El hombre gordo y colorado empieza sin duda entonces a describir uno de aquellos instrumentos, pero en voz muy baja y en el momento justo en que en el escenario se reanuda el espectáculo, tras esa pausa de unos segundos. La criada eurasiática da un paso adelante. Un «¡Anda!» imperioso, acompañado de un movimiento preciso del brazo izquierdo, dirigido hacia el vientre de la adolescente japonesa, le indica al perro el trozo de tela que ha de morder ahora. Y la luz se concentra de nuevo en el lugar señalado. A partir de ahora, en el silencio de la sala, ya no se oyen sino las breves órdenes silbantes de la criada, casi invisible, los sordos gruñidos del perro negro y, de vez en cuando, la respiración asustada de la víctima. Cuando ésta queda totalmente desnuda, pero con cierto retraso respecto a la ampliación de los proyectores, que tiene lugar instantáneamente, suenan discretos aplausos. La joven actriz ejecuta tres pasos de danza acercándose a las candilejas y saluda. Este número, tradicional en ciertas provincias de la China interior, ha sido como siempre muy bien recibido esta noche por los invitados ingleses o americanos de Lady Ava.

Entretanto la criada eurasiática (la que, salvo error, debe de llamarse Kim) se ha quedado en su sitio, sin moverse, lo mismo que el animal, mientras se van apagando las palmadas en la sala oscura. Diríase un maniquí de moda en un escaparate, que llevase atado de una correa a un gran perro disecado, con la boca entreabierta, las patas rígidas y las orejas erguidas. Sin que un solo rasgo de su semblante descubra la menor emoción, contempla a la muchacha desnuda, que ha vuelto a colocarse juma a la pared de piedra, esta vez de espaldas a la sala, con el cuerpo ligeramente arqueado, los brazos en alto y las manos en la cabellera negra, que levanta por encima de la nuca. De allí los ojos de la criada van bajando insensiblemente hasta un rasguño reciente, que marca la carne ambarina en lo alto del muslo izquierdo, por la cara interna, y donde asoma una gota de sangre, secándose ya. Y ahora anda en plena noche al pie de los altos edificios nuevos de Kowloon, ágil y rígida a un tiempo, libre y dominándose, avanzando tras el perro negro que tira un poco más de la trenza de cuero, sin volver la cabeza a derecha ni a izquierda, sin echar siquiera una rápida ojeada a los escaparates de modas de las tiendas: elegantes, o, al otro lado, a la jinrikisha rezagada que pasa por la calzada, con toda la rapidez de su conductor descalzo, paralela a la acera, tras los troncos de las higueras gigantes.

Los troncos de las higueras ocultan, a intervalos, la fina silueta fugitiva, cuyo traje ceñido de seda blanca brilla tenuemente en la oscuridad. Mi mano, apoyada en la almohadilla de hule que el calor húmedo vuelve pegajoso, tropieza de nuevo con el desgarrón triangular, por el que sale un mechón de crin húmedo. De pronto, sin motivo, cruza por mi mente un retazo de frase, algo así como: «…en el esplendor de las catacumbas, un crimen con ornamentos inútiles, barrocos…» Los pies descalzos del conductor seguían golpeando el asfalto liso con regularidad, mostrando alternativamente, una tras otra, las plantas sucias de polvo con un dibujo nítido y negro, como una suela muy escotada, en su borde interior y rematada por cinco dedos en abanico. Cogiéndome de los brazos del asiento, me asomé fuera de la jinrikisha para mirar atrás: la silueta blanca había desaparecido. Estoy casi seguro de que se trataba de Kim, que paseaba imperturbable a uno de los perros silenciosos de Lady Ava. Fue la última persona a quien vi aquella noche al volver de la Villa Azul.

Nada más cerrar la puerta de mi habitación, quise reconstruir punto por punto el desarrollo de la velada, desde el momento en que penetro en el jardín de la villa, en medio del chirriar agudo, fijo, ensordecedor, producido por los millones de insectos nocturnos que pueblan por todas partes la vegetación exuberante, cuyas ramas se inclinan sobre las avenidas, como saliendo al encuentro del paseante solitario, a quien hacen vacilar la oscuridad demasiado densa, las hojas en forma de manos, lanzas, corazones, las raíces aéreas en busca de un soporte donde agarrarse, las flores de perfume violento, dulzón, ligeramente podrido, alumbradas de pronto, a la vuelta de un bosquecillo, por el resplandor azul que difunden las paredes estucadas de la casa. Allí, en el centro de un lugar más despejado, un hombre de estatura alta en traje de etiqueta habla con una joven de vestido largo, blanco, ampliamente escotado, cuya falda ahuecada llega hasta el suelo. Desde un poco más cerca, reconozco sin dificultad a la nueva protegida de nuestra anfitriona, cuyo nombre es Lauren, en compañía de un tal Johnson, Ralph Johnson, llamado «Sir Ralph», ese americano recién llegado a la colonia.

No se hablan. Están a cierta distancia uno de otro: dos metros aproximadamente. Johnson mira a la mujer que sigue mirando al suelo. La examina con calma, de abajo arriba, deteniéndose más en el inicio de los pechos, los hombros desnudos, el largo y grácil cuello que se curva un poco de lado, observando cada línea del cuerpo, cada superficie, con ese aire de indiferencia que seguramente le ha valido su apodo británico. Por último, con la misma sonrisa de siempre, dice: «Muy bien. Lo que usted quiera.»

