Subo las gradas de la escalinata al mismo tiempo que un grupo de tres personas que llegan de la verja de entrada del jardín, una mujer y dos hombres, uno de los cuales no es otro que ese Johnson a quien creí haber visto meditando aislado en un banco de piedra. De modo que no era él. Pensándolo bien, sólo podría tratarse del prometido de Lauren rumiando su fracaso, intentando reorganizar los diferentes elementos de su existencia, reducida ahora a polvo, modificar tal vez algún dato con objeto de llegar a un desenlace distinto, menos desfavorable, y hasta volver a examinar los puntos considerados antes más positivos, más sólidos, bajo la nueva luz de su repentina derrota, que proyecta también sobre ellos la duda y el descrédito. En el gran salón, Lady Ava está solícitamente rodeada, como es natural, por los invitados que, nada más llegar, se dirigen primero hacia ella para saludarla, como hago yo mismo. Nuestra anfitriona se muestra sonriente y relajada, pronunciando para cada uno una frase de bienvenida que lo ilusiona o lo encanta. Sin embargo, tan pronto como me ve, los deja a todos bruscamente, viene hacia mí apartando aquellos cuerpos importunos de los que ya ni siquiera distingue las caras, y me arrastra lejos de la multitud junto al vano de una ventana. Su semblante ha cambiado: duro, hermético, lejano. Todavía no me da tiempo a aventurar una palabra: «Lo que tengo que comunicarle es grave -dice-: Edouard Manneret ha muerto.»

Lo sé, por supuesto, pero no lo dejo translucir. Compongo mi actitud y mi fisonomía a imitación de las suyas y le pregunto brevemente cómo ha ocurrido la cosa. Habla deprisa, con una voz sin timbre que no le había oído nunca y en la que asoma la turbación y tal vez hasta la ansiedad. No, no ha podido aún saber nada sobre las circunstancias del drama: la acaba de telefonear un amigo que ignoraba igualmente dónde, cuándo y de qué modo había ocurrido aquello. Por lo demás, Lady Ava no puede prolongar más esta conversación, reclamada por todas partes por sus invitados. Se vuelve con movimiento vivo hacia una pareja de recién llegados y, relajada, sonriente, perfectamente dueña de sus facciones, los acoge con una frase cálida de bienvenida: «¡Han venido ustedes, queridos amigos! No estaba segura de que Georges pudiera regresar a tiempo…, etc.» Probablemente hay más personas, entre esta concurrencia alegre y despreocupada, que conocen también la noticia, incluso algunas para las cuales ningún detalle del asunto es un secreto. Pero éstas, como las demás, hablan en grupitos de cosas anodinas: de sus gatos o sus perros, sus criadas, sus hallazgos en las tiendas de antigüedades, sus viajes o los últimos chismorreas sobre los amores episódicos de los ausentes, o las llegadas y las salidas producidas en la colonia.

Los corros se forman y se disuelven al azar de los encuentros. Cuando vuelvo a hallarme en presencia de la señora de la casa, me dirige una sonrisa amistosa y natural para preguntarme si tengo algo que beber: «No, todavía no, pero voy a ocuparme de ello», le digo en tono satisfecho, sin segundas intenciones, y me acerco al buffet del gran salón. Esta noche, los que sirven las bebidas son camareros de chaqueta blanca, y no las jóvenes criadas eurasiáticas, como ocurre en las reuniones más íntimas. El mantel blanco inmaculado que cubre los caballetes, colgando hasta el suelo, está provisto de numerosas bandejas de plata, repletas de sandwiches variados en miniatura y pastelitos. Tres hombres, en animada conversación, beben a pequeños sorbos las copas de champán que acaba de servirles el camarero. Justo en el momento en que llego al alcance de sus voces (hablan bastante bajo), cojo algunas palabras de su diálogo: «… cometer un crimen de ornamentos inútiles, barrocos, y es un crimen necesario, no gratuito. Nadie más que él…» Por un momento me pregunto si estas palabras pueden tener alguna relación con la muerte de Manneret, pero, pensándolo bien, parece del todo improbable.

