Изменить стиль страницы

Pero, entonces, se alzó en su cama dura y estrecha, cubierta por un tapiz gastado, el pope Nicolás. Su cuerpo adquirió aquel aspecto de estatua que siempre había tenido cuando atravesaba el centro de la ciudad donde era saludado por todos. La primera palabra que pronunció iluminó su rostro ancho, eternamente bermejo, de grandes bigotes que se perdían en su barba, de cejas rojas, casi blancas, espesas y erizadas, rostro de un hombre que, desde su nacimiento, había aprendido a pensar por sí mismo, a manifestar sus pensamientos con sinceridad y a defenderlos enérgicamente. Sin dudar apenas, sin grandes palabras, contestó directamente al pope y al brigada:

– Cuando ya ha ocurrido una desgracia, no hay nada que demostrar. ¿Quién en posesión de sus facultades, intentaría algo contra sí mismo? Y, ¿quién tomaría la responsabilidad de enterrarlo, como a un hombre sin religión, en algún lugar detrás de una tapia, sin la presencia de un sacerdote? Ve, señor, y ordena que se prepare todo para que lo enterremos lo antes posible. Y en el cementerio, no en otro sitio; yo le daré la absolución. Y, después, si alguna vez puede encontrarse a un pope de su religión, que añada y corrija, si piensa que algo no se ha hecho como es debido. ¡Que Dios te dé salud!

Cuando Drajenovitch hubo salido, el pope Nicolás se volvió una vez más hacia loso, que estaba confuso y sorprendido:

– ¿ Cómo te atreverías a negar sepultura en el cementerio aun cristiano? Y, ¿por qué no le darías la absolución? ¿No es bastante que no haya tenido suerte en su vida? Y arriba que le pidan cuenta de sus pecados los que nos pedirán cuenta de los nuestros a todos nosotros.

Fue así cómo el muchacho que cometió un error en la kapia, se quedó para siempre en la ciudad. Fue enterrado a la mañana siguiente y recibió la absolución del anciano pope Nicolás, asistido por Dimitri, el sacristán.

Los soldados del Streifkorps pasaron uno a uno ante la fosa y fueron echando un puñado de tierra. Mientras que dos enterradores cumplían rápidamente con su tarea, los soldados se quedaron todavía unos instantes alrededor de la tumba, como si esperasen alguna orden, sin dejar de mirar una columna de humo derecha y blanca que ascendía del otro lado del río, cerca del cuartel. Sobre la meseta verde, situada por encima del cuartel, era quemada la colchoneta cubierta de sangre de Feduna.

El hachazo cruel del destino que había cortado la vida del joven soldado del cual ya nadie sabía el nombre, y que pagó con la muerte unos momentos de falta de vigilancia y de emoción en la kapia, adquirió rango entre los acontecimientos de los que los habitantes de la ciudad se acordaron durante mucho tiempo con simpatía, siendo motivo de frecuentes conversaciones. El recuerdo del muchacho sensible y desdichado duró más que la guardia de la kapia.

A partir del otoño siguiente, la insurrección cedió en Herzegovina. Algunos jefes conocidos, jefes musulmanes y servios, huyeron a Montenegro o a Turquía. Quedaron aún en aquellos parajes unos cuantos haiduks que no estaban en contacto directo con la insurrección provocada por el reclutamiento, pero que se entregaban al pillaje por su cuenta y riesgo.

Más tarde, también ellos fueron capturados unos tras otros, o se consiguió dispersarlos. Renació la calma en Herzegovina. Bosnia ofreció sus reclutas sin resistencia. Pero la marcha de los primeros soldados no fue ni fácil ni sencilla.

No se reclutaron más de unos cien muchachos en todo el distrito, pero el día que fueron reunidos delante del cuartel general, los campesinos con su saco y los escasos jóvenes de la ciudad con su maleta de madera, pareció que se había producido una epidemia y una alerta. Muchos reclutas habían bebido sin medida desde por la mañana temprano, mezclando las bebidas.

Los campesinos llevaban camisas blancas, muy limpias. Los pocos que no habían bebido, permanecían sentados en medio de sus bártulos, apoyados contra el muro y dormitando. La mayoría estaban excitados, rojos bajo el efecto del alcohol y sudorosos a causa del calor del día. Cuatro o cinco mozos del mismo pueblo se cogían por los hombros, colocaban las cabezas uno contra otro y se balanceaban como arbustos vivos, entonando una melodía grosera y pesada, como si estuviesen solos en el mundo.

– ¡Oh! ¡Muchacha, ooooooh!

Grande es el desorden. Pero aún más -grande es la efervescencia creada por las mujeres, madres, hermanas y parientes de aquellos muchachos, las cuales acudieron de pueblos distantes para acompañarlos, para contemplarlos otra vez, para llorar y dar rienda suelta a toda su amargura, para ofrecerles durante el camino una última golosina o una última prueba de ternura. La plaza del mercado estaba llena de mujeres. Se hallaban sentadas, petrificadas, como si esperasen una condena; hablaban entre ellas y, de vez en cuando, enjugaban sus lágrimas con la punta de los pañolones.

En vano había sido anunciado públicamente en los pueblos que los muchachos no iban a ir a la guerra ni a trabajos forzados, sino a Viena para servir al emperador, y que estarían bien alimentados, vestidos y calzados, y que, después de dos años de servicio, volverían a casa, y que además los jóvenes de todas las otras regiones del Imperio también hacían el servicio militar que duraba tres años. Todas aquellas explicaciones pasaban junto a ellas como el viento, como algo extraño y totalmente incomprensible.

