Manneret, que no se ha movido de su mesa de trabajo durante toda la escena y se ha contentado con volver la cabeza para observar el diván (así pues había efectivamente un diván en la estancia); con el hombro derecho echado hacia atrás y la mano izquierda apoyada en el brazo derecho del sillón, dirige de nuevo la vista a su página manuscrita y la pluma a la frase interrumpida; detrás de la palabra «viaje» escribe el adjetivo «secreto» y se detiene otra vez. Kim, de pie frente a él, al otro lado del escritorio de caoba lleno de hojas manuscritas dispuestas en todos los sentidos, sobre las que se inclina su pecho, con la mano de largas uñas, esmaltadas de rojo vivo, apoyada sobre la yema de tres dedos en un diminuto espacio de piel verde, vieja y descolorida, visible aún en medio de los papeles, la línea de la cadera -acusada por la postura asimétrica- destacándose a contraluz sobre el fondo de persiana veneciana cuyas hojas están casi cerradas, Kim se incorpora, en la otra mano lleva el grueso sobre de papel pardo que acaba de entregarle el hombre (o, tal vez, de indicárselo simplemente sobre la mesa con una rápida señal de la barbilla…). Y sin decir palabra, sin ningún saludo, ningún gesto de despedida, se retira tan sigilosamente como había entrado, cierra la puerta sin hacer ruido, cruza el descansillo, baja la estrecha escalera oscura, incómoda, que la lleva directamente a la calle hormigueante y abrasadora con olor a huevos podridos y frutas fermentadas, en medio de la muchedumbre de transeúntes varones o hembras, uniformemente vestidos con pijamas de tela negra, brillante y rígida como el hule.

La criada sigue acompañada por el perrazo, que tira de la correa lo justo para que ésta permanezca tensa y rectilínea, entre el collar de cuero y la mano de uñas esmaltadas que sostiene el otro extremo con el brazo extendido. En la otra mano lleva el sobre pardo, grueso e hinchado como si lo hubieran rellenado de arena. Y un poco más lejos está de nuevo el mismo barrendero municipal vestido con mono, tocado con un sombrero de paja ligera en forma de cono muy aplanado. Pero esta vez no dirige ninguna mirada de soslayo al pasar la chica. Está adosado a uno de los gruesos pilares cuadrados de la galería cubierta, al que están pegados multitud de diminutos anuncios; sujetando el palo de la escoba bajo un brazo, mientras el haz de paja curvado por el uso le cubre parcialmente uno de los pies descalzos, sostiene con ambas manos ante los ojos el fragmento de tebeo, manchado de barro, que ha recogido del arroyo. Tras examinar suficientemente el cuadro multicolor que adorna la portada, vuelve la hoja; esta cara, mucha más sucia que la otra, está además impresa únicamente en blanco y negro. La mayor parte de su superficie aún legible está ocupada por tres dibujos estilizados, uno debajo de otro, que representan a la misma joven de pómulos altos y ojos apenas oblicuos, situada más o menos en el mismo marco de siempre (una habitación vacía y pobre, amueblada con una simple cama de hierro), vistiendo el mismo traje (un vestido muy ceñido negro de corte tradicional) pero cada vez más estropeado.

El primero de los dibujos la presenta medio tendida en el borde de la cama con las sábanas arrugadas y revueltas (busto apoyado en un codo, traje entreabierto hasta la cadera sobre la carne desnuda, rostro inclinado hacia atrás con sonrisa extática, mano que retiene aún la jeringuilla vacía, etc.); pero un segundo decorado se superpone al primero en toda la parte superior del cuadro, que ocupa lo que parece constituir el campo visual de la chica: en él se multiplican los elementos de un lujo ingenuo y recargado, como paredes adornadas de estucos, columnas esculpidas, espejos con marcos barrocos, candelabros de bronce con motivos fantásticos, telas de pliegues pesados, techos pintados al gusto del siglo XVIII, etc. En el segundo dibujo se ha esfumado toda esta riqueza de pacotilla; no queda más que la estrecha cama de hierro a la que la chica se halla ahora encadenada por los cuatro miembros, tendida boca arriba en una postura retorcida y dislocada, que debe de indicar los vanos esfuerzos realizados para liberarse de sus ataduras; en sus movimientos convulsivos su traje se ha descompuesto más aún, la abertura lateral está ahora abierta de arriba abajo, descubriendo un pecho pequeño y redondo (así puede comprobarse ahora que la cremallera se prolonga hasta el cuello en vez de volver a bajar por la cara interior del brazo, como se había supuesto al principio sin demasiados visos de verosimilitud). El tercer dibujo es, sin la menor duda, simbólico: la muchacha ya no aparece encadenada, pero su cuerpo inanimado, totalmente desnudo, está echado de lado, mitad en la cama, en la que descansan los brazos y el busto, mitad en el suelo, en el que se arrastran sus largas piernas con las rodillas dobladas; el traje negro yace cerca de un charco de sangre; una gigantesca aguja de inyecciones, del tamaño de una espada, atraviesa el cadáver de parte a parte, entrando por el pecho para salir por detrás, debajo de la cintura.

