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CAPÍTULO XII

Fue así cómo la vida en la kapia se hizo todavía más animada y más llena de variedad. Durante todo el día y aun a ciertas horas de la noche, se sucedía en ella una masa abigarrada de personas: los nuestros y los extranjeros, los jóvenes y los viejos. Sólo se preocupaban de sí mismos y estaban completamente absortos en los pensamientos, los placeres y las pasiones que los habían empujado a aquel lugar. Por eso, no prestaban ninguna atención a los paseantes que, llegados allí con otros pensamientos y otras inquietudes, cruzaban el puente cabizbajos y con la mirada ausente, sin detener la vista en nada ni nadie, sin tener en cuenta a la gente que estaba sentada en la kapia.

Entre aquellos paseantes se encontraba Milán Glasintchanin, de Okolichta, hombre alto, seco y encorvado, de cara pálida. Todo su cuerpo parecía diáfano y sin peso, fijado únicamente a unos talones de plomo. He ahí por qué oscilaba al marchar y se plegaba, como una oriflama de iglesia, entre las manos de un monaguillo, en una procesión. Su cabello y sus bigotes eran grises como los de un anciano; siempre mantenía los ojos bajos. Andaba con pasos de sonámbulo. No se daba cuenta de que algo había cambiado en la kapia y en el comportamiento de la gente y, él mismo, pasaba casi inadvertido para aquellos que acudían a aquel lugar, a sentarse, a soñar, a cantar, a vender, a discutir o a matar el tiempo. Los más viejos lo habían olvidado, la juventud no se acordaba de él, y los extranjeros no lo conocían. Y, sin embargo, su destino había estado en estrecha relación con la kapia, si se tiene en cuenta lo que se contaba en la ciudad, lo que se murmuraba a propósito de él diez o doce años antes.

El padre de Milán, el viejo Nicolás Glasintchanin, se estableció en Vichegrado sobre poco más o menos en el momento en que la revolución estaba en su apogeo en Servia. Compró una bonita propiedad en Okolichta. Siempre se había creído que había huido a aquel lugar con una fortuna importante, pero conseguida por medios poco claros. Nadie tenía pruebas, por lo que sólo se aceptaba a medias la hipótesis que nadie, sin embargo, rechazaba del todo. Se casó por dos veces, sin tener, empero, muchos hijos. Educó únicamente a Milán, y a él legó todo lo que poseía (lo que se veía y lo que estaba escondido). Y Milán tuvo un hijo único, Pedro. Sus bienes le habrían bastado y habría dejado tras él una importante fortuna si no hubiese tenido una única pasión, una pasión todopoderosa: el juego.

Los verdaderos vichegradeses no eran por naturaleza jugadores. Como ya hemos visto, sus pasiones eran de un género completamente distinto: amor inmoderado a las mujeres, inclinación a la bebida, las canciones, la gandulería o a soñar al lado del río natal. Ahora bien, la capacidad del hombre es limitada en todo, incluso en eso. Por ello, las pasiones chocan en él, se rechazan y, muy a menudo, se eliminan unas a otras. Eso no quiere decir que no hubiese alguien en la ciudad que se entregase a tal vicio, pero el número de jugadores era realmente inferior al de otras ciudades y, en la mayor parte de los casos, los jugadores eran extranjeros o recién llegados. Sea como fuere, Milán Glasintchanin pertenecía al reducido grupo. Desde su más tierna adolescencia, se dio al juego en cuerpo y alma. Cuando no encontraba en la ciudad compañeros de juego, se iba al próximo cantón, de donde regresaba cubierto de dinero, como un mercader que vuelve de la feria, o con los bolsillos vacíos, sin reloj, sin cadena, sin tabaquera y sin anillo, y pálido y con los rasgos descompuestos, como si estuviese enfermo.

Su lugar habitual estaba en la taberna de Ustamuitch, en el extremo del barrio comercial de Vichegrado. Había allí una habitación estrecha, sin ventana, donde, incluso de día, había una vela encendida, y en la que se encontraban invariablemente tres o cuatro hombres para los cuales el juego era más querido que cualquier otra cosa del mundo. Encerrados allí, corrompidos, en medio del humo del tabaco y del aire viciado, con los ojos inyectados en sangre, la garganta seca y las manos temblorosas, empalmaban a menudo el día con la noche, sacrificados a su pasión, como mártires. En aquella estancia pasó Milán una buena parte de su juventud y dejó lo mejor de sus fuerzas y de su hacienda. No tenía más de treinta años cuando se produjo en él aquel cambio brusco e inexplicable para la mayoría de la gente, y que debía de curarlo para siempre de su aplastante pasión, cambiando y transformando, al mismo tiempo, su vida.

Cierto otoño, hacía de esto unos catorce años, llegó a la taberna un extranjero. No era ni viejo ni joven, ni guapo ni feo, de mediana edad y de mediana estatura, poco locuaz; sólo sus ojos sonreían. Era un hombre de negocios, totalmente absorto en el asunto por el que había llegado. Pasó la noche en la taberna y, al crepúsculo, fue a caer en la habitación en donde, desde el mediodía, los jugadores estaban confinados.

Lo acogieron con desconfianza, pero se comportaba de una manera tan tranquila y tan discreta, que ni siquiera se pusieron en guardia cuando él también empezó a hacer apuestas, más bien modestas, a una carta. Perdía más de lo que ganaba; turbado, fruncía el entrecejo y, con mano poco segura, sacaba monedas de plata de sus bolsillos interiores.

Cuando perdió una suma bastante considerable, le tocó a él dar las cartas. Al principio, las distribuyó despacio y con precaución; después, cada vez con más rapidez y desenvoltura. Jugaba, no sólo sin emoción, sino con audacia. Los montones de monedas de plata crecían ante él. Los jugadores empezaron, uno tras otro, a abandonar la partida. Uno de ellos apostó su cadena de oro a una carta, pero el extranjero rehusó con frialdad, declarando que jugaban únicamente dinero.