Sólo escuchaban sus instintos y sólo por ellos se dejaban dirigir. Ahora bien, aquellos instintos seculares y hereditarios las hacían llorar y gemir, las empujaban a acompañar obstinadamente, mientras tuviesen fuerzas, y a seguir con una última mirada al ser que más querían en la vida y que un emperador extranjero se llevaba a un país desconocido, camino de pruebas y de tareas ignoradas. Los guardias y los funcionarios del cuartel general circulaban inútilmente entre ellas, asegurándoles que no había motivo para una tristeza tan exagerada, aconsejándoles que no entorpeciesen el paso, que no corriesen por la carretera tras los reclutas, que no creasen desorden ni confusión, puesto que todos regresarían sanos y salvos.

Era en vano. Las mujeres los escuchaban, aprobaban con aire obtuso y servil, pero inmediatamente después, se deshacían en lágrimas, sin dejar de lanzar gritos desgarradores. Parecía que amaban tanto sus lágrimas y sus gemidos como aquel a quien lloraban.

Llegado el momento de ponerse en camino, cuando los muchachos se dispusieron, según es costumbre, en filas de a cuatro y atravesaron el puente, se produjo una bulla y una carrera tales que los guardias más tranquilos tuvieron dificultad en mantener su presencia de ánimo. Las mujeres corrían y, librándose de las manos de los guardias para acudir cada una junto a su ser querido, se empujaban y se hacían caer. Sus clamores se mezclaban con las llamadas, con las súplicas y los últimos consejos. Algunas corrían hasta ponerse delante del convoy de reclutas que era conducido por cuatro guardias, y caían a sus pies, se golpeaban el pecho y gritaban:

– ¡Por encima de mi cuerpo! ¡Tendrá que pasar por encima de mi cuerpo!

Los hombres las levantaban, no sin dificultad, separando con precaución sus botas y sus espuelas de aquellas cabelleras despeinadas y de aquellas faldas en desorden.

Algunos de los muchachos, avergonzados, conminaban ellos mismos, en movimientos irritados, a las mujeres para que volviesen a casa. Pero la mayoría de los reclutas cantaban o lanzaban gritos, lo que aumentaba aún más el bullicio. Ciertos habitantes de la ciudad, pálidos de emoción, cantaban al unísono, a la usanza del lugar:

En Sarajevo y en Bosnia

Están afligidas las madres

Que mandan a sus hijos

Como reclutas al emperador.

La canción aumentaba los llantos.

Cuando, a duras penas, lograron cruzar por fin el puente sobre el cual el convoy estaba estancado, y tomaron la carretera de Sarajevo, a ambos lados se encontraban esperándoles filas de gentes de la ciudad que habían salido para despedir a los reclutas y para compadecerlos como si fuesen a fusilarlos. Y había muchas mujeres que lloraban aunque no hubiese ninguno de los suyos entre los que se marchaban. Porque la mujer siempre tiene una ocasión para llorar, aunque, desde luego, sea más dulce llorar con motivo de las tristezas del prójimo.

Pero, poco a poco, aquellas filas de los lados se fueron haciendo más claras. Unas tras otras, las campesinas se iban marchando. Las más obstinadas eran las madres, que corrían alrededor del convoy como si tuviesen quince años, y saltaban la cuneta, tratando de engañar a los guardianes y de permanecer lo más cerca posible de sus hijos. Viendo aquello, los mismos muchachos, pálidos de emoción y de una especie de enfado, se volvían y gritaban:

– ¡Te digo que vuelvas a casa!

Pero las madres continuaban largo rato, ciegas a todo, salvo a aquellos hijos que eran llevados lejos, no escuchando otra cosa que sus propios lamentos.

Aquellos días agitados pasaron. La gente se dispersó por los pueblos y se hizo la paz en la ciudad. Y cuando empezaron a llegar de Viena las cartas y las primeras fotografías de los reclutas, todo resultó más fácil y más soportable. Las mujeres también lloraron ante aquellas cartas y aquellas fotografías, pero era el suyo un llanto más dulce y más tranquilo.

El Streifkorps fue disuelto y abandonó la ciudad. Ya hace tiempo que en la kapia no se monta guardia y todo el mundo vuelve a sentarse en ella como antaño.

Han pasado rápidamente dos años. Y con el otoño, vuelven los primeros soldados, limpios, con el pelo al cero y bien alimentados. La gente se reúne alrededor de ellos; escucha la narración de su vida militar y la grandeza de las ciudades que han visto; en sus palabras se mezclan nombres insólitos y expresiones extranjeras. Cuando se marcha el siguiente contingente de hombres, son menores los llantos y las alarmas.

En general, todo se hace más sencillo y más corriente. Surge una generación que no tiene demasiados recuerdos claros y vivos del tiempo de los turcos y que, en muchos aspectos, ha adoptado los nuevos modos de vida. Pero, en la kapia, se respetan las antiguas costumbres de la ciudad. Sin tener en cuenta la nueva manera de vestir, las profesiones y los negocios del momento, vuelven a ser los mismos ciudadanos de otros tiempos, respetando las charlas que habían sido y que continuaban siendo para ellos una verdadera necesidad del corazón y de la mente.

Los reclutas parten sin revuelos y sin agitación. Sólo en los relatos de los ancianos se menciona a los haiduks. La guardia del Stretfkorps ha sido olvidada, como también lo fue la antigua guardia turca de la época en que hubo un reducto en la kapia.