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CAPÍTULO XVIII

Sin saber cómo, se relajó la tensión que se conocía en el mundo por el nombre de "crisis de la anexión", que llegó a proyectar su sombra de mal augurio sobre el puente y la ciudad. La correspondencia diplomática y las negociaciones entre las capitales interesadas lograron llegar a una solución pacífica.

La frontera, aquella frontera que desde siempre se inflamaba con facilidad, no llegó a arder. Las tropas que habían ocupado la ciudad y los pueblos de la frontera empezaron a retirarse y a disminuir con los primeros días de la primavera. Pero los cambios que aquella crisis había producido persistieron una vez hubo pasado. La guarnición establecida en la ciudad a título permanente fue ampliada. El puente continuó minado, aunque nadie pensase más en ello, excepto Alí-Hodja Mutelevitch. El terreno situado en la meseta de la izquierda del puente, más arriba de la antigua muralla, y sobre el que se extendía el vergel del distrito, fue acaparado por las autoridades militares. Los árboles frutales que se encontraban en medio de él fueron talados, construyéndose en aquel lugar una casa de un piso. Era el nuevo círculo militar, ya que la casa donde hasta aquel momento había tenido su sede, una reducida planta baja, allá en el Bikavats, resulta demasiado pequeña para el número cada día mayor de oficiales.

De este modo, a la derecha del puente quedaba el hotel de Lotika y, a la izquierda, el círculo militar; dos edificios blancos casi idénticos. Entre ellos la plaza del mercado rodeado de tiendas, y más arriba del mercado, sobre una elevación del terreno, el gran cuartel que el pueblo seguía llamando la hostería de piedra, en recuerdo del parador de Mehmed-Pachá, que antaño se irguió en aquel sitio, para desaparecer después sin dejar huella.

Los precios que durante el otoño anterior habían experimentado un aumento motivado por la presencia de tantas tropas, no sólo no bajaron, sino que se inclinaron a una subida. Aquel año se abrieron dos Bancos, uno servio, el otro musulmán. La gente se valía de los giros como de un remedio. Las deudas crecían. La necesidad de dinero se hacía más imperiosa, porque era mayor la circulación. Sólo los que gastaban más de lo que ganaban llegaron a creer que aquella vida era ligera y hermosa. Pero los negociantes se sintieron asaltados por las preocupaciones. Los vencimientos de los créditos para el pago de las mercancías se hicieron cada vez más cortos. Eran escasos los clientes seguros. El número de productos que a causa de su precio excedían del poder adquisitivo de la mayoría de las personas aumentaba sin cesar. Se compraba al por menor y se dilató la demanda de las mercancías baratas. Únicamente los clientes dudosos seguían comprando sin trabas. No había más que un negocio seguro: los suministros para el ejército o para alguna institución estatal; pero semejantes bicocas no estaban al alcance de todo el mundo. Los impuestos del Estado y las tasas municipales iban haciéndose más pesadas, más numerosas; se acentuó la severidad en la recaudación de los impuestos… Los beneficios resultantes de aquella situación iban a parar a manos invisibles, en tanto que las pérdidas alcanzaban a las regiones más lejanas del imperio, afectando al pequeño comercio, incluidos los revendedores y los consumidores.

Los ánimos en la pequeña ciudad no estaban serenos ni tranquilos. La brusca tregua no apaciguaba ni a los servios ni a los musulmanes. Entre los primeros se produjo un desencanto oculto; entre los segundos, un sentimiento de desconfianza y de miedo ante la idea de lo que pudiera reservarles el porvenir. Se esperó de nuevo la llegada de grandes acontecimientos, sin que realmente hubiese una razón visible ni un motivo directo para ello. El pueblo aguardaba algo y se veía invadido por el temor; para ser más exactos: unos aguardaban, mientras que los otros temían. Todas las cosas eran acogidas y examinadas desde ese punto de vista relacionándolas con aquella espera. Los corazones fueron presa de la inquietud, lo mismo entre los analfabetos, que entre los ignorantes, que entre los más ingenuos; pero, de modo especial, entre los jóvenes. Ya nadie consideraba satisfactoria la vida que hasta entonces se había llevado. Todos deseaban más, exigían más y temían lo peor. Los ancianos echaban de menos "la dulce tranquilidad" que fue considerada en tiempos de los turcos como la meta final y como la más acabada forma de la vida pública y privada; aquella paz cuyo reino se prolongó durante las primeras décadas de la dominación austríaca. Pero los ancianos no eran muchos y todos los demás querían una vida animada, bulliciosa, excitante, agitada…; querían sensaciones o el eco de las sensaciones que experimentaba el prójimo, o, al menos, una existencia llena de algazara y de estímulos que hiciese creer en una sensación. Este deseo no sólo cambió la configuración de las almas, sino también el aspecto externo de la ciudad. La antigua vida que se había desarrollado regularmente sobre la kapia, aquella vida integrada por conversaciones apacibles y tranquilas meditaciones, por bromas inofensivas y canciones de amor, aquella vida asentada entre el agua, el cielo y las montañas empezó también a variar.

