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Pasó allí el invierno, paseándose, las más de las veces, por la kapia y soplándose los dedos durante las noches heladas y serenas, cuando la piedra se resquebraja de frío, cuando el cielo palidece sobre la ciudad y las grandes estrellas del otoño se convierten en lucecillas traidoras. Fue allí donde recibió la primavera y donde observó los primeros signos de ella: el hielo se agrietaba pesada y sordamente sobre el Drina, produciendo una detonación que penetraba en las entrañas del hombre; el ruido amortiguado de un viento nuevo que, durante toda la noche, resonaba en los bosques desnudos que cubren las apretadas montañas situadas río arriba.

El muchacho hacía guardia cuando le tocaba su turno, sintiendo la primavera, que se manifestaba a través de la tierra y del agua, penetrar lentamente en él, inundarlo, turbar todos sus sentidos, emborrachar y confundir sus pensamientos. Mientras hacía guardia, cantaba canciones ucranianas. Y mientras cantaba, le parecía, a medida que avanzaba la primavera, que esperaba a alguien en aquel lugar expuesto y barrido por los vientos.

A primeros de marzo, el alto mando envió una advertencia al destacamento que garantizaba la vigilancia del puente, para que redoblase la atención; pues, según informaciones dignas de crédito, el conocidísimo bandolero lakov Tchekrlia había pasado de Herzegovina a Bosnia y se escondía en algún lugar de los alrededores de Vichegrado, desde donde, con toda probabilidad, trataría de alcanzar la frontera servia o turca. Los soldados del Streifkorps recibieron las señas personales de Tchekrlia, con la advertencia de que se trataba de un bandido que, aunque pequeño y de aspecto poco tranquilizador, era fuerte, osado y astuto, y que ya había burlado varias veces a las patrullas que lo habían cercado, logrando escapar.

Y Feduna escuchó la advertencia y la tomó muy en serio, como todas las comunicaciones oficiales. A decir verdad, le parecía un poco exagerada, ya que no podía imaginar que alguien pudiese atravesar sin ser visto aquel espacio que no tendría más de diez pies de anchura. Tranquilo y despreocupado, pasaba algunas horas de la noche y del día en la kapia. Prestó efectivamente más atención, pero aquella atención no estaba dirigida hacia una posible aparición de lakov, cuyo paradero se ignoraba, sino absorbida por los innumerables signos y fenómenos de la naturaleza de los que la primavera se servía para manifestarse en la kapia.

No es fácil concentrarse en un solo objeto cuando se tienen veintitrés años, cuando se siente un hormigueo por todo el cuerpo, signo de fuerza y de vida, y cuando, alrededor de uno, la primavera susurra, resplandece y exhala su perfume. La nieve se derrite en los desfiladeros, el río corre rápido, gris como un cristal ahumado, el viento que viene del noroeste trae el hábito de la nieve de las montañas y de los primeros brotes que apuntan en el valle. Todo eso embriaga y distrae a Feduna, que mide el espacio de una terraza a otra o, si monta guardia de noche, se apoya en el muro y canturrea, acompañado por el viento, tonadas rusas. Y de día como de noche, no lo abandona el sentimiento de que está esperando a alguien, sentimiento que es torturante y dulce, y que, al parecer, se encuentra confirmado por todo lo que pasa en el agua, en la tierra y en el cielo.

Un día, a la hora del almuerzo, pasó junto a la guardia una muchacha turca; estaba todavía en la edad en la que las mujeres no llevan velo, pero en la que tampoco salen completamente descubiertas, tapándose con un gran chal fino que les cubre todo el cuerpo, los brazos, el cabello, la barbilla y la frente, dejando al descubierto una parte de la cara: los ojos, la nariz, la boca y las mejillas. Es el corto período entre la infancia y la adolescencia, cuando las muchachas musulmanas muestran con inocencia y alegría el encanto de su rostro todavía infantil y, sin embargo, femenino, un rostro que, quizás a partir del día siguiente, el velo turco ocultará para siempre.

En la kapia no había ni una alma. Con Feduna hacía guardia un tal Stevan de Pratcha, uno de los campesinos del Streifkorps.

Aquel hombre maduro a quien el aguardiente no desagradaba del todo, dormitaba, sentado en el sofá de piedra, en contra de lo dispuesto por el reglamento.

Feduna echó a la muchacha una mirada prudente y tímida. En torno a ella flotaba un chal multicolor, el cual, ondulante y resplandeciente al sol como un ser vivo, volaba a impulsos del viento, con el ritmo del paso de la chica. Su rostro, tranquilo y bello, estaba estrecha, netamente encuadrado por el tejido tirante del chal. Con la vista baja, parpadeando, pasó al lado de él y desapareció por el centro de la ciudad. El muchacho siguió paseando de una terraza a otra con más vivacidad. Miraba de soslayo hacia la plaza del mercado.

Ahora le parecía que ya tenía a alguien a quien esperar. Una media hora después – reinaba todavía en el puente la calma del mediodía- la muchacha turca regresó del mercado y pasó de nuevo junto al enardecido Feduna. Esta vez la miró un poco más detenidamente y con más atrevimiento, y, cosa curiosa, ella le devolvió una breve mirada de reojo, pero sin miedo y sonriendo de manera un poco astuta, con esa astucia inocente que usan los niños para engañarse unos a otros en sus juegos. Y desapareció nuevamente con sus andares flexibles, con su paso lento, alejándose, sin embargo, rápidamente, entre los mil pliegues y movimientos de su velo que envolvía su silueta juvenil, pero ya hecha. Los adornos orientales y los vivos colores de su chal pudieron verse todavía un momento entre las casas de la otra orilla.

