Edouard Manneret está, naturalmente, en casa y tarda poco en abrir personalmente la puerta. Ya no hay criados a esas horas; él suele pasarse la noche en vela. Pero esta noche ha tomado visiblemente una dosis más fuerte que de costumbre y su estado de semiconsciencia no permite augurar nada bueno. Lleva un pijama de andar por casa más bien desaliñado; hace varios días que no se ha afeitado, de modo que su perilla y su bigote puntiagudo, en lugar de resaltar con nitidez sobre unas mejillas lampiñas, se pierden entre la grisura de pelos que crecen desordenadamente. Tiene los ojos brillantes, pero con ese brillo anormal que da la droga. Empieza no reconociendo a Johnson, a quien toma al principio por su propio hijo, y lo felicita por su buen aspecto y su atuendo elegante; con gesto paternal, le da unos golpecitos en la manga del smoking y le arregla la corbata de pajarita. Johnson, cuya última esperanza reside en este anciano, lo deja hacer, decidido a tratarlo con miramientos. No obstante, se presenta con voz suave y firme:

– Soy Ralph Johnson.

– ¡Claro! -dice Manneret sonriendo, con el tono de quien se presta al juego de un niño-. Y yo soy el rey Boris.

Se acomoda en un balancín lleno de cojines, mientras señala con mano vaga un asiento a su visitante.

– Anda, siéntate -dice.

Pero el visitante prefiere quedarse de pie, acuciado por el deseo de hacerse oír; le apunta al pecho con el dedo índice y repite, separando las sílabas:

– Johnson. Soy yo. Ralph Johnson.

– ¡Sí, hombre, sí! Discúlpeme -exclama el otro con voz mundana-. Un nombre… ¿Qué significa un nombre? ¿Y cómo está la señora Johnson?

– No existe ninguna señora Johnson -dice el americano, que pierde un poco la paciencia-. ¡Si sabe muy bien quién soy yo!

Manneret parece reflexionar, sumido en unos pensamientos oscuros en los que debe esfumarse la imagen del intruso. Se mece suavemente en su balancín. El rostro de mirada febril, de barba gris enmarañada, sube y baja con regularidad, en una lenta oscilación periódica, que basta contemplar unos instantes para sentir mareo.

– Claro… Claro… Pero tienes que casarte, hijo… Hablaré con Eva… Conoce a chicas de verdad…

– Oiga -dice Johnson con vehemencia-. ¡Soy Ralph Johnson, Sir Ralph, el americano!

Manneret lo mira entornando los ojos con desconfianza.

– ¿Y qué quiere de mí? -dice.

– ¡Dinero! Necesito dinero. ¡Lo necesito ahora mismo!

Johnson se da cuenta de que el tono no conviene en absoluto a su demanda. Naturalmente, había preparado una entrada en materia muy diferente. Desanimado, se deja caer en una silla.

Pero el anciano, que ha empezado a mecerse otra vez en su balancín, recobra de pronto su cariñosa sonrisa y su amabilidad del principio.

– Mira, hijo, te he dado cincuenta dólares esta mañana. Gastas demasiado… ¿Es con señoritas?

Hace un guiño pícaro, y añade con voz súbitamente triste:

– Si viviera tu pobre madre…

– ¡Basta! -grita Johnson fuera de sí-. ¡Por el amor de Dios, deje en paz a mi madre, mi mujer y mis hermanas! Necesito su ayuda. Le haré un papel, un papel en regla, que le asegurará una especie de hipoteca sobre las propiedades de Macao…

– Pero si no hace falta, hijo, entre nosotros no hace falta… A ver, habías empezado a hablarme de tus hermanas. ¿Qué hacen ahora?

Johnson, que no puede soportar más el movimiento del balancín, del que no logra apartar la vista, se levanta y recorre la estancia a grandes zancadas. Está perdiendo el tiempo con este viejo drogado, que, además, se quedará muy pronto dormido. Más le vale volver a la isla, a Victoria; acudir a los riquísimos prestamistas en sus miserables establecimientos de Queens Road. Súbitamente decidido, cruza el piso, sale dando un portazo y corre escaleras abajo, desdeñando el ascensor.

Fuera vuelve a encontrar el aire húmedo y abrasador, que aún sorprende más cuando se sale de una casa refrigerada. El taxi anticuado sigue allí, esperándole, aparcado junto a la acera. Sin pensar en lo extraño de la solicitud del taxista (el cliente noctámbulo al que ha llevado allí media hora antes posiblemente regresaba a su domicilio y, por lo tanto, no volverá a salir hasta el día siguiente), Johnson se acerca con paso maquinal y se dispone a subir, mientras el chino le abre la puerta.

– Es un viejo pillo, ¿verdad? -dice el taxista en inglés.

– ¿Quién? -pregunta Sir Ralph, desabrido.

– El señor Manneret -dice el taxista con un guiño cómplice.

– Pero ¿de quién habla? -pregunta el americano, que finge no entender.

– Lo conoce todo el mundo -dice el chófer-, y sólo hay luz en sus ventanas.

Al mismo tiempo señala con la mano un gran ventanal del quinto piso, en el que, detrás de los visillos de tul transparente, se recorta en negro sobre el fondo luminoso una silueta de hombre que mira hacia afuera la avenida desierta, en la que sólo hay un viejo taxi aparcado junto a la acera, al taxista educado que cierra la portezuela detrás del cliente que acaba de acomodarse en el asiento de atrás, se sube luego a su sitio, delante, arranca sin excesiva dificultad y se aleja a una velocidad de jinrikisha.

