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Chemsibeg se limitaba a mirarlos y, la mayor parte de las veces callaba. Su rostro estaba sombrío, y no porque el sol lo hubiese bronceado, sino por lo que pasaba por su fuero interno. Su mirada era dura, pero ausente y perdida, sus ojos, turbios con las negras pupilas rodeadas de manchas blanquecinas y grises, como las de una águila vieja. Su boca grande, sin labios aparentes, fuertemente apretada, se movía lentamente como si pesase una palabra, siempre idéntica, que nunca llegaba a pronunciar.

Y, no obstante, la gente salía de su casa con un sentimiento de alivio, ni consolados ni tranquilos, pero tocados y exaltados por un ejemplo de intransigencia dura y desesperada.

Y cuando, al viernes siguiente, Chemsibeg acudía al barrio del comercio, lo esperaba un nuevo cambio operado en los hombres o en los edificios, y que el viernes anterior no existía. Para no verse obligado a contemplarlo, bajaba la vista, y allí, en el barro seco de la calle, observaba las huellas de los cascos de los caballos y veía que al lado de las herraduras redondeadas y llenas de los caballos turcos, abundaban las herraduras curvas, con puntas aceradas en los extremos, de los caballos alemanes. Incluso en el barro, su mirada leía la misma condena despiadada que se revelaba en todos los rostros y en todas las cosas que lo rodeaban; la condena del tiempo que no puede ser detenida.

Al darse cuenta de que ya no podía posar sus ojos en ningún sitio, Chemsibeg dejó por completo de bajar a la ciudad. Se refugió enteramente en Tsrntcha, limitándose a ser un jefe de familia taciturno y, al mismo tiempo, severo e implacable, duro para todos y más duro aún para sí mismo. Los turcos más ancianos y más prestigiosos de la ciudad continuaban visitándolo como a una reliquia viva. (Entre ellos, particularmente, Alí-Hodja Mutevelitch.) Y durante el tercer año de ocupación, Chemsibeg murió sin haber estado enfermo. Se derrumbó no habiendo pronunciado nunca aquella palabra amarga que había rondado sus labios de anciano, y sin haber vuelto a poner los pies en el barrio del comercio donde todo iba adquiriendo una nueva orientación.

Es verdad que la ciudad se metamorfoseaba bruscamente: los extranjeros abatían los árboles, plantaban otros nuevos en distintos lugares, reparaban los caminos, trazaban otros, abrían canales, construían edificios públicos. Desde los primeros momentos, echaron abajo las tiendas del mercado que no estaban alineadas y que, realmente, no habían molestado nunca a nadie. En lugar de las viejas tiendas de postigos de madera, elevaron otras nuevas, bien asentadas, de tejados de teja o chapa y con las puertas guarnecidas de cierres metálicos. (Víctima de aquellas medidas, la tienda de Alí-Hodja debía también haber sido derribada, pero el hodja resistió con decisión, pleiteó y acudió a todos los medios imaginables, hasta que consiguió que su tienda siguiese en el mismo lugar en que se encontraba.) Se amplió y se niveló la plaza del mercado. Fue levantado un nuevo konak, gran construcción en la que tenía que instalarse el tribunal y la administración del distrito. En cuanto al ejército, trabajaba por su cuenta aún más aprisa y con menos miramientos que las autoridades civiles. Se montaban barracas, se roturaba con profundidad, se plantaba, se cambiaba totalmente el aspecto de colinas enteras.

Los viejos ciudadanos no lograban entender y no paraban de manifestar su extrañeza. Y justamente cuando pensaban que aquel ardor incomprensible tocaba a su fin, los extranjeros emprendían un nuevo trabajo más inexplicable todavía. Y los habitantes se detenían para examinar aquellas tareas, pero, no como los niños que gustan de contemplar las obras de las personas mayores, sino, al contrario, como las personas mayores que se paran un instante para echar una mirada a las diversiones de los niños.

Pero aquella necesidad permanente que sentían los extranjeros de hacer y deshacer, de abrir y de edificar, de establecer y de modificar, aquel perpetuo deseo de prever la acción de las fuerzas de la naturaleza, de escapar de ellas o de evitarlas, aquello, nadie lo comprendía ni sabía apreciarlo. Muy por el contrario, todos los habitantes, en particular los de edad avanzada, lo consideraban como un fenómeno malsano y veían en ello un signo de mal augurio. La ciudad, según ellos, conservaría siempre la apariencia de las pequeñas urbes orientales: lo que estuviese gastado se repararía, lo que se hundiese sería apuntalado; pero aparte de esto, nadie, sin necesidad y, mucho menos, trazando planes y proyectos, emprendería trabajos ni tocaría los cimientos de los edificios, variando el aspecto que Dios había dado a la ciudad.

Mas los extranjeros llevaban a buen fin, uno tras otro, sus trabajos, con celeridad y consecuencia, según sus planes desconocidos y cuidadosamente estudiados, ante la sorpresa cada vez mayor de la gente de la ciudad.