Solamente entonces se despertó sobresaltado el muchacho. Se hallaba en el mismo lugar, en la misma posición, tal y como estaba cuando ella pasó junto a él. Ya espabilado, palpó su fusil, miró en torno a sí, con el sentimiento de que había dejado escapar algo. Stevan dormitaba al sol engañoso de marzo. El muchacho tuvo la impresión de que los dos eran culpables y de que un pelotón del ejército había podido pasar al lado de ellos durante aquel espacio de tiempo, cuya duración no habría podido determinar ni discernir la importancia que habría tenido para sí mismo y para los demás. Avergonzado, despertó a Stevan con un celo desmedido y ambos continuaron haciendo guardia, hasta que llegó el relevo.

Durante todo aquel día, tanto en los períodos de descanso como en las horas de guardia, la muchacha turca pasó innumerables veces a través de su conciencia, como un espectro. Y al día siguiente, de nuevo al mediodía, cuando había menos gente en el puente y en el mercado, la chica volvió a cruzar el puente. Como si fuera un juego del cual conociese las reglas sólo a medias, Feduna miró otra vez el rostro encuadrado por la tela multicolor. Todo discurrió como la víspera. Pero las miradas fueron más prolongadas, las sonrisas más vivas y más atrevidas. Stevan, como si también participase a su modo en el juego, dormitaba nuevamente en el banco de piedra; después juró, según tenía costumbre, que no había dormido y que, ni siquiera por la noche, en la cama, podía pegar un ojo. A su regreso, la muchacha llegó casi a detenerse, lanzando una mirada directa a los ojos del soldado que le correspondió dirigiéndole un par de palabras confusas e insignificantes, mientras sentía que las piernas le temblaban de gozo, perdiendo la noción del lugar en que se encontraba.

Únicamente en sueños llegamos a atrevernos a emprender las aventuras más osadas. Cuando la muchacha desapareció de nuevo en la otra orilla, Feduna se estremeció de miedo. Era algo inverosímil que una mujer mirase a un soldado boche. Algo inaudito y sin precedentes que sólo puede producirse en sueños o cuando la primavera reina sobre la kapia. Por añadidura, nada, en aquel país y en su posición, podía ser tan escandaloso y tan arriesgado como tocar a una mujer musulmana.

Se lo habían advertido en el ejército y ahora en el Streifkorps. Los castigos eran severos para semejantes delitos. Había algunos hombres que los habían pagado con su cabeza, asesinados por los turcos ofendidos y furiosos. Estaba al corriente de todo aquello y deseaba sinceramente sujetarse a las órdenes y a los reglamentos; sin embargo, hacía todo lo contrario. La desgracia de los hombres desgraciados consiste en que, para ellos, las cosas que son absolutamente inaccesibles y prohibidas se convierten, por un instante, en accesibles y fáciles (o, al menos, lo parecen), y una vez que esas personas se afirman rotundamente en sus deseos, éstos se muestran de nuevo tal y como son: inaccesibles y prohibidos, llevando aparejadas las consecuencias para quienes, a pesar de todo, tienden la mano hacia ellos.

Hacia el mediodía del tercer día, volvió a pasar la muchacha turca. Y, lo mismo que sucede en los sueños, en lo que todo ocurre de acuerdo con la voluntad del hombre a la cual todo lo demás se subordina, Stevan seguía dormitando, persuadido y siempre dispuesto a persuadir a los demás de que no pegaba un ojo; en la kapia, no había nadie. El muchacho balbució unas palabras, la muchacha moderó el paso y le respondió tímidamente algo apenas inteligible.

Aquel juego peligroso e increíble continuó. Al cuarto día, la muchacha pasó, acechando el momento en que no había nadie en la kapia, y preguntó en un susurro al soldado, encendido de amor, cuándo tendría su próxima guardia. Él le contestó que estaría nuevamente en la kapia a la hora del crepúsculo, coincidiendo con la cuarta oración de los musulmanes.

– Voy a llevar a mi abuela al centro de la ciudad para que pase allí la noche y volveré sola -murmuró la muchacha sin volver la cabeza, pero lanzándole una mirada de reojo.

Cada una de aquellas palabras corrientes produjeron en el joven una alegría secreta ante la idea de que iba a volver a verla.

Seis horas más tarde, Feduna se encontraba en la kapia con su soñoliento compañero. Tras la lluvia, cayó un crepúsculo fresco que le pareció lleno de promesas. Los transeúntes eran cada vez más escasos. Entonces, por el camino procedente de Osoinitsa, apareció la muchacha turca, envuelta en su chal cuyos colores apagaba el crepúsculo. Al lado de ella, caminaba una anciana encorvada, cubierta por un velo espeso. Andaba casi a cuatro patas, apoyándose con la mano derecha en su bastón y con la izquierda en el brazo de la muchacha.

De esta guisa, pasaron junto a Feduna. La joven andaba despacio, adaptando su paso al de la anciana. Sus ojos, que se agrandaban con las sombras de las primeras tinieblas, los posó atrevida y abiertamente en los del muchacho; parecía que no pudiese vivir sin mirarlo. No más hubieron desaparecido en la ciudad, cuando un escalofrío recorrió el cuerpo del joven. Se puso a caminar con paso rápido de una terraza a otra, como si desease recobrar lo que había perdido. Con una emoción que se asemejaba al miedo, esperaba el regreso de la muchacha. Stevan dormitaba.