sitio para todos. Y por encima de la sociedad reinaba un orden y una ley: un orden bien establecido y una ley severa. Así fue cómo Lotika había visto el mundo. Pero ahora todo había cambiado de lugar y las cosas se habían puesto al revés. Las gentes se dividían y se separaban según les parecía, sin ton ni son. La ley del beneficio y de la pérdida, esa ley maravillosa que ha regido siempre las acciones de los hombres, daba la impresión de no ser ya válida; un gran número de personas hacían, decían y escribían cosas que para Lotika no tenían ni pies ni cabeza, y de las que no podían salir más que desgracias y daños. La vida se esterilizaba, se desmenuzaba y se disgregaba. Parecía, en términos generales, que la generación actual se preocupaba más de su concepción de la vida que de la vida misma. Semejante estado de cosas parecía insensato y le resultaba totalmente incomprensible, pero era así. Y a causa de esta situación, la vida perdía valor y se desperdiciaba en palabras. Lotika lo veía claramente y lo sentía a cada paso.

Los negocios, que antes bullían ante sus ojos como un enjambre de abejas, yacían ahora, pesados e inertes, como esas grandes lápidas funerarias que se ven en los cementerios judíos.

Hacía unos diez años que el hotel trabajaba poco. Habían talado el bosque que rodeaba a la ciudad; los hachazos se iban alejando y, con ellos, lo mejor de la clientela del hotel y de su beneficio. Aquel palurdo de Terdik, tipo insolente y desvergonzado, había abierto su "casa" bajo los álamos y había sabido atraerse a muchos de los clientes de Lotika, ofreciéndoles en seguida y con toda clase de facilidades aquello que no podían obtener a ningún precio en su hotel. Hacía tiempo que Lotika se había rebelado contra aquella competencia desleal y vergonzosa. No se cansaba de repetir que habían llegado los últimos tiempos en los que ya no hay ni orden, ni ley, ni posibilidad de ganarse la vida honradamente. En una ocasión, al principio, trató a Terdik de "alcahuete", él se querelló y Lotika fue condenada por difamación, teniendo que pagar una multa. Hoy continuaba dándole el mismo nombre, aunque tenía cuidado de fijarse con quién hablaba.

El nuevo círculo militar tenía su restaurante, su bodega surtida de buenas botellas y sus habitaciones a las que acudían los extranjeros de categoría. Gustavo, el taciturno y astuto, el hábil y fiel Gustavo, después de tantos años, había dejado el hotel de Lotika para abrir su propio café en el centro de la ciudad, en el lugar más comercial; y de colaborador pasó a ser un competidor sin escrúpulos. Las sociedades de canto y las diversas salas de lectura instaladas en la ciudad durante los últimos años, como ya hemos visto, tenían su bar y atraían a muchos clientes.

Ya no existía aquella animación que reinaba en la gran sala y mucho menos en el Extrazimmer. Ahora sólo acudía a almorzar algún funcionario soltero, o alguien que iba a leer el periódico y a tomar café. Todos los días, a primeras horas de la tarde, se presentaba Alí-Bey Pachitch, el silencioso y apasionado amigo de la juventud de Lotika. Continuaba siendo comedido y discreto en su conversación y en sus gestos; era un hombre ordenado, cuidadosamente vestido, pero estaba un poco torpe y su pelo se había vuelto cano. A causa de una gran diabetes, que padecía desde hacía algunos años, tomaba café con sacarina. Fumaba tranquilamente y, silencioso como de costumbre, escuchaba las historias de Lotika. Cuando llegaba la hora, se levantaba siempre calmoso y callado y volvía a su casa de Tsrntcha.

El vecino de Lotika, el rico Pavlé Rankovitch, también acudía todos los días. Hacía tiempo que ya no llevaba el traje nacional. Había adoptado el de ciudad algo ajustado: sólo conservaba el fez rojo y chato. Usaba siempre una camisa con la pechera almidonada, el cuello duro y los puños redondos sobre los que anotaba cifras y cuentas. Hacía tiempo que había conseguido ocupar el primer puesto en el mundo comercial de Vichegrado. Su actual situación estaba sólidamente establecida, pero no dejaba de tener dificultades y preocupaciones.

Como toda la gente de edad que goza de una cierta holgura, se sentía desconcertado por los nuevos tiempos y el tumultuoso alud de ideas recientes, así como los modos de vida, de pensamiento y de expresión. Para él todo residía en una sola palabra: "la política". Y esa política era lo que le preocupaba e irritaba y lo que envenenaba unos años que deberían haber sido años de tranquilidad y de satisfacción, después de tantos otros de trabajo, de economía y de renuncia. Y es que, si bien no quería por nada del mundo encerrarse en sí mismo y separarse de la mayoría de sus compatriotas, tampoco quería entrar en conflicto con las autoridades, con las cuales deseaba vivir siempre en paz, al menos para salvar las apariencias. Ahora bien, esto es difícil, casi imposible de realizar. Ni siquiera con sus propios hijos llegaba a entenderse, como hubiera sido lógico.