Así, de manera completamente inesperada, le tocó el turno a aquel parador abandonado y decrépito que todavía formaba un todo, como tres siglos antes, con el puente. A decir verdad, lo que se llamaba la hostería de piedra no pasaba de ser desde hacia mucho tiempo un montón de ruinas. Las puertas estaban podridas, las rejas de piedra festoneada, situadas en las ventanas, estaban rotas, el techo se había venido abajo, en el interior de la construcción había crecido una gran acacia y un montón de arbustos y de malas hierbas, pero los muros exteriores seguían estando íntegros y erguían su rectángulo de piedra blanca, regular y armoniosa. A los ojos de los habitantes de la ciudad, desde su nacimiento hasta su muerte, aquello no se les aparecía como unas ruinas triviales, sino como el acabado del puente, como parte integrante de la ciudad, con el mismo derecho que su casa natal, y nunca nadie llegó a imaginar, ni siquiera en sueños, que se llegara a tocar la vieja hostería y que se cambiase algo que el tiempo y la naturaleza no habían cambiado. Pero un buen día, le llegó su vez. Primeramente, unos ingenieros tomaron con detalle medidas alrededor de las ruinas, después, llegaron los obreros y los peones, que comenzaron a quitar, una tras otra, las piedras y a espantar y a arrojar a los pájaros de todas clases y a los animaluchos que habían anidado allí.

Rápidamente, el terraplén situado por encima de la plaza del mercado, junto al puente, quedó vacío, y el único signo que pudo observarse de la hostería fue un montón de piedras cuidadosamente apiladas.

Poco después de un año, en lugar del parador de piedra, se irguió un cuartel de un piso, alto y macizo, pintado de azul pálido, cubierto de chapa gris y flanqueado de aspilleras.

Sobre el terraplén ampliado, los soldados hacían ejercicio durante todo el día y, como mártires, desplegaban sus miembros o caían de cabeza en el polvo, los pobres desgraciados, a las órdenes tronantes de los cabos. Y de noche, a través de las numerosas ventanas de aquel feo edificio, podía oírse los acentos de unas canciones guerreras incomprensibles que eran acompañadas por los acordes de una armónica. Aquello duraba hasta que el sonido penetrante de la trompeta se dejaba oír, con su aire triste que hacía aullar a todos los perros de la ciudad, cesando inmediatamente todos los ruidos y apagándose las últimas luces de las ventanas. Así desapareció la hermosa fundación pía del visir, y así comenzó su vida sobre el terraplén, junto al puente y en completo desacuerdo con cuanto lo rodeaba, el cuartel al que las gentes, fieles a sus costumbres, seguía llamando la hostería de piedra. El puente quedó completamente aislado.

Verdaderamente, fue sobre el puente donde sucedieron los hechos que llevaron las costumbres inalterables de las gentes del lugar a chocar con las novedades que los extranjeros y su régimen habían introducido. Y resultó que todo lo que era viejo, todo lo que pertenecía al país, se vio regularmente condenado a un retroceso y a una adaptación.

La vida sobre el puente, en la medida en que dependía de nuestras gentes, continuó discurriendo sin variación. Se observó únicamente que los servios y los judíos acudían cada vez con mayor libertad a la kapia, aumentando progresivamente su número. Se los veía a cualquier hora del día, sin tener en cuenta, como antaño, a los turcos ni sus costumbres ni sus privilegios.

Se sentaban en aquel lugar algunos activos hombres de negocios que iban al encuentro de los campesinos y que compraban lana, aves y huevos; cerca de ellos, podía verse a los paseantes, gente ociosa que, siguiendo el curso del sol, se desplazaba de un extremo a otro de la ciudad. Al atardecer, los otros ciudadanos, hombres de negocios y de trabajo, iban allí también para hablar un poco, o para contemplar en silencio el gran río bordeado de sauces enanos y de bancos de arena.

La noche pertenecía a la juventud y a los borrachos.

La vida nocturna, por lo menos en los primeros momentos, se vio sometida a unos cambios que engendraron desacuerdos. Las nuevas autoridades instalaron un alumbrado permanente en la ciudad. Durante los primeros años, en las calles principales y en las encrucijadas, fueron colgadas, a unos postes verdes, linternas en las que ardían lámparas de petróleo. (El gran Ferkhat estaba encargado de limpiarlas, de llenarlas y de encenderlas; era un pobre tunante cuya casa estaba llena de crios y que hasta entonces había sido criado de la administración, encargándose de tirar los petardos durante el ramadán y desempeñando tareas de ese género, sin salario fijo.)

El puente fue iluminado de esa forma en varios puntos y también en la kapia. El poste que sostenía la linterna estaba clavado a una viga de roble, perteneciente a la pared del antiguo reducto.

La linterna de la kapia tuvo que mantener una lucha contra las costumbres de los guasones, de aquellos a quienes gustaba acudir allí para cantar en la oscuridad, para fumar o para discutir, y también se enfrentó con los instintos de vandalismo de los muchachos en quienes se mezclaban y chocaban la melancolía amorosa, la soledad y el aguardiente. Aquella luz parpadeante los irritaba, y muchas veces, linterna y lámpara saltaron hechas pedazos. Fue aquella linterna causa de muchas multas y condenas.

Hubo incluso un momento en que un agente de policía fue encargado de vigilar. Los visitantes nocturnos de la kapia tuvieron entonces un testigo vivo todavía más desagradable que la linterna. Pero el tiempo ejerció su influencia y las nuevas generaciones se acostumbraron progresivamente y se acomodaron hasta el punto de dar libre curso a sus sentimientos nocturnos bajo la débil luz de la linterna municipal y de no acribillarla de piedras ni de golpearla con palos o con lo que caía en sus manos. Aquella adaptación fue tanto más fácil cuanto que, durante las noches de plenilunio, en el momento en que la kapia se veía especialmente frecuentada, no se encendían por regla general las linternas.