El dueño del café se procuró un gramófono, una pesada caja de madera provista de una gran trompa de hojalata que parecía una flor de color azul claro. Su hijo cambiaba los discos y las agujas y daba cuerda sin cesar a aquel instrumento chillón que hacía vibrar la kapia y cuyo eco retumbaba en las dos orillas. Tuvo que adquirirlo para no quedarse atrás respecto a sus competidores, porque lo cierto es que los gramófonos se escuchaban no sólo en las asociaciones y en las salas de lectura, sino también en los merenderos más humildes a los que la gente había acudido antaño para sentarse bajo los tilos sobre la hierba o en las terrazas cuajadas de luz y en los que se había conversado a media voz, con pocas palabras. Por todas partes los gramófonos dejaban oír el chirrido de unas marchas turcas o de alguna canción patriótica servia o los aires de las operetas vienesas; todo dependía del cliente que hacía poner en marcha el aparato. La gente sólo iba ya a los sitios donde había algazara, brillo y movimiento.

Se leían los periódicos con avidez, pero al vuelo, de paso. Cada cual buscaba únicamente los diarios que exhibían en primera página titulares sensacionales impresos en grandes caracteres.

Los artículos que aparecían en los rincones, escritos con letra pequeña, no tenían lectores. Todo lo que pasaba iba acompañado por el ruido y el resplandor de las palabras aparatosas. Los jóvenes no estimaban que habían vivido, si por la noche, antes de dormirse, no resonaba en sus oídos el eco de las palabras del día, ni brillaba en sus ojos la imagen de las cosas nuevas.

A la kapia acudían los agas y los efendis de la ciudad serios y, en apariencia, indiferentes. Querían oír las noticias de los periódicos sobre la guerra Ítalo-turca de Tripolitania. Escuchaban vivamente lo que se escribía en la prensa sobre el joven y heroico comandante turco Enver-Bey, que derrotaba a los italianos y defendía la tierra del sultán como si fuese descendiente de Sokolovitch o de Tchuprilitch. Fruncían el entrecejo cuando llegaba a sus oídos la ruidosa música del gramófono que les molestaba en sus pensamientos. Y, sin demostrarlo, temblaban profunda y sinceramente por el destino de aquella lejana región turca de África.

Pero he aquí que en aquel momento, Pietro, el italiano, el señor Pero, de regreso de su trabajo, cruzó el puente con su traje blanco de polvo y cubierto de manchas de pintura y de trementina. Estaba más viejo, más encorvado; parecía más modesto y temeroso. Como sucedió con motivo del atentado de Luccheni contra la emperatriz, según una lógica que no llegaba a comprender, Pietro se sentía de nuevo culpable de un crimen cometido en algún lugar del planeta por sus compatriotas los italianos, con los que, desde hacía mucho tiempo, no tenía ninguna relación. Uno de los jóvenes turcos le gritó:

– ¿Qué es lo que quieres, cabrito, Trípoli? ¡Pues aquí lo tienes!

Y tras la palabra, le hizo "un corte de manga" y otros gestos igualmente obscenos.

El señor Pero, fatigado, inclinado hacia delante, con las herramientas debajo del brazo, se limitó a calarse el sombrero hasta los ojos, a morder convulsivamente la pipa y a apresurar el paso.

En su casa lo esperaba Stana, que también había envejecido y había perdido energías, pero que continuaba teniendo la misma lengua y el mismo genio. Pietro se quejó de los muchachos que le decían cosas incorrectas y que le exigían que devolviese Trípoli, un país del que hasta hacía unos días ni siquiera había oído hablar. Stana -como siempre- no quiso comprenderlo ni tener compasión. Una vez más le dijo que él tenía la culpa y que había merecido que lo injuriasen.

– Si fueses un hombre de verdad, y no lo eres, te habrías tirado a ellos con tu cincel o con tu martillo y les habrías roto los morros. Ya verías cómo así toda esa chusma no volvería a insultarte. Al contrario, se pondría en pie cuando tú pasases por el puente.

– ¡Ay, Stana! -respondió plácidamente y con un poco de tristeza el señor Pietro-, ¿cómo es posible que un hombre pueda romper con un martillo los morros de su prójimo?

Así pasaron todos aquellos años en medio de pequeñas y de grandes emociones y dentro de una constante necesidad de sensaciones. Y así llegó el otoño del año 1912, y a continuación el año 1913, con las guerras balcánicas y las victorias servias. Y por una rara excepción, lo que tenía una enorme importancia para el destino del puente, para la ciudad y para todos cuantos en ella vivían, pasó en silencio y sin que nadie se enterase.

Los días de octubre, rojos al principio y al final del mes, auros a mediados, discurrieron en la ciudad que aguardaba la cosecha de maíz y el aguardiente nuevo. Todavía resultaba agradable sentarse en la kapia, a primeras horas de la tarde, y recibir la caricia del sol. Parecía como si el tiempo hubiese detenido el viento en la ciudad. Justamente en aquel momento tuvo lugar el gran suceso.

Antes de que las gentes que sabían leer y escribir hubiesen podido sacar algo en limpio de las noticias contradictorias que daban los periódicos, había estallado la guerra entre Turquía y los cuatro Estados balcánicos. Y antes de que el mundo hubiese comprendido exactamente el sentido de aquella guerra y medido su alcance, la contienda había terminado con la victoria de las armas servias y cristianas. Todo había ocurrido lejos de Vichegrado, sin tiros ni estrépito de cañones en la frontera, sin ejecuciones en la kapia. Como suele suceder en las ciudades comerciales, los acontecimientos que habían tenido lugar lejos quedaron lejos e ignorados. Allá, en algún lugar del mundo, alguien juega a la lotería o se libra un combate; y es así, por curioso que parezca, cómo se decide el destino de cada uno de nosotros.