Siete años antes, el cuñado de Lotika, Tsaler, se había asociado con dos señores jubilados y ricos, y había fundado con ellos, en la ciudad, una "cooperativa lechera moderna". Lotika aportó las tres quintas partes del capital. Se preveía un gran éxito para este asunto. Se había calculado que los primeros triunfos, de los que nadie dudaba, atraerían a los capitalistas de fuera de la ciudad e, incluso, de fuera de Bosnia. Sin embargo, justamente en el momento en que la empresa se encontraba en su estado transitorio y crítico, sobrevino la crisis de la anexión. Desapareció cualquier posibilidad de conseguir nuevas aportaciones de capital. Las regiones fronterizas resultaron tan poco seguras que aun los capitales que ya se habían invertido empezaron a evadirse. La cooperativa se liquidó al cabo de dos años, alcanzando sus pérdidas al total del capital aportado. Lotika tuvo que enajenar los mejores y más seguros de sus valores, tales como las acciones de la Cervecería de Sarajevo, S. A., y de la fábrica de soda Solvay, de Tuzla; con el producto de estas ventas, cubrió el déficit.
Paralelamente a estos sinsabores financieros, y como ligados a ellos, surgieron las primeras inquietudes y las decepciones familiares. Una hija de Tsaler, Irene, se casó inesperadamente (Lotika facilitó la dote). Pero la hija mayor, Mina, se quedó soltera. No tuvo suerte con los novios y, agriada por el matrimonio de su hermana pequeña, se transformó prematuramente en una solterona acerba y amargada que empezó a hacer la vida imposible en la casa y más intolerable el trabajo en el hotel. Tsaler, que nunca había sido un hombre vivo ni alerta, se hizo aún más pesado e indeciso, viviendo en la casa como un huésped mudo y bonachón. Debora, aunque enfermiza y de edad avanzada, dio a luz un niño, de salud tan frágil que no llegó a desarrollarse. Ahora tenía ya diez años y no sabía hablar con claridad ni podía mantenerse en pie. Emitía unos sonidos vagos y se arrastraba a cuatro patas por la casa. Aquella desgraciada criatura era tan enternecedora y tan buena, se aferraba con mano tan crispada a su tía, que ella la quería más que su propia madre y, a pesar de sus preocupaciones y de su trabajo, se encargaba de él, le daba de comer, lo vestía y lo dormía. Al ver todos los días a aquel aborto el corazón de la mujer se oprimía ante la idea de que sus asuntos no iban mejor y de que no tenía dinero para enviarlo a Viena a que lo viesen los mejores médicos y fuese atendido en una casa de salud. También la abrumaba el pensamiento de que no existiese un milagro y de que los paralíticos no fuesen curados por la voluntad divina, movida por las buenas acciones y las plegarias humanas.
Los protegidos de Lotika en Galitzia, a los que costeó estudios o de cuyos matrimonios se ocupó durante los años de prosperidad, le causaban no pocas preocupaciones y le producían decepciones frecuentes. Algunas de sus parientas habían fundado una familia y habían logrado incrementar sus negocios, adquiriendo una relativa fortuna. Lotika venía recibiendo regularmente felicitaciones y cartas llenas de gratitud, así como noticias de sus familias. Pero los Apfelmayer, a los que ella ayudó a ponerse en marcha y a los que costeó estudios, ayudándoles a establecerse, no prestaban su apoyo ni aliviaban a los nuevos parientes necesitados que nacían y crecían en Galitzia; instalados en ciudades extranjeras, sólo se preocupaban de ellos mismos y de sus hijos. Podría creerse que, para ellos, la mayor parte de su éxito estaba en olvidar para siempre, lo más rápida y lo más completamente posible, a Tarnowo, en olvidar aquel ambiente estrecho y miserable en el que nacieron y del que habían salido con felicidad. Ahora bien, Lotika, rigurosamente sola, ya no podía disponer de dinero para socorrer a la pobre gente de Tarnowo. Y no podía acostarse ni levantarse sin sentirse dolorosamente penetrada por el pensamiento de que, en aquellos momentos, alguno de los suyos se estuviese hundiendo para siempre en la ignorancia y en la pobreza, en la vergonzosa miseria que ella conocía por experiencia y contra la que había luchado durante toda su vida.
Entre los que había sacado adelante, no pocos le proporcionaban motivos para quejarse y para sentirse descontenta. Eran precisamente los mejores los que habían escogido el mal camino tras conocer los primeros éxitos o tras haberse ofrecido llenos de esperanzas. Una sobrina, pianista de talento que, ayudada e impulsada por Lotika, terminó sus estudios en el Conservatorio de Viena, se envenenó poco después de haber conseguido sus primeros y más brillantes éxitos. Nadie supo por qué lo hizo.