Sus hijos eran para él como los demás muchachos: incomprensibles y desconcertantes.

(Y, sin embargo, muchas personas de edad siguen a la juventud porque les es imprescindible o por debilidad.)

A causa de su comportamiento, de sus actitudes y de todos sus actos, aquel mundo joven pasaba, ante los ojos de Pavlé Rankovitch, por ser una partida de rebeldes, hasta el extremo de que llegaba a creer que no valía la pena vivir y morir dentro de semejante orden de cosas y que habría sido preferible llevar una vida de bandolero en las montañas. Esa juventud no tenía cuidado con lo que decía ni miraba lo que hacía ni tenía en cuenta lo que gastaba ni se preocupaba apenas de su propio trabajo, comiendo su pan sin tratar de saber de dónde le venía, y hablaba, hablaba, hablaba, "ladra a las estrellas", como decía Pavlé cuando tenía una agarrada con sus hijos.

Esta reflexión sin fin, esta manera de discurrir sin medida y esta vida sin cálculo, rebelde al cálculo, todo esto lo enfurecía y desesperaba a él precisamente que, durante toda su vida, había trabajado haciendo cálculos y de acuerdo con ellos. Cuando los oía y los contemplaba, lo atenazaba un temor, le parecía que estaban atacando imprudentemente, a la ligera, los cimientos de la vida y todo cuanto, para él, había de más querido y sagrado. Y cuando les pedía explicaciones que sirviesen para convencerlo y tranquilizarlo, le contestaban con desprecio y altivez, con palabras pomposas y vagas: la libertad, el porvenir, la historia, la ciencia, la gloria, la grandeza. Semejantes palabras abstractas le ponían la carne de gallina.

Como compensación, le gustaba sentarse un momento y tomar café con Lotika, con la cual se podía hablar de los asuntos y de los acontecimientos apoyándose en cifras seguras y admitidas por todos, lejos de la "política" y de las grandes palabras peligrosas que no explican ni afirman nada. Mientras hablaba, cogía frecuentemente su minúsculo lapicero, que no era el mismo de hacía veinticinco años, aunque era igualmente imperceptible y reluciente: sometía todo lo que decía a la prueba infalible e irrefutable de las cifras. Lotika y él resucitaban en sus relatos una aventura de antaño o una broma cuyos autores, en su mayoría, habían muerto; a continuación, Pavlé, encorvado y silencioso, cruzaba la calle en dirección a su tienda, que se encontraba en la plaza del mercado, mientras que Lotika se quedaba sola con sus preocupaciones y sus cuentas.

Las especulaciones de Lotika no valían mucho más que el negocio de su hotel. Durante los primeros años que siguieron a la ocupación, bastaba con comprar cualquier clase de acciones de una empresa cualquiera: podía tenerse la seguridad de que el dinero estaba bien colocado y sólo había que preocuparse de la importancia de los beneficios; pero en aquel momento, el hotel acababa de abrirse y Lotika no tenía bastante dinero ni el crédito que después obtuvo. Y cuando consiguió crédito y dinero, cambió la situación en el mercado. Una de las más graves crisis cíclicas de finales del siglo XIX y principios del XX afectó a la monarquía austro-húngara. El papel de Lotika empezó a oscilar. Lloraba de rabia cuando leía todos los domingos El Mercurio Vienes con las últimas cotizaciones. Todos los ingresos del hotel, que, por aquella época, funcionaba todavía bien, resultaban insuficientes para llenar el déficit producido por la baja general de todos los valores. En aquellos días, Lotika sufrió una seria depresión nerviosa que le duró dos años enteros. Estaba como loca de dolor. Hablaba a la gente sin oír lo que le decían y sin pensar en lo que ella misma decía. Miraba a todo el mundo de frente, pero no veía a nadie; en lugar de las personas distinguía las pequeñas rúbricas del Mercurio, que podían representar para ella la dicha o la desgracia. Entonces se puso a comprar lotería. Pensó que ya que todas las cosas no pasan de ser una lotería, un juego de azar, había que llegar hasta las últimas consecuencias. Reservaba lotería de todos los países. Logró obtener un cuarto de billete de la lotería española de Navidad, cuyo premio gordo era de quince millones de pesetas. Temblaba antes de cada sorteo y lloraba al leer las listas de los números premiados. Pedía a Dios en sus oraciones que se produjese un milagro y que le tocase el premio gordo. Pero nunca lo conseguía.