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CAPÍTULO XIII

Llegó el cuarto año de la ocupación. Parecía que en cierta medida, todo se calmaba y se iba "puliendo". Si no volvía la dulce tranquilidad de la época de los turcos -ya era imposible-, al menos empezaba a consolidarse el orden, según las nuevas concepciones. Fue entonces cuando se produjeron de nuevo disturbios en el país. Volvieron a llegar tropas y otra vez hizo su aparición en la kapia una guardia. Se llegó a este extremo de la manera siguiente.

Aquel año las nuevas autoridades introdujeron en Bosnia-Herzegovina el servicio militar obligatorio, lo cual provocó una viva agitación en el pueblo, sobre todo entre los turcos. Cincuenta años antes, cuando el sultán decidió la formación de un ejército regular, vestido, preparado y equipado a la europea, levantaron el estandarte de la revolución y llegaron a producirse verdaderas guerras, pequeñas, pero sangrientas, porque no querían ponerse el uniforme de los infieles ni colocar sobre ellos aquellas correas que, al cruzarse en el pecho, formaban el odiado símbolo de la cruz. Y he aquí que ahora debían vestir aquel mismo uniforme "estrecho" y despreciado y, por si fuera poco, al servicio de un soberano extranjero que profesaba otra religión.

A partir del primer año de la ocupación, cuando las autoridades procedieron a numerar las casas y a confeccionar un censo de la población, aquellas medidas suscitaron entre los turcos sentimientos de desconfianza y despertaron temores imprecisos, pero profundos.

Como siempre ocurría en semejantes circunstancias, los más notables y los más instruidos de entre los turcos de la ciudad se reunieron, sin ser vistos, para ponerse de acuerdo sobre la significación de aquellas medidas y sobre el comportamiento que debían observar.

Un día de mayo se encontraron en la kapia, como por azar, los principales personajes de la ciudad y fueron a sentarse al sofá. Mientras bebían tranquilamente café, mirando hacia delante, hablaban, casi en un susurro, de las nuevas y sospechosas medidas de las autoridades. Todos se sentían descontentos con aquellas medidas. Por su naturaleza, eran opuestas a todas sus concepciones y a todas sus costumbres, pues cada uno de ellos sentía aquella intervención de las autoridades en sus asuntos personales y en su vida familiar como una humillación inútil e incomprensible. Pero ninguno de ellos sabía interpretar la verdadera significación de aquel censo ni podía decir de qué manera iban a oponerse a él.

Entre ellos se encontraba también Alí-Hodja quien, en general, rara vez iba a la kapia, pues sentía siempre en su oreja una comezón dolorosa con sólo mirar aquellos escalones de piedra que conducían al sofá.

El muderis de Vichegrado, Husein-Aga, hombre letrado y locuaz, interpretaba, por ser el más competente, lo que podían significar aquellas cifras colocadas sobre las casas y aquel censo de los niños y de los adultos:

– Por lo que parece, se trata de una costumbre que los infieles han tenido siempre. Hace unos treinta años, si no hace más, había en Travnik un visir, Tahir-Pachá, originario de Estambul. Era un islamizado, pero insincero e hipócrita: su alma seguía siendo cristiana, como siempre lo había sido. La gente contaba que, junto a él, tenía una campanilla y cuando llamaba a uno de sus criados, agitaba aquella campanilla, como un pope cristiano, hasta que era respondido. Pues bien, ese Tahir-Pachá fue el primero que se puso a numerar las casas de Travnik y a clavar sobre cada una de ellas un número. (Por esta razón fue llamado "el hombre que clava".) Pero el pueblo se levantó, arrancó todas aquellas placas, hizo con ellas un montón y las quemó. Iba a correr la sangre. Felizmente se enteraron en Estambul y llamaron al visir de Bosnia. ¡Ojalá su huella sea borrada!

Y ahora es algo parecido. Los boches quieren tener un libro de cuentas de todas las cosas, incluso de nuestras cabezas.

Todos escuchaban al muderis sin perder palabra. Aquel hombre era conocido por preferir contar con todo detalle recuerdos ajenos, antes de exponer con claridad y brevemente su opinión.

Como siempre, fue Alí-Hodja el primero que perdió la paciencia.

– Eso no tiene nada que ver con la fe de los boches, muderis efendi, sino con sus intereses. No se entretienen y no desperdician su tiempo, ni siquiera cuando duermen; no pierden de vista sus asuntos. Eso no se nota todavía, pero se notará dentro de unos meses o de un año. Y tenía razón el difunto Chemsibeg Brankovitch cuando decía: "Las minas de los boches tienen una mecha larga". A mi juicio, si numeran las casas y a los hombres, es porque les hace falta para alguna nueva contribución o porque cuentan con reunir a la gente para hacerla trabajar o para enrolarlos en el ejército. Y quizá para las dos cosas. Y si me preguntáis lo que hay que hacer, voy a deciros lo que pienso. No somos un ejército capaz de levantarse en armas inmediatamente. Eso, Dios lo ve y los hombres lo saben. Pero no debemos someternos a todo lo que nos sea ordenado.

Nadie debe de retener sus números ni decir la fecha de su nacimiento, y que adivinen ellos cuándo ha nacido cada uno. Si se pasan de la raya y tocan a nuestros hijos y a nuestra felicidad, no cedamos, defendámonos y confiemos en Dios.

