– Ralph Johnson es un nombre muy raro para un portugués de Macao… Hay un Ralph Johnson que vive en los Nuevos Territorios, pero es americano… Ha plantado cáñamo índico y adormideras blancas…, pequeñas extensiones… ¿Nunca ha oído hablar de él?

– No, nunca -dice el americano.

– Mejor para usted. Últimamente ha estado mezclado en un asunto feo de trata de menores. Y es un agente comunista… Debería pedir que le pusieran en el pasaporte una foto que se le pareciese más…

Después, cambiando bruscamente de tono, pregunta de sopetón, fijando los ojos en su interlocutor:

– ¿A qué hora ha llegado esta noche a casa de la que usted llama Lady Ava?

Sin hacer hincapié en el hecho de que Lady Bergmann todavía no ha sido designada con este nombre durante todo el diálogo, Johnson, que ha tenido tiempo de prepararse para esta pregunta, empieza enseguida el relato de su velada:

– Llegué a la Villa Azul a eso de las nueve y diez, en taxi. Un parque de vegetación tupida rodea por todas partes la inmensa mansión de estuco, cuya arquitectura recargada, así como la repetición exagerada de motivos ornamentales no funcionales, la yuxtaposición de elementos heteróclitos y su color insólito sorprenden siempre, cuando aparece, a la vuelta de una avenida, enmarcada de palmeras reales. Como tenía la impresión de llegar algo temprano, es decir, de ser uno de los primeros invitados en franquear la puerta, si no el primero, ya que no veía a nadie más, preferí no entrar enseguida y torcí hacia la izquierda para dar unos pasos por aquella parte del jardín, la más agradable. Sólo los alrededores inmediatos de la casa están alumbrados, incluso en días de recepción; enseguida unos espesos macizos vienen a obstruir la luz de los faroles, y hasta el resplandor azul reflejado por las paredes de estuco. Pronto no se distingue más que la forma general de los…, etc.

Paso asimismo por alto el ruido de los insectos, ya indicado, y la descripción de las estatuas. Llego enseguida a la escena de la ruptura entre Lauren y su prometido. Y, como el teniente me pregunta el nombre de este personaje, que aún no ha sido mencionado, contesto por si acaso que se llama Georges.

– ¿Georges qué más? -pregunta.

– Georges Marchat.

– ¿Y a qué se dedica?

– Es negociante.

– ¿Es francés?

– No, holandés, creo.

Está sentado, solo, en un banco de mármol blanco, bajo unas ravenalas, cuyas hojas en forma de anchas hojas en forma de anchas manos caen como un abanico en torno a él. Se inclina hacía adelante. Parece observar sus zapatos de charol, un poco más oscuros sobre el fondo de arena clara. Sus dos manos están apoyadas en el borde de la piedra, a cada lado del cuerpo. Al acercarme más, mientras sigo mi camino a lo largo de la avenida, veo que el joven tiene una pistola en la mano derecha, con el índice apoyado ya en el gatillo, pero dirigiendo el cañón hacia el suelo. Esta arma, por cierto, le traerá muchos problemas, un poco más tarde, cuando la policía lleve a cabo un registro general de los invitados.

Después no sucedió nada notable hasta el momento en que la señora de la casa me anuncia -o, mejor dicho, cree anunciarme- que Manneret acaba de ser asesinado. Me pregunta qué pienso hacer. Le digo que la noticia me coge desprevenido, pero que, muy probablemente, tendré que dejar el territorio inglés de Hong Kong y regresar a Macao por bastante tiempo, quizá incluso definitivamente. La velada, con todo, se desarrolla tal como estaba previsto. La gente habla de cualquier cosa, baila, bebe champán, rompe copas y come pastelitos. A las once y cuarto sube el telón en el escenario del teatrito. En la sala casi todas las butacas de peluche rojo están ocupadas -por hombres principalmente-, unas treinta personas en total, cuidadosamente elegidas sin duda, ya que se trata hoy de un espectáculo para iniciados. (La mayor parte de invitados a la recepción se ha ido, sin saber siquiera que habrá algo en el sótano.) La función empieza con un número de desnudo a la moda del Seu Chuan. La actriz es una joven japonesa que los espectadores habituales no conocen todavía, por lo que despierta la curiosidad del público. Además, es excelente desde todos los puntos de vista, y el número, aunque tradicional, obtiene un éxito considerable; nadie perturba la ceremonia, como ocurre tan a menudo, con idas y venidas molestas o conversaciones intempestivas.

