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En este extremo, con un movimiento de cabeza, siguió su camino, sin un saludo, sin una mirada. Los sacerdotes se apartaron. El coronel pasó entre ellos seguido de los oficiales y de los palafreneros. Nadie se preocupó de los "representantes de la fe" que se quedaron solos en la kapia. Se sentían decepcionados; por la mañana todavía, y en el curso de la noche precedente, durante la cual ninguno de ellos había dormido mucho, se habían preguntado mil veces cómo transcurriría aquel instante en que, situados en la kapia, recibirían al comandante del ejército imperial. Lo habían imaginado de infinitas maneras, de acuerdo con su propia naturaleza y con su propia inteligencia; estaban preparados para lo peor. Algunos de ellos se veían conducidos o exiliados a aquella lejana Alemania, sin esperanzas de volver a su casa y su ciudad. Otros se acordaban de lo que se decía a propósito de Hairudine, quien, antaño, decapitaba a la gente en aquella misma kapia.

Habían imaginado la situación desde todos los puntos de vista; sin embargo, no habían llegado a pensar que se desarrollaría de aquel modo, con semejante oficial de escaso relieve, pero tajante e irascible, para el cual la guerra era la razón de vivir, que no pensaba en sí mismo ni tenía en cuenta a los demás, que sólo veía a las gentes y los países que lo rodeaban, como un objeto o como un medio de guerra y de combate, y que se conducía como si combatiese por su propia cuenta.

Se quedaron perplejos, mirándose unos a otros. Cada una de sus miradas parecía una muda interrogación: "¿Estamos todavía vivos? ¿Ha pasado realmente lo peor? ¿Qué es lo que nos espera? ¿Qué vamos a hacer?"

El jefe de policía y el pope fueron los primeros en recobrarse. Llegaron a la conclusión de que su tarea corno "representantes de la fe" había sido cumplida y que ya no les quedaba más que regresar a sus casas y persuadir a las gentes para que no tuviesen miedo y no huyesen y para advertirles que vigilasen sus actos. Los demás con el rostro exangüe y la cabeza vacía, aceptaron la conclusión, de igual modo que hubieran aceptado cualquier otra, ya que no estaban en situación de adoptar ninguna iniciativa.

El jefe de policía, a quien nada ni nadie podían arrancar de su tranquilidad, se marchó a su trabajo. El guardián quitó la larga alfombra multicolor cuyo destino no era precisamente recibir a un comandante. Junto a él, estaba Salko Hedo, insensible y frío como la fatalidad. Los "representantes de la fe", terminada su misión, se separaron, cada uno a su manera. El rabino, con su paso corto y rápido, se encaminó a su casa, deseoso de llegar lo antes posible y de sentir la comodidad, el calor del ambiente familiar en el que vivía con su mujer y su madre. El superior del seminario iba un poco más despacio, sumido profundamente en sus pensamientos. Ahora que todo había pasado con una facilidad inesperada, le parecía que no había motivo para tener miedo y tenía la sensación de que, hasta aquel día, no había temido a nadie. Se preguntaba qué importancia podía tener aquel acontecimiento para su crónica y qué lugar debía concederle: bastarían unas veinte líneas, o quizá quince, o quizá menos todavía. A medida que se acercaba a su morada, iba reduciendo el número de líneas. Por cada una que ahorraba, aumentaba en él la impresión de que todo cuanto le rodeaba perdía importancia, en tanto, que él, el muderis, adquiría más valor y crecía a sus propios ojos.

Mula Ibrahim y el pope Nicolás hicieron juntos el camino hasta el pie del Meïdan. Permanecían callados, sorprendidos y llenos de abatimiento a causa del aspecto y del comportamiento del coronel del ejército imperial. Ambos se sentían impacientes por llegar a sus respectivas casas y reunirse con sus familias. Allí, donde sus caminos se separaban, se detuvieron un momento, silenciosos. Mula Ibrahim parpadeaba y movía los labios como si mascase sin cesar unas palabras que no llegaba a articular. El pope Nicolás había recobrado su sonrisa habitual, la cual tuvo el don de animar a ambos. Fue entonces cuando expresó su opinión personal, que coincidía con la del hodja:

– ¡Sangrienta tarea la de este ejército, Mula Ibrahim!

– Eeees vvvvverdad, sangrienta -tartamudeó Mula Ibrahim, levantando los brazos.

A continuación, el hodja se despidió de su amigo con un movimiento de cabeza y una mueca.

Y el pope Nicolás, con andar pesado, alcanzó su casa, situada enfrente de la iglesia. Su mujer lo recibió sin preguntarle nada. Se apresuró a quitarle las botas y la sotana, así como la capucha que servía de corona a su gruesa trenza de pelo gris y rojo. Estaba empapado de sudor. Se sentó en el pequeño diván. Sobre el marco de madera de éste, había un vaso de agua con un terrón de azúcar. Tras haberse refrescado, encendió un cigarro y, presa del cansancio cerró los ojos. Pero, ante su mirada interior, surgía continuamente el coronel nervioso, resplandeciente como el rayo que nos deslumbra y llena nuestro campo visual, hasta el extremo de que sólo él es visto, sin que, sin embargo, pueda distinguirse su imagen. El pope, con un suspiro, arrojó lejos el humo diciéndose despacio:

"¡Qué tipo!… ¡Qué hijo de puta!"

Al acorde de una melodía nueva, llegaban de la ciudad los redobles del tambor y el canto de las trompetas del destacamento de cazadores.