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Milán se preguntaba a menudo si toda aquella aventura no habría sido más que una pesadilla que le hubiera asaltado cuando perdió el conocimiento delante de la puerta de su casa, si no habría sido más bien la consecuencia que la causa de su enfermedad. A decir verdad, el pope Nicolás y los dos amigos a quienes se confió, se mostraron inclinados a considerar el relato de Milán como una fantasía, una alucinación producida por la fiebre.

Porque lo cierto es que ninguno de ellos creía que el diablo jugase al "otuz bir" ni que atrajese a la kapia a aquellos pára los que desease la perdición. Pero nuestras aventuras suelen ser tan confusas, tan penosas, que no es extraño que las gentes vean en ellas una intervención del mismísimo Satán, esforzándose así en explicarlas o, al menos, en hacerlas más verosímiles.

Sea como fuere, con o sin el diablo, en sueños o en la realidad, lo que era cierto es que Milán Glasintchanin, después de haber perdido en una noche la salud, la juventud y una enorme cantidad de dinero, se encontró para siempre, como por milagro, librado de su pasión. Pero eso no era todo. Al relato de Milán se encontraba estrechamente ligada la historia de otro destino cuyo hilo partía de la kapia.

Al día siguiente de aquel en el que Milán Glasintchanin (en sueños o en realidad) perdió su última partida en la kapia, lució un espléndido sol de otoño. Era sábado. Como todos los sábados, los judíos de Vichegrado se reunieron en la kapia, llevando con ellos a sus hijos. Desocupados y solemnes, con sus pantalones de raso y sus chalecos de lana, tocados con su fez aplastado, de color rojo subido, celebraban escrupulosamente el día del Señor, paseándose a lo largo del río como si buscasen a alguien. Pero, la mayor parte del tiempo, mantenían ruidosas y acaloradas conversaciones en español, empleando únicamente el servio cuando juraban.

Bukus Gaon, hijo mayor del barbero Abraham Gaon, hombre piadoso, pobre y honrado, fue uno de los primeros en acudir aquella mañana a la kapia. Tenía dieciséis años y aún no había encontrado trabajo fijo ni oficio determinado. El muchacho, a diferencia de todos los Gaon, era algo alocado, lo que le había impedido entregarse a una ocupación concreta, empujándolo a buscar en todas partes y en todas las cosas algo ventajoso y agradable. Cuando quiso sentarse, se aseguró antes de que el sitio estaba limpio.

Entonces vio en la rendija, entre las dos losetas, un delgado hilo amarillo que brillaba. Tenía el resplandor del oro, ese metal tan querido a los ojos del hombre. Miró mejor. No cabía duda: un ducado había caído allí. El muchacho echó una mirada en torno, para ver si alguien le observaba, y para buscar algo con que sacar el ducado de la rendija. Pero en seguida le vino a la memoria que era sábado y que sería vergonzoso y, al mismo tiempo, pecado, hacer cualquier trabajo. Conmovido y embarazado, se sentó y no se levantó hasta el mediodía. Cuando fue hora de ir a almorzar y cuando todos los judíos, jóvenes y viejos, se fueron a sus casas, distinguió una brizna de paja de cebada más gruesa que las demás y, olvidando pecado y sábado, sacó con precaución el ducado de entre las dos losetas.

Era una buena moneda húngara, delgada, que no pesaría más que una ligera hoja seca. Llegó tarde al almuerzo. Cuando se sentó a la mesa baja y pobre, en torno a la cual se encontraban trece personas (once hijos, el padre y la madre), no prestó atención a las amonestaciones de su padre que lo trató de desocupado y de vago, y que le reprochó el no acudir ni siquiera a la hora de comer. Le zumbaban los oídos y sus ojos estaban deslumbrados. Se realizaba al fin su sueño de una vida de lujo inaudito. Le parecía que llevaba el sol en su bolsillo.

Al día siguiente, sin haberlo pensado mucho, Bukus se fue con su ducado a la taberna de Ustamovitch y se coló en la habitación en donde se jugaba a las cartas a casi todas las horas del día y de la noche. Siempre había soñado con aquello, pero nunca había tenido bastante dinero para atreverse a ir allí a probar fortuna. Ahora podía llevar a cabo su sueño.

Pasó algunos minutos llenos de angustia y de sobresalto. Al principio, fue acogido con desdén y desconfianza. Cuando le vieron cambiar la moneda húngara, pensaron inmediatamente que se la había quitado a alguien; sin embargo, aceptaron su apuesta. (Si los jugadores tratasen de conocer el origen del dinero de cada uno de ellos, nunca podrían jugar.) Comenzaron nuevas pruebas para el debutante. Al ganar, le subía la sangre a la cabeza y la vista se le nublaba bajo el efecto del calor y de la transpiración. Si perdía, le parecía que se detenía su respiración y que el corazón le desfallecía. Pero, tras aquellos tormentos que parecían no tener fin, salió aquella noche de la taberna con cuatro ducados en el bolsillo. Y aunque a causa de la emoción se sintiese extenuado y febril como si le hubiesen azotado con varas encendidas, caminaba derecho y orgulloso. Ante su mirada ardiente se abrían perspectivas lejanas y espléndidas que arrojaban un brillo deslumbrador sobre su pobreza familiar y que limpiaba la ciudad hasta sus cimientos. Andaba enervado, con paso solemne. Por primera vez en su vida podía apreciar no sólo el resplandor y el tintineo del oro, sino también su peso.

Durante aquel mismo otoño, Bukus, aunque joven y sin experiencia, se convirtió en vagabundo y jugador profesional y abandonó la casa paterna. El viejo Gaon se consumía de vergüenza y de pena por su hijo mayor, y toda la comunidad judía sintió aquella desgracia como si fuese suya. Más tarde dejó la ciudad para lanzarse al mundo con su triste destino de jugador. Después, pasados catorce años, no se volvió a oír hablar de él. El origen de todo aquello, decían, fue "el ducado diabólico" que encontró en la kapia y que desenterró un sábado.