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Sólo una vez al año el puente era totalmente iluminado. La víspera del 18 de agosto, con motivo del cumpleaños del Emperador, las autoridades adornaban el puente con guirnaldas hechas de ramaje y con filas de pinos jóvenes, y, a la caída de la noche, se encendían unos rosarios de linternas y de velas: centenares de latas de conserva del ejército, llenas de sebo y de estearina, eran dispuestas en largas filas, proyectando su luz desde ambos lados del puente. Iluminaban el centro, mientras que los extremos y los pilares se perdían en la oscuridad, pareciendo que la parte alumbrada flotaba en el espacio. Mas todas las lámparas se consumían rápidamente y todas las solemnidades pasaban. A partir del día siguiente, el puente volvía a ser lo que era antes. A los niños de aquella generación sólo les quedaba la imagen reciente y poco habitual de un efímero juego de luces, visión animada e impresionante, pero corta y fugitiva, como un sueño.

Además de la iluminación permanente, las nuevas autoridades implantaron la limpieza de la kapia; más exactamente: un género de limpieza verdaderamente particular que estaba de acuerdo con sus concesiones. Las mondas de las frutas, las pepitas de las calabazas y las cascaras de las avellanas y de las nueces ya no tapizaban las losas de piedra, en espera de que el viento y la lluvia las arrastrasen. Aquella zona era limpiada todas las mañanas por un barrendero municipal, especialmente destinado a tal servicio. Esta medida no molestó a nadie, pues la gente se acomoda a la limpieza, incluso cuando no procede de sus necesidades ni de sus costumbres, siempre y cuando no sea ella la que tenga que observarla.

La ocupación introdujo una novedad más: por primera vez desde que la kapia existía, las mujeres comenzaban a acudir a ella. Las esposas y las hijas de los funcionarios, las criadas y las niñeras se paraban allí para charlar o iban a sentarse en el sofá los días de fiesta, acompañadas de caballeros militares y civiles. No era esto muy frecuente, pero bastaba para alterar el humor de los viejos que acudían a fumar su chibuquí en paz y en silencio, desconcertando y excitando a los jóvenes.

Había existido siempre, por supuesto, una cierta relación entre la kapia y las mujeres de la ciudad, pero esta relación se limitaba a las palabras acariciadoras que los muchachos dirigían a las muchachas, cuando éstas pasaban por el puente, o a las manifestaciones de entusiasmo y de las penas del corazón e, incluso, a las discusiones de las cuales las mujeres eran la causa. Eran muchos los solitarios que se quedaban allí sentados durante horas y días, cantando con dulzura "solamente por su alma", fumando o contemplando simplemente, mudos, las aguas rápidas: era la manera de pagar su diezmo a esa exaltación de la cual todos somos tributarios y a la que pocos pueden escapar. Allí se decidió y fue zanjado el destino de muchos jóvenes rivales, allí se imaginaron numerosas intrigas amorosas. Se habló en la kapia incesantemente de mujeres, de amor; en la kapia se soñó. Fue el escenario de múltiples pasiones ardientes; otras fueron a apagarse en ella. Sea como sea, nunca las mujeres se habían sentado ni siquiera detenido en la kapia; ni las cristianas ni, mucho menos, las musulmanas. En la actualidad, todo había cambiado.

El domingo y los días de fiesta, se veía en la kapia a algunas cocineras de cara rubicunda, ceñido talle, con rodetes de grasa desbordándose por encima y por debajo de su corsé, el cual les cortaba la respiración. Junto a ellas, estaban sus sargentos con los uniformes bien cepillados, los botones de metal resplandecientes, con sus galones rojos y. sus borlas de tiradores en el pecho. En los días laborables, al atardecer, los funcionarios y los oficiales salían a pasearse en compañía de sus esposas, deteniéndose en la kapia, conversando en su lengua incomprensible, riendo ruidosamente y caminando a su gusto.

Aquellas mujeres ociosas, desenvueltas y joviales, constituían un espectáculo más o menos chocante para todo el mundo. La gente estaba extrañada y ofuscada, pero no tardó en acostumbrarse como ya se había acostumbrado a tantas otras novedades, aunque no las hubiese aceptado.

Puede decirse que, en general, todos aquellos cambios acaecidos en el puente eran insignificantes, superficiales y de corta duración. Muchas de las variaciones importantes que se habían operado en el espíritu y en las costumbres de los ciudadanos y en el aspecto exterior de la ciudad, parecían haber pasado junto al puente sin rozarlo. Daba la impresión de que el viejo puente blanco que durante tres siglos había sido franqueado sin que quedasen en él huellas o cicatrices, permanecía idéntico, incluso con el nuevo emperador, y que triunfaba de aquel diluvio de novedades y de cambios, como siempre había resistido a las mayores inundaciones, resurgiendo cada vez, intacto y blanco, regenerado, de la masa desencadenada de sombrías olas que lo habían sumergido.