Por otra parte, el que había pronunciado la frase se ha callado enseguida. Ni siquiera podría precisar con certeza de cuál de los tres hombres se trata, hasta tal punto se parecen en el traje, la estatura, el porte, la expresión. Ninguno de ellos dice nada más. Los tres saborean el champán a pequeños sorbos. Y, cuando reanudan la conversación, es para hacer algunas observaciones sin interés sobre la calidad de los vinos recientemente importados de Francia. Mientras se alejan, pido a mi vez una copa; el champán es en efecto muy seco, burbujeante, pero sin aroma. Otros dos invitados se acercan a beber. Aquí se sitúa la escena del camarero de chaqueta blanca que se agacha para recoger del suelo una ampolla inyectable y la deja a su lado al borde de la mesa.

La orquesta vuelve a tocar. La gente baila de nuevo. Hay muchas parejas que giran cadenciosamente. Hay muchas mujeres guapas, entre las cuales cuento, esta noche, por lo menos cinco o seis que figuran en el grupo de jóvenes protegidas de Lady Ava. Esta se halla precisamente con una chica a quien veo hoy por primera vez, que tiene hermosos cabellos de un rubio dorado, una boca agradable y una carne satinada, ampliamente ofrecida a la mirada por el escote de un vestido que deja los hombros desnudos, así como la espalda y el inicio de los pechos. De pie, cerca de un sofá rojo en el que está sentada su interlocutora de más edad, parece una alumna aplicada que atiende a las recomendaciones de su maestra. Un hombre de estatura alta, con smoking oscuro, se acerca hasta ellas y se inclina ante Lady Ava, que intercambia con él unas palabras lánguidas; después señala con la mano derecha a la joven, haciendo comentarios bastante largos sobre su persona, como lo indican los movimientos del brazo que desplaza a diferentes niveles, mientras el hombre contempla sin decir nada a la interesada, que baja los ojos con modestia. Obedeciendo una señal que acaban de dirigirle, la joven gira sobre sí misma, con un movimiento ágil de danzarina, pero con bastante lentitud para dar tiempo a que la vean por todos los lados; vuelta a su posición inicial, me parece (pero es difícil afirmarlo desde esta distancia) que su rostro se ha sonrojado ligeramente; y, en efecto, ladea un poco la cabeza, con lo que podría ser una expresión de incomodidad o de pudor. Lady Ava ha debido de pedirle en el acto que no sea esquiva, ya que vuelve sin tardanza la cara hacia adelante y hasta sube los párpados, mostrando entonces dos inmensos ojos agrandados por un estudiado maquillaje. Y he aquí que Sir Ralph le tiende la mano; será para invitarla a bailar, porque ahora se dirigen juntos hacia la pista. Cruzo esta parte del salón para acercarme a mi vez al sofá amarillo -o mejor dicho, a franjas amarilelas y rojas, como compruebo de más cerca-. Lady Ava sigue vuelta, de perfil, hacia donde acaba de alejarse la pareja. Tras un momento de espera, y como ella no se decide a interrumpir su vigilancia, pregunto: «¿Quién es?» Pero no me contesta enseguida y deja pasar un momento antes de mirar hacia mí, diciendo por fin, con un imperceptible fruncimiento de los ojos: «Esa es la cuestión.»

Empiezo con precaución: «¿No estará…» Pero callo; mi interlocutora da ahora la impresión de estar pensando en otra cosa y concederme una atención de simple cortesía. Ese fragmento de música que dura ya desde hace rato, o incluso desde el inicio de la velada, es una especie de cantinela con repeticiones cíclicas, en la que se reconocen siempre los mismos pasajes a intervalos regulares. «… en venta?», dice Lady Ava completando mi frase, y, contestando luego, aunque de modo muy evasivo:

– Creo que ya tengo algo para ella -dice.

– Mejor -digo yo-. ¿Interesante?

– Un habitual -dice Lady A va.