El juego cesó a la hora de la última oración, puesto que ninguno llevaba consigo dinero suficiente. Milán Glasintchanin fue el último en abandonar, pero, a fin de cuentas, tuvo también que retirarse. El extranjero se excusó cortésmente y se fue a su habitación.

Al día siguiente, siguieron jugando, y, de nuevo, el extranjero perdió y ganó alternativamente; pero las ganancias superaron a las pérdidas, hasta el extremo de que los jugadores se vieron otra vez desprovistos de dinero contante. Le miraban las manos, escrutaban sus mangas, lo observaban desde todos los ángulos, pedían nueva baraja, cambiaban de sitio en el banco recubierto de un tapiz, sin que consiguiesen nada con tales precauciones. Jugaron al otuz bir ¹, juego sencillo, pero de mala reputación, que practicaban desde su niñez; sin embargo, no pudieren descubrir la manera de jugar del extranjero. A veces, llegaba a tener hasta veintinueve puntos, incluso treinta, y a veces se quedaba en veinticinco. Recogía todas las apuestas, la más pequeña como la más grande; pasaba por alto las insignificantes irregularidades de algunos jugadores como si no las hubiese visto, pero enunciaba las más flagrantes, fría y lacónicamente.

La presencia de aquel extranjero en la taberna torturaba e irritaba a Milán Glasintchanin. Aquellos días se sentía más febril y extenuado Se prometió no seguir jugando, pero continuó y perdió hasta el último céntimo. Después, volvió a su casa lleno de bilis y de vergüenza. Al cuarto o quinto día, consiguió dominarse y se quedó en casa. Había preparado dinero y se había vestido. Tenía la cabeza pesada y la respiración entrecortada.

Cenó de prisa y sin saber lo que comía, A continuación, salió varias veces fuera de su casa, fumó, se paseó y observó la ciudad inanimada que se extendía a sus pies, en aquella noche de otoño.

1. Juego turco de naipes cuya mecánica se parece considerablemente a la que regula nuestro juego de las siete y media".

En el otuz bir, el triunfo se cifra en conseguir treinta y un puntos. Se pueden pedir cartas sucesivamente, hasta alcanzar esa cifra o una que se le aproxime, pues, de no lograr treinta y una, gana el jugador que esté más cerca de ello. Por consiguiente, el riesgo es mayor a medida que se van pidiendo cartas. Es un tipo de juego muy peligroso, por cuanto se desarrolla con gran rapidez y las apuestas pueden llegar a alcanzar las cantidades que los jugadores hayan establecido previamente. (N. del T.)

Luego de pasearse un buen rato, distinguió de pronto en el camino una silueta vaga que a medida que se aproximaba a la casa caminaba más despacio. Al llegar junto a la cerca, se dejó oír una voz que Milán reconoció: era el extranjero de la taberna.

– ¡Buenas noches, vecino! -dijo el extranjero.

No cabía duda de que aquel hombre había ido en su busca. Milán se acercó a la valla.

– ¿Esta noche no has ido a la taberna? -preguntó el extranjero con tranquilidad e indiferencia, como de pasada.

– Hoy no me sentí con ánimos de ir. ¿Los demás están allí?

– No hay nadie. Todos se han marchado antes que de costumbre. Pero podemos ir nosotros dos.

– Ya es tarde y no tenemos un sitio donde reunimos.

– Bajaremos hasta la kapia. Va a salir la luna.

– Ya no es hora -protestó Milán.

Pero sus labios estaban secos y sus palabras le resultaban extrañas, como si fuese otro el que las pronunciara.

El extranjero no se movía y esperaba; parecía estar seguro de que su proposición sería aceptada. Y, efectivamente, Milán abrió el portillo del jardín y partió con aquel hombre a pesar de su resistencia y de su antipatía hacia él, y aunque hubiese tratado con sus palabras, con sus pensamientos, con las últimas fuerzas de su voluntad, de sustraerse a aquel poder insidioso que lo atenazaba y del que no podía desembarazarse.

Descendieron rápidamente la cuesta de Okolichta. La luna, redonda, se alzaba en efecto por detrás de Stanichvats. El puente parecía sin límites e irreal; sus extremos se perdían en una bruma lechosa y sus pilares quedaban ocultos, por su base, en las tinieblas. Uno de los lados de cada pilar y de cada ojo estaba violentamente iluminado, en tanto el otro quedaba en una sombra total. Aquellos planos de luz y sombra se rompían y se cortaban en líneas agudas, hasta el punto en que todo el puente semejaba un extraño arabesco nacido del juego momentáneo de la claridad y las tinieblas.

En la kapia no había una sola alma. Se sentaron. El extranjero sacó las cartas. Parecía que Milán iba a decir una vez más que aquello era incómodo, que no se distinguían ni las cartas ni el dinero, pero el extranjero no le prestó atención. Comenzó el juego.

Al principio, cambiaron algunas palabras, pero en cuanto el juego fue tomando impulso, se callaron por completo. Se limitaban a liar sus cigarrillos, encendiéndolos el uno con el otro. Las cartas cambiaron varias veces de mano, para quedar finalmente en las del extranjero. El dinero caía sin ruido sobre la piedra, cubierta por un fino rocío. Llegó el momento, aquel momento que Milán conocía bien, en que el extranjero, teniendo veintinueve, conseguía dos puntos, o teniendo treinta, llegaba a los treinta y uno. Sentía ahogos y se le velaba la vista. El rostro del extranjero, bañado por el claro de luna, parecía más tranquilo que de costumbre.