Pero, tras una pausa y mientras el hombre se inclina ante ella en un saludo respetuoso, que sólo puede ser paródico, con el que parece despedirse, Lauren levanta de pronto la cabeza y tiende una mano hacia adelante, con el ademán incierto de quien quiere obtener un momento más de atención o pide un último plazo, o trata de interrumpir un acto irrevocable que se está cumpliendo ya, diciendo lentamente en voz muy baja: «No. No se vaya… Por favor… No se vaya aún.» Sir Ralph se inclina de nuevo, como si siempre hubiera sabido que las cosas ocurrirían así: espera esa frase, conoce de antemano cada una de sus sílabas, cada vacilación, las menores inflexiones de la voz, pero ya tarda demasiado en hacerse oír. Pero he aquí que las palabras esperadas brotan una a una de los labios de su compañera, que seguramente ha respetado el tiempo prescrito, a la vez que alza por fin los ojos. «… Por favor… No se vaya aún.» Y sólo entonces puede él abandonar el escenario.

Discretos aplausos en la sala acompañan su salida, previstos también en el desarrollo normal de la función. Se encienden las arañas mientras se cierra el telón ante la actriz sola en escena, vuelta de perfil hacia los bastidores por donde acaba de desaparecer el protagonista, petrificada, diríase, por su marcha, con el brazo aún medio extendido y los labios entreabiertos como si fuera a pronunciar las palabras decisivas que cambiarían el desenlace de la obra, o sea, a punto de ceder, de darse por vencida, de perder su honor, de triunfar al fin.

Pero el primer acto ha terminado y el pesado telón de terciopelo rojo cuyas dos partes se han unido, deja ahora a los espectadores enfrascados en las conversaciones particulares que se han reanudado enseguida. Tras unos rápidos comentarios sobre la nueva actriz -que figura en el programa con el nombre de Loraine B-, cada cual vuelve a tocar el tema que le preocupa. El hombre que ha estado en Hong Kong sigue hablando de las horribles esculturas que adornan el jardín del Tiger Balm: después del grupo titulado «El cebo», empieza a describir «El rapto de Azy», monolito de tres o cuatro metros de altura que representa a un orangután gigantesco que lleva en el hombro, sujeta con mano descuidada, a una bella joven de tamaño natural, casi enteramente desnuda, que forcejea sin esperanza, dada la insignificancia de sus dimensiones comparadas con las del monstruo; inclinada hacia atrás, boca arriba, se apoya con la cintura en el pelo pardo oscuro (la estatua está pintada con colores vivos, como todas las del parque) y sus largos cabellos rubios, despeinados, cuelgan por la espalda encorvada de la bestia. Justo al lado se alza el episodio final de las aventuras de Azy, reina infortunada de la mitología birmana cuyo cuerpo… El vecino del hombre gordo y colorado acaba perdiendo la paciencia -además unos espectadores de delante acaban de volverse por segunda vez para manifestar su descontento- y le pide que calle. El entendido en escultura oriental se decide entonces a mirar al escenario, donde prosigue la función. Se acerca el final del primer acto: la protagonista, que había mantenido la boca cerrada y los párpados entornados durante todo el discurso de su compañero (hasta la frase final: «Será lo que usted quiera… Esperaré el tiempo que haga falta… Y un día…»), levanta por fin la cara para decir con lentitud y vehemencia, mirando al hombre directamente a los ojos: «¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!» El brazo desnudo de la joven de vestido blanco esboza un ademán de desdén, o de adiós, con la mano levantada hasta la altura de la frente, el codo medio doblado, los cinco dedos extendidos y abiertos como si la palma se apoyara en una invisible pared de cristal.

Al acercarme unos metros más, por la tierra blanda que apaga el ruido de las pisadas, compruebo que el hombre, cuyas facciones me ocultaba parcialmente una rama baja, no es Johnson como había creído en un principio, engañado por la dudosa claridad que esparcen en torno las paredes de la casa, sino ese joven insignificante con el que suelen decir que está prometida Lauren (aunque, sin preocuparse de la gente, lo trata casi siempre con dureza y frialdad); el muchacho, por otra parte, debe de hallarse esta noche aquí por este único motivo, pues no es muy asiduo a las recepciones de Lady Ava. Bajo la impresión de una negativa tan categórica, que acaba de pronunciarse contra él con voz inapelable, parece a punto de desplomarse sobre sí mismo: las piernas se le doblan, se le curva la espalda, se le crispa en el pecho la mano izquierda, mientras la otra mano, extendida lateralmente hacia atrás, da la impresión de buscar a tientas algo en qué apoyarse, como si temiera perder el equilibrio con la violencia del golpe. Prosiguiendo mi ruta, encuentro no lejos de allí, en la misma avenida, a un hombre solo, sentado en un banco de piedra, inmóvil e inclinado hacia adelante, mirando el suelo a sus pies. El banco está situado en una zona particularmente oscura, bajo la frondosidad prominente de un bosquecillo, por lo que me es difícil identificar con certeza al personaje; pero, salvo error, debe de tratarse del recién llegado a quien llaman aquí familiarmente «el americano». Como parece absorto en sus pensamientos, paso de largo, sin dirigirle la palabra, sin volver la cara hacia él, sin verlo.

Llego casi inmediatamente a la zona de las estatuas monumentales realizadas por R. Jonestone en el siglo pasado, la mayoría de las cuales reproducen los episodios más famosos de la vida imaginaria de la princesa Azy: «Los perros», «La esclava», «La promesa», «La reina», «El rapto», «El cazador», «La ejecución». Conozco esas figuras desde hace tiempo y no me detengo a contemplarlas. Además, la oscuridad es demasiado densa, en toda esta parte del jardín, como para que pueda distinguirse algo entre las vagas siluetas que se yerguen aquí y allá bajo los árboles, algunas de las cuales pueden muy bien ser los primeros invitados de Lady Ava.