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En menos de una hora, Milán se quedó sin dinero. El otro se ofreció a acompañarle a su casa a buscar más. Se fueron y volvieron y continuaron jugando. Milán lo hacía como un mudo y como un ciego. Adivinaba la carta con el pensamiento y expresaba lo que quería por medio de signos. Casi parecía que las cartas, dispuestas entre ellos, se habían convertido en algo accesorio, una especie de motivo de aquel duelo desesperado y sin tregua. Cuando Milán se vio de nuevo sin dinero, el extranjero le ordenó que fuese otra vez a su casa a coger más, y él se quedó fumando en la kapia.

No juzgó necesario ir con él, porque no cabía imaginar que Milán lo desobedeciese o le engañase quedándose en casa. Y Milán se marchó sin discutir y volvió dócilmente. Entonces la suerte cambió bruscamente. Milán ganó lo que había perdido. A causa de la emoción, el nudo que sentía en la garganta lo oprimió aún más. El extranjero empezó a doblar las apuestas, después, a triplicarlas. El juego se hacía más rápido, más áspero. Las cartas volaban, tejiendo una trama de monedas de plata y de oro.

Ambos permanecían callados. Milán respiraba con dificultad, y a veces sudaba y a veces se sentía transido de frío, en aquella noche apacible, al claro de luna. Jugaba, daba cartas y ocultaba las suyas, no porque le gustase, sino porque se veía forzado a ello. Le parecía que aquel extranjero no le absorbía sólo su dinero, ducado tras ducado, sino hasta la médula y la sangre de sus venas, gota a gota. Sus fuerzas lo abandonaban y lo abandonaba su voluntad a cada nueva pérdida. De vez en cuando, miraba de soslayo a su adversario. Esperaba ver su rostro satánico de dientes amenazadores y ojos de fuego, pero, por el contrario, sólo distinguía la misma cara de siempre que conservaba la expresión tensa del hombre que ejecuta su trabajo cotidiano, que se apresura para terminar la tarea emprendida, una tarea ni fácil ni agradable.

Una vez más, Milán perdió velozmente todo su dinero. El extranjero le propuso que se jugase el ganado, las propiedades y la tierra.

– Apuesto cuatro buenas monedas húngaras, contantes y sonantes y tú tu caballo bayo con silla. ¿Te parece bien?

– Sí.

Así se fue el caballo bayo al que siguieron los dos caballos de carga y las vacas y las terneras. Como un comerciante consciente y de sangre fría, el extranjero enumeraba, por su nombre, todos los animales de la cuadra de Milán y valoraba cada cabeza exactamente a su precio, corno si hubiese crecido en aquella casa.

– Once ducados contra tu campo llamado "salkucha". ¿Cuento con tu palabra?

– De acuerdo.

El extranjero hizo un gesto de mal humor. Con cinto cartas, Milán tenía veintiocho.

– ¿Otra? -preguntó tranquilamente el extranjero.

– Otra -dijo Milán en un murmullo apenas inteligible; y toda su sangre le afluyó al corazón.

El extranjero levantó lentamente la carta. Era un dos, la cifra salvadora. Milán, con indiferencia, dejó escapar entre dientes.

– ¡Basta!

Reunió convulsivamente sus cartas y las ocultó. Se esforzó por dar a su voz y a su rostro una expresión llena de indiferencia para que su adversario no pudiese adivinar los puntos que tenía.

Entonces el extranjero empezó a tomar cartas para sí mismo, las cuales iba poniendo boca arriba. Cuando llegó a veintisiete, se detuvo, miró tranquilamente a Milán a los ojos y éste entornó los párpados. El extranjero tomó otra carta. Era un dos. Emitió un corto suspiro apenas perceptible. Parecía que iba a plantarse en veintinueve. Con el presentimiento de la alegría de la victoria, la sangre empezó a subir a la cabeza de Milán. Pero entonces el extranjero se sobresaltó, arqueó el torso, levantó la cabeza, de modo que su frente y sus ojos brillaron al claro de luna, y cogió una carta más. Era otro dos. Resultaba inverosímil que pudiesen salir tres "doses" uno detrás de otro y, sin embargo, era así. Reflejado sobre aquel naipe, Milán vio su campo en primavera cuando, labrado y rastrillado, revestía su más bello aspecto. Los surcos daban vueltas alrededor de él como si fuese víctima de un síncope, pero la calmosa voz del extranjero le volvió en sí.

– ¡Otuz bir! El campo es mío.

Después le tocó el turno a los otros campos, a las dos casas y al bosquecillo de robles de Osoinitsa. Estaban de acuerdo invariablemente para las estimaciones. De vez en cuando, Milán ganaba y recogía con gesto ávido y apresurado algunos ducados. La esperanza brillaba como oro, pero después de dos o tres "manos" desgraciadas, se quedó sin dinero y apostó de nuevo sus propiedades.

Cuando el juego, como un torrente, se llevó todo, los dos jugadores se quedaron parados un instante, no para recobrar el aliento, lo cual no les era necesario, sino para reflexionar sobre lo que podrían encontrar que sirviese de apuesta. El extranjero conservaba su sangre fría y tenía el aire de trabajador concienzudo que descansa después de la primera parte de su tarea, pero que tiene prisa por pasar a la segunda. Milán estaba frío, embotado; la sangre le golpeaba los oídos, tenía la impresión de que el asiento de piedra sobre el que se encontraba subía para hundirse después. En aquel momento, el extranjero tomó la palabra y dijo con voz monocorde, enojosa, ligeramente gangosa:

– ¿Sabes, amigo, lo que vamos a hacer? Jugaremos otra partida, pero esta vez arriesgaremos el todo por el todo.