Me explica entonces que se trata de un americano llamado Johnson, y finjo enterarme ahora mismo por boca suya (aunque conozco esta historia desde hace tiempo), y no saber siquiera a ciencia cierta quién es el personaje en cuestión. Nuestra anfitriona se toma, pues, la molestia de describírmelo y contarme brevemente el asunto de los campos de adormideras blancas instalados en los límites de los Nuevos Territorios. Después vuelve otra vez la cara hacia la pista de baile, donde no se ven ya ni el hombre ni su pareja. Y añade como para sus adentros: «La chica estaba a punto de casarse con un buen muchacho, que no habría sabido qué hacer con ella.»

– ¿Y qué ha pasado? -pregunto.

– Que lo ha dejado -contesta Lady Ava.

Un poco más tarde, el mismo día, añade: «La verá esta noche en la obra, si asiste a la función. Se llama Lauren.»

Pero entretanto ha tenido lugar el episodio de la copa rota cuyos fragmentos de cristal cubren el suelo, y las parejas que han dejado de bailar y luego se han apartado poco a poco para formar un corro bastante irregular, contemplando sin decir nada, con espanto, con horror, como si fueran objeto de escándalo, los diminutos fragmentos cortantes a los que se adhiere la luz de las arañas con mil reflejos, azules y helados, centelleantes, y la criada eurasiática que cruza el corro sin ver nada, como una sonámbula, haciendo crujir los cristales en medio del silencio bajo las suelas de sus finos zapatos, cuyas tiras de piel dorada sujetan con tres cruces el pie desnudo y el tobillo.

Y las parejas prosiguen, como si nada pasara, las figuras complicadas del baile, ella bastante separada del caballero, que la dirige a distancia, sin necesidad de tocarla, la hace volverse, llevar el compás, mecer las caderas sin moverse, para, luego -volviéndose rápida-, mirar de nuevo hacia él, hacia aquellos ojos negros que la observan con intensidad, o que se pierden más allá, sin detenerse en ella, por encima de la cabellera rubia y los ojos verdes.

Después viene la escena del escaparate de modas, en una elegante tienda de la ciudad europea, en Kowloon. Con todo, no debe situarse inmediatamente aquí, donde resultaría poco comprensible, aun con la presencia de esa misma Kim, que se halla asimismo en el escenario del teatrito, donde la representación, que sigue, llega ahora a los pocos minutos anteriores al asesinato. El actor que hace el papel de Manneret está sentado en su sillón, ante su mesa de trabajo. Escribe. Escribe que la criada eurasiática cruza entonces el corro sin ver nada, haciendo crujir los cristales centelleantes bajo sus finos zapatos, en medio del silencio, con todas las miradas vueltas instantáneamente hacia ella, siguiéndola como fascinadas, mientras se dirige con su paso de sonámbula hacia Lauren y se detiene ante la joven asustada, y se queda mirándola sin indulgencia durante un rato largo, demasiado largo, insoportable, y dice al fin con voz clara, impersonal, que no admite ninguna esperanza de huida: «Venga. La esperan.»

Alrededor, el baile prosigue su curso normal, como si todo eso ocurriera al otro extremo del mundo, llevado siempre por un mismo ritmo lento pero irresistible, demasiado potente para que semejantes dramas, por muy violentos y repentinos que sean, puedan interrumpirlo aunque sólo sea un segundo o tan sólo modificar su compás. Y eso que los accidentes se multiplican por todas partes: una copa de cristal que se rompe contra el suelo, una muchacha que bruscamente se desmaya, una pequeña ampolla de morfina que cae del bolsillo superior de un smoking en el momento en que un invitado sacaba de él su pañuelo de seda para secarse las sienes húmedas, un largo grito de dolor que rasga el rumor mundano del salón, la muda entrada en escena de una de las criadas, uno de los perrazos negros que acaba de morder en la pierna a una joven que bailaba, un pañuelo de seda blanca manchado de sangre, un desconocido que de pronto se planta ante la señora de la casa y le tiende con el brazo alargado un voluminoso sobre de papel pardo que se diría repleto de arena, y Lady Ava que, sin perder la calma, coge el objeto con mano rápida, lo sopesa y lo hace desaparecer, exactamente igual que ha desaparecido al mismo tiempo el mensajero.