Discutieron todavía un buen rato aquellas desagradables medidas del gobierno, pero, en general, se atuvieron a lo que había preconizado Alí-Hodja: la resistencia pasiva. Los hombres disimulaban su edad o daban información falsa, excusándose con su analfabetismo.

En cuanto a las mujeres, nadie se atrevía a preguntar nada, pues hubiese sido una injuria sangrienta. Clavaron las placas con los números en las casas, a pesar de las instrucciones y de las amenazas del gobierno, en lugares donde no eran visibles o al revés. O bien pintaban inmediatamente de cal los edificios y, como por casualidad, recubrían con ella el número.

Al ver que la resistencia era profunda y sincera, aunque oculta, las autoridades dieron muestras de indulgencia, evitaban la aplicación estricta de la ley con todas las consecuencias y los conflictos que, en aquella ocasión, habrían estallado con toda seguridad.

Pasaron dos años después de estos acontecimientos. La inquietud que levantó el censo ya había sido olvidada, cuando empezó en serio el reclutamiento de los muchachos, sin distinción de religión ni de clase social. En Herzegovina oriental estalló entonces un levantamiento abierto en el cual tomaron parte, esta vez, junto a los turcos, los servios. Los jefes de los insurrectos trataron de establecer relaciones con el extranjero, sobre todo con Turquía, afirmando que la potencia ocupante había rebasado los poderes que le habían sido confiados en el Congreso de Berlín y que no tenía derecho a proceder a un reclutamiento en unas regiones ocupadas que seguían encontrándose bajo la soberanía turca.

En Bosnia no hubo resistencia organizada, pero por la parte de Fotcha y de Goradja, la insurrección alcanzó los alrededores del partido judicial de Vichegrado. Algunos rebeldes que combatían a título individual, o los pequeños restos de los destacamentos derrotados trataron de refugiarse en Sandjak o en Servia, cruzando por el puente de Vichegrado. Como siempre ocurre en tales casos, al lado de la insurrección comenzó a florecer el bandolerismo.

Entonces, tras muchos años, se estableció de nuevo permanentemente una guardia en la kapia. Aunque fuese invierno y hubiese caído una copiosa nevada, dos guardianes vigilaban día y noche. Paraban a los transeúntes desconocidos y sospechosos, los interrogaban y los registraban.

Dos semanas después llegó a la ciudad un destacamento del Streifkorps ¹ que substituyó a los guardianes de la kapia.

1. En alemán en el original: columna móvil. (N. del T.)

Aquel Streifkorps había sido organizado cuando la insurrección tomó mal cariz. Eran elementos de choque, móviles, escogidos y equipados para la acción en un terreno difícil. Se trataba de un cuerpo de voluntarios bien pagados. Entre ellos, se encontraban algunos hombres que habían llegado, como soldados de la primera reserva, con las tropas de ocupación, y que no habían querido licenciarse, quedándose a servir en el Streifkorps. Otros, procedentes de los servicios de policía, habían sido destinados a la columna móvil. Y, en fin, había un cierto número de gente del país que servían como hombres de confianza y guías.

Durante todo aquel invierno que no fue ni fácil ni corto, un puesto de dos hombres del Streifkorps montó guardia ante la kapia. Normalmente, había un extranjero y un indígena. No había sido construido ningún reducto como el que antaño levantaron los turcos durante el alzamiento de Karageorges en Servia. No hubo ni muertes ni cabezas cortadas. Sin embargo, también esta vez, como siempre que la kapia se cerraba, se produjeron acontecimientos insólitos que dejaron huella en la ciudad. Los tiempos difíciles no podían pasar sin que la desgracia cayese sobre alguien.

Entre los soldados del Streifkorps que se turnaban en la kapia había un muchacho, un ruso de Galitzia oriental, llamado Gregorio Feduna. Aquel muchacho, de veintitrés años, era de una estatura gigantesca y de un alma de niño, fuerte como un oso y tímido como una muchacha. Estaba cumpliendo su servicio cuando el regimiento al que pertenecía fue llevado a Bosnia.

Había tomado parte en los combates de Maglai y de Glasinac.

A continuacion paso un año y medio en diversas guarniciones de Bosnia oriental.

Y, cuando llegó al fin para él la libertad, le fue difícil volver a la casa paterna de su ciudad de Kolomeia, donde había mucha familia y poco de lo demás. Se encontraba ya en Pest, con su regimiento, cuando fue publicada la petición de voluntarios: invitándolos a enrolarse en el Streifkorps. Por tratarse de un soldado que había aprendido a conocer Bosnia en el curso de unos combates que duraron varios meses, Feduna fue admitido en seguida. Recibió una gran alegría al saber que volvería a ver los calveros y las pequeñas ciudades bosníacas donde había pasado días penosos y días felices, a los que, en la actualidad, se unía una serie de recuerdos que hacían que aquellas horas felices brillasen más hermosas y más vivas que las difíciles. Se deshacía de gozo y se hinchaba de orgullo imaginando la cara de sus padres, de sus hermanos y de sus hermanas cuando recibiesen los primeros florines que les enviaría, de su elevada paga. Y, por si fuera poco, tenía la suerte de ser destinado, no a Herzegovina oriental, donde los combates con los rebeldes eran agotadores y, a menudo, muy peligrosos, sino a una ciudad junto al Drina, en la que todo el servicio consistía en hacer patrullas y montar guardias.