Cada imagen va acompañada de una breve leyenda cuyos grandes caracteres chinos significan respectivamente y por orden: «La droga es un compañero que te engaña», «La droga es un tirano que te esclaviza», «La droga es un veneno que te matará». Por desgracia el barrendero no sabe leer. En cuanto al hombrecillo regordete y calvo, de cara congestionada, que cuenta la historia, no entiende el chino; al pie del último dibujo, ha podido descifrar únicamente algunas letras y cifras occidentales, muy pequeñas: «S.L.E. Tel.: 1-234-567.» Narrador poco escrupuloso, que aparenta ignorar el significado de las tres iniciales (Sociedad para la lucha contra los estupefacientes) y que insiste por el contrario en el atractivo que pueden presentar las ilustraciones para un especialista, le asegura a su interlocutor -quien, por otra parte, no se lo cree- que se trata de una propaganda para alguna casa clandestina de los barrios bajos, en la que se ofrecen a los aficionados placeres prohibidos y monstruosos, que no son sólo los de la morfina y el opio. Pero el camarero de chaquetilla blanca, que ha enderezado la bandeja para presentarla horizontalmente, dice por fin entonces: «Aquí tiene, caballero.» El hombre gordo vuelve la cara y observa un instante su propia mano, que había quedado en el aire, la sortija de jade demasiado estrecha que le comprime el dedo medio, la bandeja de plata, la copa llena de un líquido amarillo pálido en el que suben lentamente pequeñas burbujas hacia la superficie; tras entender al fin dónde está y qué hace allí, dice: «¡Oh! Gracias.» Coge la copa de cristal, la vacía de un trago, la vuelve a dejar torpemente, sin fijarse, muy al borde de la bandeja que sigue tendida hacia él. La copa se vuelca y cae sobre las losas de mármol, donde se rompe en mil pedazos. Este fragmento ya ha sido referido, por lo que se puede pasar por él rápidamente.

No lejos de allí, Lauren está precisamente abrochándose el zapato, cuyas tiras se le han soltado mientras bailaba. Fingiendo no advertir la mirada que Sir Ralph ha fijado en ella, la joven se ha sentado al borde del sofá, sobre el que se extiende su larga falda ahuecada. Permanece inclinada hacia adelante, hasta tocar el suelo, para alcanzar con ambas manos el pie que asoma bajo la tela blanca. El fino zapato, cuyo empeine se reduce a un estrecho triángulo de piel dorada que apenas oculta la punta de los dedos, se mantiene fijo mediante dos largas tiras que se entrecruzan en la garganta del pie y alrededor del tobillo, por encima del cual una pequeña hebilla las sujeta una a otra. Con la atención que presta a esta operación delicada, su cabellera rubia caída hacia adelante se desplaza y descubre más la nuca que se inclina y la carne frágil con su vello más pálido que el resto de la nuca que se inclina y la carne frágil que se inclina más y la carne…

