Fue en este preciso momento cuando la policía inglesa irrumpió en el gran salón de la Villa Azul, pero ya se ha descrito detalladamente este episodio: el silbato estridente y breve que para en seco a la orquesta y el guirigay de las conversaciones, los tacones claveteados de los dos soldados en short y camisa de manga corta que resuenan en las losas de mármol, en medio de la calma súbita, las parejas que se quedan paralizadas en mitad de una figura, el hombre con una mano tendida hacia adelante, en dirección a su compañera, medio vuelta aún, o ambos cara a cara, pero mirando a un lado diferente, uno a la derecha y el otro a la izquierda, como si en el mismo instante les hubieran llamado la atención unos hechos diametralmente opuestos, otras parejas, por el contrario, se quedan con la mirada mutuamente fija en sus zapatos, o con los cuerpos pegados uno a otro en un abrazo inmóvil, y después del registro minucioso de todos los invitados, la interminable anotación de sus nombres, señas, profesión, fecha de nacimiento, etc., hasta la frase final pronunciada por el teniente, que sigue a las palabras «… crimen necesario y no gratuito» y que concluye: «Nadie más podía tener interés en su desaparición.»

– Tomará una copa de champán -dice entonces Lady Ava en su tono más tranquilo.

A pocos metros detrás de ella, de pie junto al marco de una puerta, semejante a una criada con mucha clase que está pronta a responder a la primera llamada, cuerpo rígido y semblante de cera petrificado en esa especie de sonrisa impasible propia del Extremo Oriente, que en realidad no es una sonrisa, una de las jóvenes eurasiáticas (creo que es la que no se llama Kim) mira sin pestañear hacia su señora. Parece ignorar el incidente, y permanece, como de costumbre, atenta y ausente, acaso llena de ideas sombrías tras su mirada directa y franca, presente al menor signo, eficiente, impersonal, transparente, quizá perdida todo el día en sueños espléndidos y sangrientos. Pero, cuando mira algo o a alguien, se coloca siempre de frente y con los ojos bien abiertos; y, cuando anda, no vuelve la cabeza a derecha ni a izquierda, hacia el decorado con ornamentos barrocos que la rodea, hacia los invitados con quienes se cruza, aun conociendo a la mayor parte de ellos desde hace varios años, o varios meses, hacia los rostros de los transeúntes anónimos, hacia los pequeños comercios con sus abigarradas mesas de fruta o pescado, hacia los caracteres chinos de los anuncios y rótulos cuyo significado ella al menos debe de conocer. Y, cuando, al final de su trayecto, llega a la casa de la cita, ante aquella estrecha y empinada escalera sin pasamano que arranca justo a ras de la fachada, para hundirse directamente hacia unas profundidades sin luz, y que se parece a todas las otras entradas de la larga calle rectilínea, la criada da un brusco cuarto de vuelta a la izquierda y sube sin vacilación los peldaños incómodos, sin dejar adivinar siquiera la molestia causada por la falda ceñida de su traje; con pocos pasos ha desaparecido en la oscuridad total.

Sube hasta el segundo piso sin ver nada, o hasta el tercero. Llama a una puerta, tres golpes discretos, y entra enseguida sin aguardar respuesta. No es el intermediario quien está hoy aquí para recibida, sino el hombre de quien sólo conoce el apodo: «el viejo» (aunque seguramente no tiene más de sesenta años), y que se llama Edouard Manneret. Está solo. Da la espalda a la puerta por la que la muchacha acaba de entrar en el cuarto y que ha cerrado luego, quedándose apoyada en la hoja de madera. El viejo está sentado en su sillón, delante de su mesa de trabajo. Escribe. No presta la menor atención a la muchacha, cuya llegada no parece siquiera haber advertido, aunque ella no ha tomado ninguna precaución particular para no hacer ruido; pero su modo de andar es silencioso de por sí y cabe la posibilidad de que el hombre no haya oído realmente que alguien entraba. Sin intentar hacer nada que le indique su presencia, la muchacha aguarda a que se decida a mirar hacia ella, lo cual tarda seguramente bastante rato en producirse.

Pero después (¿inmediatamente después o un poco más tarde?) la criada está frente a él, ambos de pie en un rincón oscuro de la estancia, inmóviles y callados; y es ella la que está colocada de espaldas a la pared, como si hubiera retrocedido hasta allí lentamente, por desconfianza o por miedo al viejo que, a dos pasos de ella, la domina muy por encima de su cabeza. Y ahora la muchacha se inclina sobre la mesa de despacho de la que él no se ha movido aún; ha puesto una mano en el revestimiento de piel verde cuya superficie desgastada desaparece casi por completo bajo un montón de papeles desordenados, y con la otra mano -la derecha- se apoya en el perfil de cobre que protege el contorno de la mesa de caoba; delante de ella, el hombre, que sigue sentado en su sillón, ni siquiera ha levantado la vista hacia su visitante; mira los dedos finos con las uñas esmaltadas de rojo que se apoyan por su extremo en una página manuscrita, de formato comercial, llena sólo en sus tres cuartas partes de una letra muy pequeña, regular y apretada, sin ninguna tachadura; la palabra que parece señalar el índice de la criada es el verbo «representa» (tercera persona del singular del presente de indicativo); unas líneas más abajo ha quedado interrumpida la última frase: «contaría, a su regreso de un viaje…» No ha encontrado la palabra que iba después.

