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– Y, ¿por qué escogiste precisamente el momento en qufe este soldado estaba de guardia?

– Porque me pareció el más débil.

– ¿Fue por eso?

– Sí.

Ante la insistencia del brigada, la muchacha prosiguió. Cuando todo estuvo preparado, lakov se envolvió en su velo, y ella lo condujo con las primeras sombras, como si fuese su abuela, pasando junto a los dos hombres, que no se dieron cuenta de nada, ya que el joven, Feduna, miraba a la muchacha y no a la anciana, mientras que su compañero permanecía sentado en el sofá y parecía dormir.

Cuando llegaron al mercado, no fueron directamente por el centro de la ciudad; precavidos, tomaron las callejuelas laterales. Eso fue lo que les traicionó. Se perdieron en aquella ciudad que no conocían y, en lugar de ir a parar al puente del Rzav y de alcanzar el camino que conduce desde la ciudad a la frontera, se encontraron ante un café turco del que salían algunos hombres.

Entre ellos se encontraba un guardia turco, originario de la ciudad. Le parecieron sospechosas aquella anciana velada y la joven que iba con ella, a las que nunca había visto hasta entonces; decidió seguirlas. Fue tras ellas hasta el Rzav. Allí, se acercó y preguntó quiénes eran y a dónde iban. lakov, que a través del velo que le cubría la cara seguía atentamente los movimientos del guardia, consideró llegado el momento de huir. Arrojó el velo y empujó a lelenka contra el guardia, con tanta fuerza, que ambos perdieron el equilibrio ("porque es menudo y bajito, pero fuerte como la tierra, y no tiene el corazón como los demás hombres"). Ella, según confesó tranquilamente y con precisión, se agarró a las piernas del guardia. Mientras que éste se desembarazaba de ella, lakov ya había logrado atravesar el Rzav como si fuese un charco, aunque el agua le llegase por encima de las rodillas, desapareciendo en la otra orilla, entre los sauces. En cuanto a la muchacha, fue llevada al cuartel general, donde le pegaron y la amenazaron; pero no tenía nada que decir, y si lo tenía, no quería hablar.

El brigada se esforzó en vano, por medio de preguntas indirectas, de halagos y de amenazas, de sacar algo más de la muchacha para conocer a los cómplices y a los comparsas, así como las futuras intenciones de lakov. Ninguna de aquellas maniobras ejercieron sobre ella influencia alguna. Hablaba demasiado sobre los extremos que le interesaban, pero sobre aquellos de los cuales no quería decir nada era imposible conseguir que pronunciase una sola palabra, a despecho de toda la insistencia de Drajenovitch.

– Vale más que nos digas todo lo que sepas, antes de que interroguemos y de que torturemos a lakov, a quien, seguramente, ya habrán cogido a estas horas.

– ¿Que le han cogido? ¿A él? ¡Bah!

La muchacha miró al brigada con piedad, como a un hombre que no sabe lo que se dice, y alzó el labio superior en una mueca de desprecio. El movimiento de aquel labio, que parecía una sanguijuela contrayéndose, expresaba generalmente sus sentimientos de cólera, de desprecio o de insolencia, cuando estos sentimientos se hacían más fuertes que las palabras que ella empleaba.

Aquel movimiento convulsivo daba, por un instante, una expresión difícil y desagradable a su rostro, que normalmente era bello y regular. Y con un gesto completamente infantil y encantador que contrastaba con su mueca, echó una mirada por la ventana, como un labrador que contempla un campo cultivado para comprobar la influencia del tiempo sobre las semillas.

– ¡Que Dios sea con vosotros! Ya se ha hecho de día. Desde ayer por la tarde hasta ahora, él habrá podido recorrer toda Bosnia; ¡cómo no iba a conseguir cruzar la frontera que no está más que a dos horas de aquí! Yo sé lo que me digo. Podéis pegarme y matarme; para eso fui con él; pero a lakov no volveréis a verlo. ¡Ni penséis en ello! ¡Bah!

Y su labio superior se contrajo y se alzó en su comisura derecha y su cara se afeó, se hizo de pronto más vieja, más arrogante. Y cuando el labio volvió a su posición normal, el rostro recobró su encanto infantil, su gracia atrevida e inconsciente.

No sabiendo qué hacer, Drajenovitch miró al mayor, que le hizo una seña para que se llevase a la muchacha. Y comenzó de nuevo el interrogatorio de Feduna. Ya no podía ser ni largo ni difícil. El joven confesó todo y no supo decir nada en su defensa, ni siquiera lo que Drajenovitch le sugería intencionadamente a través de sus preguntas. Tampoco las palabras del mayor, que expresaban una condena sin recursos, despiadada, grave, pero de las cuales, sin embargo, surgía un dolor contenido a causa de aquella misma gravedad, lograron sacar al muchacho de su torpeza:

– Lo consideraba -le dijo Krtchmar en alemán- como un hombre serio, consciente de sus deberes y de su meta en la vida, y pensaba que, algún día, llegaría a ser un soldado completo, orgullo de nuestro destacamento. Y se ha enamorado usted locamente, se ha enamorado hasta perder la vista, de la primera mujerzuela que pasó ante sus narices. Se ha conducido como un ser sin voluntad, como un hombre al que no se puede confiar un asunto serio. He de ponerlo en manos de un tribunal. Pero sea cual sea su sentencia, el mayor castigo para usted será el no haberse mostrado digno de la confianza que se le otorgó y el no haber sabido en el momento preciso mantenerse en su puesto como hombre y como soldado. Ahora, ¡retírese!