El programa comprende después un entremés al estilo del Grand-Guignol, que se titula «Crímenes rituales» y recurre profusamente a los consabidos trucos: instrumentos de hoja cortante articulada, tinta roja derramada sobre la carne blanca, gritos y contorsiones de las víctimas, etc. El decorado utilizado es el mismo del primer cuadro (una amplia mazmorra abovedada a la que se baja por una escalera de piedra); sólo requiere algunos accesorios complementarios, como ruedas, cruces o potros; los perros, en cambio, no tienen ningún papel. Pero la mayor atracción de la velada es sin discusión un largo monólogo, representado por la propia Lady Ava, sola en escena desde el comienzo hasta el final del acto. El término monólogo no es, por lo demás, del todo acertado, ya que en el transcurso de esta obrita dramática se dicen pocas palabras. Nuestra anfitriona desempeña en ella su propio papel. Con el traje con que acabamos de verla durante la recepción sale ahora a escena, por la gran puerta del fondo (una puerta de dos hojas), en medio de un decorado extraordinariamente realista que reproduce de manera perfecta su propio dormitorio, situado como el resto de sus aposentos particulares en la tercera y última planta de la inmensa mansión. Saludada con insistentes aplausos, Lady Ava se inclina brevemente frente a las candilejas. Luego se vuelve hacia la puerta, cuyo pomo no había soltado aún, la cierra, y se queda un instante escuchando algún ruido exterior (imperceptible para los espectadores), acercando el oído al panel con molduras, pero sin aplicar la mejilla a la madera. No ha oído nada inquietante, sin duda, ya que abandona pronto esta actitud para aproximarse al público, al que naturalmente ya no ve a partir de ahora. Da luego unos cuantos pasos hacia la izquierda, pero unos pasos cada vez más indecisos, parece recapacitar, cambia de parecer, vuelve a la derecha, se dirige en diagonal hacia el fondo de la estancia, para regresar casi al instante hacia la parte que da a la sala. Está visiblemente descompuesta, tiene el rostro cansado, consumido, avejentado, desaparecida de golpe toda la tensión mundana de la recepción. Deteniéndose junto a una mesita redonda, cubierta con un tapete de paño verde que cuelga hasta el suelo, empieza a quitarse maquinalmente las joyas: un grueso collar de oro, una pulsera que hace juego con él, una voluminosa sortija con brillante, unos pendientes, que va dejando una tras otra en una copa de cristal. Y se queda allí, de pie a pesar del cansancio, con una mano abandonada al borde de la mesa y el otro brazo pegado al cuerpo. Una de las jóvenes criadas eurasiáticas entra entonces sigilosamente por el lado izquierdo y se detiene a cierta distancia de su señora, a la que mira en silencio; lleva un pijama de dormir de seda parda con reflejos dorados, cuya forma es más ajustada de lo usual en este tipo de prendas. Lady Ava vuelve la cara hacia la muchacha, una cara trágica con los ojos tan agotados que parecen posarse en las cosas sin verlas. No dicen nada ni una ni otra. Las facciones de Kim son lisas e indescifrables, las de Lady A va parecen tan rendidas que ya no expresan nada. Quizá haya algo de odio en una y otra, o algo de terror, o de envidia y compasión, o algo de imploración y desprecio, o cualquier otra cosa.

Y ahora la criada -sin que se haya producido nada entretanto- se retira como ha venido, bella y muda, flexible, sigilosa. La señora no ha hecho ningún ademán, como si ni siquiera la hubiera visto salir. Y hasta pasado un buen rato no reanuda sus idas y venidas por la estancia, errando de un mueble a otro sin decidirse a hacer nada. En el tablero abierto de su secreter, en medio de cuartillas blancas manuscritas, está el abultado sobre de papel pardo, repleto como de arena, que le han entregado esta noche; lo sopesa, pero vuelve a dejarlo casi de inmediato. Por último va a sentarse en un pequeño asiento redondo, sin brazos ni respaldo, parecido a un taburete de piano, delante del tocador con espejo. Se observa en este último con atención lenta -de cara, por el lado derecho, por el lado izquierdo, otra vez de cara- y luego empieza a quitarse meticulosamente el maquillaje, de espaldas a la sala.

Cuando ha terminado y descubre de nuevo su cara, está metamorfoseada: de mujer sin edad y demasiado pintada se ha convertido en anciana. Pero, en cambio, se diría menos extenuada, menos ausente, casi sosegada. Con paso más firme vuelve hasta el secreter, y abre con la hoja de un cortaplumas el grueso sobre pardo, que vacía sobre las cuartillas esparcidas: una gran cantidad de bolsitas blancas, todas iguales, caen en desorden; empieza a contarlas rápidamente; hay cuarenta y ocho. Coge una de ellas al azar, rasga un ángulo y, sin abrirla más, hace caer por el orificio practicado un poco de su contenido sobre una de las cuartillas manuscritas, que sostiene con la otra mano. Es un polvo blanco, fino y brillante, que observa con cuidado poniéndoselo ante los ojos, pero echando al mismo tiempo la cabeza un poco atrás. Satisfecha de su examen, vuelve a introducir las partículas de polvo en la bolsita, por su estrecha abertura, manteniendo la hoja de papel curvada en forma de embudo rudimentario. Para cerrar luego la bolsita blanca, dobla varias veces el ángulo rasgado. Guarda esta bolsita en uno de los pequeños cajones interiores del secreter. Vuelve a poner las otras en el sobre pardo, contándolas otra vez, y lo deja de nuevo en el tablero del secreter, allí donde lo ha encontrado. El papel que acaba de utilizar ha quedado un poco deformado por la operación. Lady Ava lo enrolla en sentido contrario con objeto de devolverle su lisura primitiva; le llama entonces la atención lo que está escrito en la página y lee unas cuantas líneas.

Con la cuartilla en la mano, y mientras prosigue su lectura, se dirige hacia la cama, una gran cama cuadrada de dosel, que está situada en una alcoba al otro extremo de la estancia, y toca el timbre para llamar a la criada. Esta reaparece, exactamente con la misma indumentaria que la primera vez, tan sigilosamente como antes y quedándose parada en el mismo sitio. Lady Ava, que se ha sentado en el borde de la cama, la examina detalladamente de arriba abajo, deteniéndose en el pecho, la cintura, las caderas, moldeadas por la seda floja y flexible, para subir luego hasta la cara dorada, nítida como la porcelana, con su boquita barnizada, sus ojos rasgados de esmalte azul, su cabello muy negro alisado en las sienes para descubrir las finas orejas y formar en la nuca una gruesa trenza corta, brillante, poco apretada para que se deshaga en la cama en cuanto se tire del lacito que anuda su extremo. Si la mirada de la señora se ha hecho más precisa, y hasta insistente, la de la criada no ha cambiado; sigue siendo tan impersonal y vacía como antes.