La tercera imagen lo muestra otra vez de pie; pero ahora Kim está medio tendida cerca de él en el borde de un diván con la ropa revuelta. (¿Se veía ya antes el diván en este cuarto?) La muchacha va vestida con el mismo traje ceñido, abierto lateralmente según la moda china, cuya delgada seda blanca, sin duda en contacto directo con la piel, forma en la cintura una multitud de diminutos pliegues dispuestos en abanico, producidos por la torsión muy marcada que afecta al cuerpo largo y flexible. Un pie se apoya en el suelo con la punta del zapato de tiras; el otro, descalzo pero enfundado aún en su media transparente, descansa en el borde extremo del colchón, mientras la pierna, doblada en la rodilla, se libera, en la medida de lo posible, de la estrechez de la falda por la abertura lateral; el muslo opuesto (o sea el izquierdo) se aplica en toda su longitud por su cara externa, hasta la cadera, a las mantas deshechas, mientras el busto se yergue sobre un codo (el codo izquierdo) volviéndose hacia el lado derecho. La mano derecha, abierta, se extiende sobre la cama, con la palma ofrecida y los dedos apenas curvados. La cabeza está un poco inclinada hacia atrás, pero la cara ha conservado su faz de cera, su sonrisa petrificada, sus ojos enteramente abiertos, su total ausencia de expresión. Manneret, por el contrario, presenta los rasgos tensos de quien observa con atención febril el desarrollo de un experimento, o de un crimen. Está tan inmóvil como su compañera, cuyo semblante indescifrable escruta, como si esperara que por fin se produjese en él algún signo esperado, o temido, o imprevisible. Una de sus manos avanza, en un ademán contenido, quizá pronta a intervenir. Con la otra sostiene una copa de cristal muy fino, cuya forma recuerda la de una copa de champán, pero más pequeña. Queda un resto de líquido incoloro en su fondo.

En un postrer cuadro, se ve a Edouard Manneret yaciendo en el suelo, con su traje de calle de tono oscuro, que no acusa ningún desorden, entre el diván impecablemente arreglado y la mesa de trabajo en la que la página comenzada sigue inconclusa. Está echado boca arriba cuan largo es, con los brazos tendidos a cada lado del cuerpo, del que se apartan ligeramente, de modo simétrico. En todo el cuarto, a su alrededor, no se advierte rastro alguno de efracción, lucha o accidente. La ausencia de toda acción se prolonga así durante un tiempo considerable, hasta el momento en que el reloj forrado de piel que se halla en el escritorio deja oír, en medio del silencio, el timbre regular del despertador; los espectadores, que reconocen este final, empiezan entonces a aplaudir, y se levantan de sus butacas, unos tras otros, para dirigirse aislados o en pequeños grupos hacia la salida, hacia la escalera acolchada con una gruesa moqueta roja, hacia el gran salón donde los aguardan los refrescos. Lady Ava, sonriente y relajada, está rodeada de mucha gente, como es normal: todo el mundo quiere manifestar su agradecimiento, acompañado de comentarios elogiosos, a la señora de la casa antes de despedirse. Cuando me ve, viene hacia mí con su más abierto y anodino semblante, como si hubiera perdido todo recuerdo de las palabras graves que ha pronunciado hace un instante, así como de los acontecimientos que motivaban su inquietud, diciéndome con su voz mundana y tranquila: «Venga a tomar una copa de champán.» Sonrío a mi vez y le contesto que me disponía precisamente a hacerla, y, antes de trasladarme al buffet, la felicito por el éxito de su velada.

De modo que aquí es donde se sitúa, una vez más, el diálogo entre el hombre gordo y colorado y su interlocutor de estatura alta y smoking muy oscuro que inclina un poco la cabeza para escuchar las historias que el otro le cuenta alzando hacia él su faz congestionada, sin fijarse en la bandeja de plata que le presenta el camarero de chaqueta blanca. No obstante, el hombre gordo tiende la mano en esa dirección, pero parece haber olvidado por completo el motivo de su gesto y hasta su misma mano, que sigue allí, en el vacío, a veinte centímetros aproximadamente de la copa llena hasta el borde, que también el camarero ha dejado de vigilar para mirar hacia otra parte, y que se inclina peligrosamente.

A la larga, la mano del hombre gordo se ha cerrado un poco sobre sí misma, permaneciendo sólo el índice extendido y el medio parcialmente doblado. En este dedo, grueso y corto como los demás, lleva una voluminosa sortija china cuya piedra dura, labrada con arte y minucia, representa a una joven medio tendida en el borde de un sofá, con uno de sus pies descalzos apoyado aún en el suelo, el busto recostado en un codo y la cabeza inclinada hacia atrás. El cuerpo flexible que se retuerce por influjo de no se sabe qué éxtasis, o qué dolor, comunica a la fina seda negra del traje ceñido varias series de pequeños pliegues divergentes: en la parte alta de los muslos, en la cintura, en los pechos, en las axilas. Es un vestido tradicional, estrecho y severo, con mangas largas ceñidas en las muñecas y un corto cuello recto que aprisiona el suyo; pero en vez de estar abierto sólo hasta encima de la rodilla, lo está hasta la cadera. (Seguramente va provisto lateralmente de una invisible cremallera que sube hasta debajo del brazo, e incluso quizá vuelve a bajar por la cara interna de éste hasta la mano.) La mano derecha, que descansa sobre la cama desecha, con la palma hacia arriba, retiene aún bajo el pulgar una pequeña jeringuilla de vidrio provista de su aguja. Una última gota de líquido se ha escurrido por su punta hueca y tallada en bisel, dejando en la sábana una mancha redonda del tamaño de un dólar de Hong Kong.