Edouard Manneret se vuelve entonces de cara a la estancia y se aleja de la ventana frotándose las manos. Sonríe de satisfacción. Le entran ganas de telefonear a Lady Ava para contarle la entrevista. Pero estará durmiendo. Al pasar junto al termostato de la refrigeración lo baja un grado. Luego vuelve a su mesa de trabajo y sigue escribiendo. Tras recorrer con paso vivo y regular el largo trayecto desde el desembarcadero, la joven criada eurasiática no tardará en regresar a casa con el perro. Se trata, como es fácil adivinar, de uno de los grandes perrazos negros de Lady Ava; y la muchacha se llama Kim. No era, pues, ésta, sino la segunda criada (que, por lo demás, se le parece tanto que podrían pasar por mellizas, y cuyo nombre quizá se escriba también Kim y se pronuncie de modo muy semejante, sin ser sensible la diferencia más que para un oído chino), no era, pues, ésta la que debía pasar la noche con su señora. A no ser que se trate efectivamente de la misma muchacha, la cual -no bien despedida por decisión de última hora de Lady Ava- puede haber dejado la Villa Azul con el perro y andado con su paso firme hasta el embarcadero de Victoria, para tomar el transbordador, en el que quizá haya advertido la presencia de Sir Ralph, pero habrá procurado que él no advierta la suya y se habrá dado prisa en bajar la primera al llegar a Kowloon, prosiguiendo su paseo nocturno bajo las raíces suspendidas de las higueras gigantes, alcanzada pronto y adelantada por un taxi seguido a poca distancia por una jinrikisha, luego, un poco más lejos, alcanzada de nuevo por el mismo taxi -esta vez vacío- de modelo muy antiguo, fácilmente reconocible por su lentitud y sus cristales subidos. Con este mismo taxi se cruza (ahora viene en dirección a ella) por tercera vez justo antes de llegar a su destino.

Y aparte de Kim, Johnson y el espía que lo seguía por orden del teniente de la policia de Hong Kong, había además en aquel mismo transbordador -cosa nada extraña, pues la frecuencia de los viajes es menor de noche- un cuarto personaje digno de ser mencionado: Georges Marchat, el ex prometido de Lauren, que ha estado errando al azar durante mucho tiempo sin dejar de darles vueltas a los elementos de su felicidad perdida y su desesperación. Abandonando muy temprano la recepción, donde su presencia estaba ya poco justificada, empezó recorriendo también él aquel barrio residencial de grandes propiedades cercadas con tapias o empalizadas de bambú, después volvió para llevarse el coche que se había quedado cerca de la Villa Azul, y tomó, al azar, la carretera que circunda la isla, parando en todos los bares y casinos de la costa que aún estaban abiertos, para beber whisky tras whisky. Más allá de Aberdeen, en una playa pequeña provista de un club de semilujo, hizo subir a su lado a una prostituta china, bastante bonita, y siguió conduciendo, mientras intentaba contar su historia, de la que la mujer no entendió naturalmente nada, por lo confusa que se hacia la elocución del prometido y la incoherencia con que presentaba los hechos. Con todo, le ofreció sus servicios, para hacerle olvidar su desdicha, pero él la rechazó con aires de virtud ofendida, diciendo que no trataba de olvidar sino por el contrario entender, que además no quería tener más relaciones con ninguna mujer, que la existencia se había vuelto totalmente insulsa para él y que se iba a arrojar al mar desde lo alto de un acantilado. La prostituta prefirió bajarse del coche para no verse inmiscuida en aquella engorrosa historia; de modo que la dejó en el acto en el sitio en que se encontraban, o sea, en un sitio cualquiera, lejos de toda población, y le dio un billete de cincuenta dólares para pagar su compañía; todavía le estaba dando las gracias ceremoniosamente, asegurándole que por una cantidad semejante habría podido…, etc., cuando ya había reemprendido la marcha. Siguió adelante, cada vez más deprisa, mostrando cada vez menos prudencia en las innumerables curvas de la carretera en cornisa y en las travesías de las poblaciones costeras, y se encontró al fin en los suburbios de Victoria, donde no tardó en detenerlo una patrulla de la policía, pues el comportamiento de su coche delataba con toda evidencia la embriaguez del conductor. Enseñó la documentación al teniente de la gendarmería, que reconoció enseguida en aquel Georges Marchat, negociante holandés, a uno de los invitados más sospechosos entre los que había interrogado en la recepción de aquella noche en casa de Eva Bergmann: el que, en el momento del registro, llevaba un revólver cargado, con una bala en la recámara. Preguntado sobre lo que había hecho al salir de la Villa Azul, el prometido de Lauren dio los nombres de los sitios donde había estado bebiendo (al menos los que recordaba), pero se calló el episodio de la prostituta china. El teniente apuntó las direcciones en su agenda; después, como el negociante tenía una razón social conocida en la ciudad, y era por lo tanto fácil de localizar, lo dejó marchar aconsejándole que fuera menos rápido, después de multarlo únicamente por conducir en estado de embriaguez. Marchat, para recuperarse de aquella emoción, hizo una nueva parada en un bar del puerto para beber varias copas; después tomó el transbordador con el coche. Ni Kim ni Johnson podían encontrarse con él a bordo, pues se durmió al volante una vez terminada la maniobra de embarque, que efectuó como pudo. De todos modos, aunque hubiera estado vagando por las cubiertas, tampoco habría tenido posibilidad de dispararle un tiro al americano, ya que su arma le había sido incautada horas antes por la policía en la Villa Azul.