Uno de sus sobrinos, Alberto, esperanza de la familia y orgullo de Lotika, alcanzó excelentes notas cuando estudiaba en el instituto y, más tarde, en la Facultad. Tan sólo por ser judío, no obtuvo un diploma real ni un anillo imperial, como Lotika anhelaba. Sin embargo, la buena mujer imaginó que, al menos, llegaría a ser un abogado célebre de Viena o de Lwow 1 , ya que, como judío, no podría convertirse en un alto funcionario, lo cual habría sido el ideal de Lotika. En sus sueños, veía el triunfo de aquel hombre como la recompensa a todos los sacrificios que había hecho para su educación. Pero tuvo que pasar por una decepción lamentable. El joven doctor en derecho se hizo periodista e ingresó como miembro del partido socialista y, por si esto fuera poco, del ala más avanzada, de aquella que dio que hablar con ocasión de la huelga general de Viena, en 1906. Y Lotika leyó con sus propios ojos en la prensa vienesa que, con motivo de la depuración que había alejado de la capital a algunos elementos extranjeros y subversivos, el doctor Alberto Apfelmayer, famoso agitador judío, había sido expulsado tras haber cumplido una pena de veinte días de prisión. Esto equivalía a decir, según el lenguaje de Vichegrado, que se había convertido en un haiduk . Algunos meses después, Lotika recibió de su querido Alberto una carta desde Buenos Aires, en la cual le anunciaba que había emigrado.
Durante aquellos desdichados días, no encontró tranquilidad ni siquiera en su habitación.
Con la carta en la mano iba al encuentro de su hermana y de su cuñado; desesperada, como loca, se arrojaba a los brazos de su hermana Debora, que no hacía más que llorar, y gritaba furiosa:
– ¿Qué va a ser de nosotros? Dime, ¿qué va a ser de nosotros, si ninguno de la familia sabe levantarse y marchar por sus propios medios? En cuanto los dejas de la mano se hunden. ¿Qué va a ser de nosotros? Estamos malditos, eso es lo que nos pasa.
– Gott, Gott, Gott 1 -suspiraba la pobre Debora, mientras derramaba lágrimas, sin saber qué contestar a la pregunta de Lotika.
La propia Lotika no llegaba a encontrar una respuesta y se limitaba a juntar las manos y a levantarlos ojos al cielo, pero no lacrimosa y asustada como Debora, sino con cólera y desesperación.
– Se ha hecho socialista. ¡So-cia-lis-ta! ¡Por si fuera poco ser judío, ahora va y se hace socialista! ¡Oh, Dios Todopoderoso, el Único!, ¿Qué Te he hecho para que me castigues de esta manera? ¡Socialista!
Alberto le producía la misma pena que si hubiese muerto. Y no volvió a hablar más de él.
Tres años más tarde, una de sus sobrinas, hermana del propio Alberto, hizo una buena boda en Pest. Lotika se encargó del equipo de la muchacha, e interpretó el papel más importante dentro de la crisis moral que aquel matrimonio provocó en el seno de la gran familia de los Apfelmayer de Tarnowo, cuya única riqueza se reducía a sus hijos y a su tradición religiosa sin mácula.
El hombre con quien iba a casarse la muchacha era un rico especulador de la bolsa, pero de religión cristiana, calvinista, y puso como condición que la chica se convirtiese a su credo. Los padres se opusieron, pero Lotika que sólo miraba por el interés de la familia en conjunto, insistió en que era difícil navegar sin un solo desvío y sin que la embarcación se viese obligada a cambiar de rumbo con tanta gente a bordo; para bien de todos, era preciso arrojar parte de la carga al mar. Apoyó a la muchacha y sus palabras hicieron que los padres diesen su consentimiento. La futura esposa fue bautizada y se casó.
Lotika confiaba en que, con la ayuda del nuevo miembro de la familia, al menos uno de sus sobrinos, que ya se había hecho hombre, lograse introducirse en el mundo de los negocios de Pest. Pero la mala suerte quiso que el rico especulador muriese un año después de haber contraído matrimonio. La pena enloqueció a la recién casada. Pasaron los meses y no logró vencer su gran abatimiento. E iba para cuatro años que la viuda vivía en Pest, entregada a su tristeza patológica, que no era otra cosa sino una dulce locura. Tapizó de negro su enorme piso, ricamente instalado. Iba todos los días al cementerio para sentarse junto a la tumba de su marido. Allí, leía despacio, de cabo a rabo, la lista de las cotizaciones de Bolsa del día. Respondía a todas las tentativas que hacía su familia para arrancarla de su costumbre y del letargo en que había caído, diciendo con dulzura que el difunto amaba aquello por encima de todo y que, para él, era la más deliciosa de las músicas.
En la habitación de Lotika se acumularon numerosos destinos. Y junto a ellos, muchas cuentas, una gran cantidad de créditos dudosos, una serie ilimitada de partidas tachadas, borradas para siempre de la contabilidad compleja e importante de la mujer. Pero los motivos del trabajo siguieron siendo los mismos. Lotika se sentía cansada, aunque no había perdido el valor. Tras cada pérdida y cada fracaso, reunía sus fuerzas, apretaba los dientes y continuaba la lucha. Toda su labor de los últimos años se había reducido a una defensa, y se defendía manteniendo ante los ojos la misma meta y la misma obstinación que antaño la enriquecieron y elevaron su posición. Dentro del hotel, desempeñaba la tarea de cabeza de familia. Toda la ciudad la llamaba "la tía Lotika". Todavía quedaba mucha gente en el lugar y repartida por el mundo que esperaba su ayuda y sus consejos o, aun cuando no fuese más, una palabra de consuelo. Pero no se preguntaban ni pensaban que Lotika pudiera estar cansada. Sin embargo, lo estaba; mucho más de lo que hubiera podido creerse; mucho más de lo que ella misma imaginaba.
El pequeño reloj de la pared de madera dio la una. Lotika se levantó con dificultad, llevándose las manos a los riñones. Apagó cuidadosamente la gran lámpara verde que tenía sobre el velador de madera y se dirigió a la cama con paso cansado, con aquel paso que nadie conocía.