Ni siquiera aquel discurso grave, despegado y brusco, podía llevar nada nuevo a la conciencia del muchacho. Todo aquello estaba ya en él. La aparición y las palabras de la amante del haiduk, el comportamiento de Stevan y todo el curso de la breve encuesta, le mostraron de pronto, con toda claridad, el peligro de su juego en la kapia; aquel juego frivolo, ingenuo e imperdonable. Lo que había dicho el mayor no era más que un sello oficial sobre todo aquello; tenía más necesidad de hablar el oficial -para satisfacer ciertas exigencias no escritas, pero eternas, de la ley, y del orden- que el propio Feduna. El muchacho, como ante un espectáculo de una grandeza inaudita, se encontraba en presencia de un descubrimiento cuyas dimensiones no podía abarcar: lo que pueden significar unos instantes de olvido en una mala hora y en un puesto peligroso.

Si sólo hubiesen sido vividos en la kapia, si hubiesen quedado en el incógnito, aquellos instantes no habrían tenido ninguna importancia; no habrían pasado de ser una de esas aventuras de muchacho que se cuentan entre amigos durante las patrullas aburridas de la noche. Pero valorados sobre el fondo de las responsabilidades concretas, esos instantes tienen un valor decisivo. Significan algo más que la muerte: son el final de todo, un final detestado e indigno. Ya no existe una explicación completa y justa ni ante uno mismo ni ante los demás. Ya no volverán las cartas de Kolomeia, ni las fotografías de la familia, ni pondrá más los giros postales que con tanto orgullo mandaba a casa. Es el final de un hombre que se ha equivocado y que ha permitido que lo engañasen.

Por eso no pudo encontrar palabras con que responder al mayor.

La vigilancia que ejercían sobre Feduna no era excesivamente severa. Le dieron el desayuno y se lo tomó sin enterarse; después, le ordenaron que preparase sus cosas y que entregase las armas y los objetos de servicio. A las diez de la mañana, en el coche del correo, debería emprender el camino de Sarajevo, donde sería puesto a disposición del tribunal de la guarnición.

Mientras que el muchacho iba quitando sus trastos de la estancia colocada encima de la cama, los pocos compañeros que se encontraban todavía en el dormitorio se marcharon de puntillas, cerrando la puerta tras ellos con precaución y sin ruido. Alrededor de él empezó a crecer ese círculo de soledad y de pesado silencio que se crea siempre en torno a un hombre que es víctima de la desgracia, como en torno de un animal enfermo.

Lo primero que hizo fue descolgar la tablilla negra sobre la que estaban escritos al óleo y en alemán su apellido, su grado, los números de su destacamento y de su unidad; la puso sobre las rodillas, con la parte escrita vuelta hacia el suelo. En el revés negro de la tablilla escribió rápidamente, en caracteres menudos, con un trozo de tiza: "Ruego que sea enviado todo lo que me pertenece a mi padre, que vive en Kolomeia. Saludo a mis compañeros y pido perdón a mis jefes. – G. FEDUNA."

Después, echó aún una mirada por la ventana y abarcó con la vista todo lo que puede ser observado del mundo en un instante y desde un punto de vista tan limitado. Descolgó a continuación su fusil, lo cargó con un pesado cartucho, pegajoso de grasa. Se descalzó y, con una navaja, hizo un agujero en el calcetín por el sitio del dedo gordo del pie derecho, se tumbó en la cama, mantuvo sujeto el fusil con las manos y las rodillas de modo que el extremo del cañón se apoyaba profundamente bajo su barbilla, colocó la pierna haciendo que el agujero del calcetín quedase enganchado al gatillo y disparó. Todo el cuartel retumbó con aquella detonación.

Todo se hace fácil y sencillo después de una gran decisión. Llegó el médico. Fue certificada oficialmente la defunción. Se unió la copia de un atestado a los documentos sobre el interrogatorio de Feduna.

Entonces se planteó la cuestión del entierro. Drajenovitch recibió orden de ir a ver al pope Nicolás y de discutir con él el asunto. ¿Podía enterrarse a Feduna en el cementerio, aunque se hubiese suicidado? ¿Consentía el pope Nicolás en dar la absolución a un difunto de confesión uniata?

Durante el año anterior, el pope Nicolás había empezado a envejecer bruscamente, sintiendo que sus piernas perdían fuerzas; por eso tomó como adjunto a la gran parroquia al pope loso. Este último era un hombre silencioso, pero agitado, flaco y negro como un tizón apagado. En aquellos meses, se había hecho cargo de casi todos los asuntos eclesiásticos y de las ceremonias religiosas de la ciudad y los pueblos, en tanto que el pope Nicolás, que apenas podía andar, se limitaba a hacer lo que estaba a su alcance sin salir de la casa, o acudía a la iglesia que se hallaba muy cerca.

Por orden del mayor, Drajenovitch fue a casa del pope Nicolás. El venerable anciano lo recibió, echado en su cama; junto a él, se encontraba el pope Ioso. Cuando Drajenovitch le hubo expuesto las circunstancias de la muerte de Feduna y la cuestión de la sepultura que había de dársele, los popes se quedaron un momento en silencio. Viendo que Nicolás no hablaba, lo hizo loso, con una voz vaga y temerosa: se trataba, dijo, de algo excepcional, insólito: tropezaban con obstáculos, tanto dentro de los reglamentos eclesiásticos como de los usos consagrados. Tan sólo si se demostrase que el suicida no se encontraba en posesión de sus facultades en el momento en que se había dado muerte, podría hacerse algo.