Parece como si todo se detuviera. Lauren se abrocha las tiras doradas del zapato. Johnson la mira, colocado unos metros detrás de ella, junto al vano de una ventana con las cortinas corridas. El hombre gordo y colorado ha perdido el hilo de su relato al romperse en el suelo la copa de champán, y ahora levanta sus ojos inyectados en sangre -en los que se lee algo así como pánico o desesperación- hacia el americano de estatura alta que inclina hacia él su semblante mudo, sin intentar ya ocultar siquiera que lleva rato pensando en algo muy distinto. Edouard Manneret, en su mesa de trabajo, borra cuidadosamente la palabra «secreto», de forma que no quede ningún rastro de la misma en la hoja de papel, tras lo cual escribe en su lugar la palabra «lejano». Lady Ava, sola en su sofá de colores indefinidos, ha cobrado de pronto un semblante cansado, ajado, harto de luchar por mantener una apariencia que no engaña ya a nadie, sabiendo sobradamente de antemano cuanto va a ocurrir: la ruptura brutal de la boda de Lauren, el suicidio de su prometido cerca del bosquecillo de ravenalas, el descubrimiento por la policía del pequeño laboratorio de heroína, la relación venal y apasionada entre Sir Ralph y Lauren, la exigencia de ésta de seguir siendo una simple pupila de la Villa Azul y de no tener trato con él sino en una de las habitaciones del segundo piso, reservadas a este tipo de comercio, donde se le entregó por primera vez, la actitud de él que, al principio, sólo vio una especie de placer suplementario en esta situación y paga a un precio cada vez mayor unos servicios cada vez más exorbitantes, y ella, que se presta a todo con exaltación, pero sin dejar de reclamar después la cantidad debida, conforme a sus acuerdos y con arreglo a los baremos vigentes en la casa, empeñada en confirmar así en cada ocasión su condición de prostituta, aunque al mismo tiempo rechaza -según los mismos acuerdos- todas las demás proposiciones transmitidas, para cubrir las apariencias, por Lady Ava, en cuyo álbum sigue figurando, no obstante, como una de las chicas que están a disposición de cualquier cliente rico, cosa que Sir Ralph, lejos de molestarse, aprecia también, como entendido que es, como algo humillante para su querida, algo excesivo y cruel. Pero he aquí que le pide que renuncie a esto, que abandone esta situación que no es más que un pretexto, que lo deje todo para marcharse con él. Ha de regresar a Macao por sus negocios y no puede pasar un día sin verla, aunque sólo sea en las salas de recepción de la Villa Azul, al azar de los bailes, o en el escenario del teatrito donde sigue interpretando el papel de protagonista en esa obra de Jonestone titulada: «El asesinato de Edouard Manneret» y actuando en algunos otros dramas, sketchs o cuadros vivos.

Quiere llevársela, pues, a Macao, instalarla en su casa, en su propio domicilio. Pero ella se niega, naturalmente, como sin duda él temía: «¿Qué motivos tengo para marcharme?», pregunta frunciendo un poco sus párpados pintados de color de humo sobre sus ojos verdes. Se encuentra bien aquí. Que se marche él si quiere. No faltan viejos multimillonarios en Kowloon y Victoria para sustituirlo. En cualquier caso, no le apetece lo más mínimo eso de ir a enterrarse en aquella pequeña ciudad de provincias donde la gente se muere de aburrimiento jugando a la ruleta rusa y donde se habla portugués. Está echada boca arriba sobre las pieles y el raso negro de la cama de columnas y mira por encima de ella el dosel adornado con un espejo en el que se refleja su cuerpo, conservando desde el comienzo de la escena la postura exacta de la Maya, que es un cuadro famoso de Manneret y la diosa de la ilusión. Sir Ralph, que ha terminado su discurso, va y viene de un lado a otro por la gran habitación, pasando alternativamente a derecha e izquierda de la cama cuadrada, sin dirigir ni una sola mirada al objeto de sus exigencias, tendido, sin embargo, en ella con todo el esplendor del rosa y el rubio. De vez en cuando pronuncia aún algunas palabras, pero inútiles: argumentos que ya ha utilizado muchas veces, recriminaciones que no vienen a cuento en su situación recíproca, promesas que sabe muy bien que no podrá cumplir. Ella ya no escucha. Cubre con un extremo de seda negra una de sus caderas, la parte superior de sus muslos y la mitad del vientre, como si tuviera frío, aunque el calor que reina esta noche en el cuarto es agobiante. Sir Ralph, que se ha dejado puestos el smoking y la corbata, parece al borde del agotamiento.