Yo apuesto cuanto he ganado esta noche, y tú tu vida. Si ganas, todo es tuyo, como antes: dinero, ganado y tierras. Si pierdes, te tirarás desde la kapia al Drina.

Dijo esto como si nada, secamente y con el tono de un hombre de negocios, igual que si se tratara del acuerdo más normal entre jugadores absorbidos por el juego, Milán pensó que había llegado el momento de perder o salvar su alma, y hacía esfuerzos para levantarse, para arrancarse de aquel torbellino incomprensible que le había robado todo y que ahora lo arrastraba irresistiblemente; pero con una sola mirada, el extranjero lo dominó. Y como si hubiesen jugado en la taberna, apostándose tres o cuatro grochas, inclinó la cabeza y tendió la mano.

Cada uno eligió una carta. El extranjero tenía un "cuatro" y Milán un "diez". Le tocó a él dar las cartas. Aquello lo llenó de esperanza. Repartió, y el extranjero siguió pidiendo más cartas.

– ¡Otra, otra, otra!

Sólo después de haber pedido cinco cartas, dijo:

– ¡Basta!

Le tocó la vez a Milán. Llegado a veintiocho, se detuvo un instante, miró las cartas del extranjero y hacia su rostro enigmático. Era imposible adivinar cuántas tenía, pero era muy probable que pasase de las veintiocho; en primer lugar, porque aquella noche no se quedaba en cifras más bajas, y en segundo lugar, porque tenía cinco cartas. Reuniendo sus últimas fuerzas, Milán tomó otra carta. Era un "cuatro". Total, treinta y dos; es decir: había perdido.

Miraba la carta sin dar crédito a sus ojos. Le parecía imposible haber perdido todo de un golpe. Algo ardiente y ruidoso le atravesó el cuerpo de la cabeza a los pies. Súbitamente, todo se le hizo claro: el precio de la vida, el valor del hombre y aquella maldita e inexplicable pasión que tenía de jugar con los suyos y con los extranjeros, incluso solo. Todo resultaba luminoso y claro, como si estuviese amaneciendo o como si hubiese soñado que jugaba y que perdía; pero en verdad, una verdad irrevocable, algo que no podía repararse. Hubiese querido proferir una palabra, gemir, llamar a alguien en su ayuda, lanzar aunque no fuese más que un suspiro, pero ya no tenía fuerzas ni para eso.

A su lado el extranjero esperaba.

De pronto, en algún lugar de la orilla cantó un gallo, alto y claro, una vez, otra. Estaba tan próximo, que parecía como si se oyese el batir de sus alas. En el mismo momento, las cartas dispersas volaron, como levantadas por una borrasca, el dinero se desperdigó y la kapia se bamboleó hasta sus cimientos. Milán cerró los ojos espantado y pensó que había llegado su última hora. Cuando volvió a abrir los ojos, observó que estaba solo. Su adversario se había volatilizado como una pompa de jabón y, con él, las cartas y el dinero que se encontraban sobre la losa de piedra.

La luna, color naranja, nadaba al fondo del horizonte. Se había levantado un viento fresco. Se acentuaba el tumulto de las aguas en las profundidades. Milán, con precaución, palpó la piedra donde estaba sentado, tratando de volver en sí, de reconocer el lugar donde se encontraba y de saber lo que pasaba; luego, se levantó con dificultad y se dirigió hacia su casa de Okolichta, sin darse cuenta de que andaba.

Gimiendo y titubeante, apenas llegó ante su casa, cayó como un herido; su cuerpo chocó pesadamente con la puerta. Los suyos, que se habían despertado a causa del ruido, lo llevaron a la cama. Durante dos meses fue presa de la fiebre y del delirio. Llegaron a creer que no se recuperaría.

El pope Nicolás acudió a administrarle la extremaunción. Sin embargo, se restableció y se levantó, pero no parecía el mismo hombre. Ahora era un viejo prematuro que vivía al margen de todos, que hablaba poco y que limitaba al mínimo sus relaciones con los demás. Sobre su rostro, que ya no sonreía, se reflejaba una atención dolorosa. Se ocupaba únicamente de sus negocios y se entregaba a sus ocupaciones, como si nunca hubiese conocido la compañía de sus amigos.

Durante su enfermedad, contó al pope Nicolás todo lo que le había sucedido aquella noche en la kapia y, más tarde, confió su historia a dos buenos amigos, pues sentía que le habría sido imposible vivir con su secreto. La gente se enteró de algo, pero como si lo que había sucedido en realidad fuese insuficiente, añadió algunos detalles; después, como es corriente, dirigió su atención a algún otro y terminó por olvidar a Milán y su aventura. Y así, el hombre que ya no era más que una sombra del Milán Glasintchanin de antaño, vivía, trabajaba y discurría entre los habitantes de la ciudad. La joven generación sólo lo conocía tal y como era en aquellos momentos y no pensaba que hubiese sido de otro modo. Él mismo se comportaba igual que si hubiese olvidado todo. Y cuando habiendo dejado su casa para bajar a la ciudad, cruzaba el puente, con sus andares lentos y pesados de sonámbulo, pasaba junto a la kapia sin la menor emoción, incluso sin recuerdos. Ni siquiera volvía a su memoria que aquel sofá, guarnecido de asientos de piedra blanca, en los que se sentaba gente ociosa, pudiese tener alguna relación con el lugar remoto en el que, una noche, jugó su última partida, apostando a aquella carta traidora todo lo que tenía, incluso su persona, su vida en este mundo y en el otro.