Lo malo es que se presenta de nuevo, con toda su fuerza, la objeción del perro demasiado vistoso. Y, de todos modos, falla el final del episodio, puesto que no se trataba de recoger un sobre sino a una muchacha muy joven, que, a juzgar por su cara, debe de ser más bien japonesa que china. Los tres están ahora en la acera de losas brillantes, cerca de la entrada cada vez más oscura: la criada de traje ceñido con abertura lateral, la japonesita con larga falda negra plisada y blusa blanca de colegiala, como se ven a miles por las calles de Tokyo o de Osaka, y el perrazo que se acerca a la recién llegada para olfateada insistentemente levantando el hocico. En todo caso, este fragmento de escena no admite duda: la boca del perro que olfatea a la adolescente presa de miedo, arrinconada en la pared, contra la cual ha de sufrir los roces del hocico inquietante desde los muslos hasta el vientre, y la criada que mira a la chica con ojos fríos, dejando la trenza de cuero lo bastante floja para permitir al animal movimientos libres de la cabeza y el cuello, etc.

Creo haber dicho que Lady Ava ofrecía representaciones a sus invitados en el escenario del teatrito particular de la Villa Azul. Sin duda se trata aquí de ese escenario. Los espectadores están a oscuras. Sólo brillan las luces de las candilejas cuando el pesado telón se abre por el centro para descubrir con lentitud un nuevo decorado: la alta pared y la escalera, estrecha y empinada, que desemboca en ella, bajando directamente de no se sabe dónde, ya que la mirada se pierde en la sombra al cabo de unos diez peldaños. La pared, de gruesos sillares rugosos, da una impresión de sótano, o incluso de mazmorra subterránea, debido a las dimensiones exiguas que sugieren las paredes laterales, a derecha e izquierda. El suelo, toscamente enlosado, brilla a trechos por el desgaste o la humedad. La única abertura es la de la escalera, estrecha y abovedada, que corta la pared aproximadamente a un tercio de su longitud, a partir del ángulo de la derecha. Aquí y allá, irregularmente repartidas por los tres lados visibles de la mazmorra, varias argollas están fijadas a las piedras, a distintos niveles. De algunas de ellas cuelgan gruesas cadenas oxidadas, una de las cuales, más larga, baja hasta el suelo, donde forma una especie de S bastante alargada. Una de las argollas, situada justo a la derecha de la escalera, ha servido para atar el extremo libre de la correa del perro, que se ha echado delante del último peldaño, con la cabeza erguida, como si guardara la entrada de aquel lugar. Los focos concentran insensiblemente sus luces en el animal. Cuando no se le ve más que a él, y el resto del escenario ha quedado sumido en la oscuridad, se enciende una luz, bastante viva pero lejana, en lo alto de la escalera, y se descubre entonces que ésta termina en una reja de hierro, cuyo dibujo sin adornos se recorta ahora sobre el fondo claro en líneas negras verticales.

El perro se ha puesto inmediatamente en pie gruñendo. Aparecen en este momento dos mujeres jóvenes detrás de la reja, que una de ellas -la más alta- abre para poder pasar ambas y empuja a su compañera hacia adelante; la puerta se cierra luego con ruidos metálicos de goznes chirriantes, portazo y candado. Pronto no se distingue a nadie, las dos muchachas han sido absorbidas por la oscuridad, una tras otra, a partir de las piernas, en cuanto han empezado a bajar la escalera: no vuelven a aparecer hasta el final de ésta, con la claridad de los focos: son, naturalmente, la criada eurasiática y la adolescente japonesa. La primera desata sin esperar el extremo de la trenza de cuero -que no soltará de la mano durante todo el cuadro-, mientras la recién llegada, asustada por los gruñidos amenazadores del animal, se refugia en la pared del fondo, en la parte situada a la izquierda de la escalera, pegándose de espaldas a la piedra. El perro, que ha sido especialmente adiestrado para ello, debe desnudar por completo a la prisionera que le señala la criada con el brazo libre, extendido hacia la falda plisada; hasta el último triángulo de seda, rasga con sus colmillos las distintas prendas y las arranca a jirones, poco a poco, sin herir la carne. Los accidentes, cuando los hay, siempre son superficiales y de poca gravedad; no disminuyen el interés del número, sino todo lo contrario.

La chica que hace el papel de víctima mantiene los brazos apartados a ambos lados del cuerpo, pegándose a la pared como si quisiera incorporarse a ella para huir del animal; evidentemente, una puesta en escena realista exigiría más bien que recurriera a las manos para protegerse. Del mismo modo, cuando se vuelve de cara a la pared, con el mismo pretexto del terror instintivo que supuestamente experimenta (y que tal vez experimente de veras esta noche, puesto que se trata de una principiante), levantando entonces más los brazos, con los codos doblados y las manos apoyadas en los cabellos, este modo de defensa sólo se explica por un interés de orden estético, destinado a introducir cierta variedad en la visión de la sala. Los focos, cuyos haces siguen apuntando a la cabeza del perro, iluminan sobre todo la zona -cadera, hombro o pecho- de la que está ocupándose. Pero siempre que la criada, que dirige la operación sin mantener la correa demasiado tirante, considera que se ha alcanzado una etapa particularmente decorativa del proceso -a causa de nuevas superficies ofrecidas a las miradas o de desgarrones de tela casualmente interesantes-, tira de la trenza de cuero murmurando un breve «¡Aquí!», que restalla como un latigazo; el animal se echa atrás, como a disgusto, y penetra en la sombra, en tanto que la luz, que sigue fija en la cautiva, se ensancha para hacer admirar a ésta en su totalidad, ya de cara, ya de espalda, según el lado que ofrece al público en ese momento.

En la sala del teatrito se intercambian entonces algunos comentarios, en voz bastante baja y tono comedido. Cuando la actriz es nueva, como esta noche, goza evidentemente de una atención particular. Algunos espectadores cansados aprovechan, no obstante, para volver al tema que los preocupa: el movimiento de buques, los bancos comunistas, la vida que se lleva hoy día en Hong Kong. «En las tiendas de los anticuarios -dice el hombre gordo y colorado- siempre se encuentran objetos de esos del siglo pasado que la moral occidental juzga monstruosos.» Luego ha de describir, a título de ejemplo, uno de los objetos en cuestión, pero lo hace en voz muy baja, susurrante, mientras pega la boca al oído que tiende hacia él su interlocutor inclinándose. «Ni que decir tiene -añade un poco después- que ya no es como antes. Aunque, con paciencia, se pueden conseguir las señas de algunas casas de placer clandestinas, que son grandes como palacios y cuyas instalaciones especiales, los salones, los jardines, las cámaras secretas, dejan muy atrás nuestra imaginación de europeos.» y luego, sin relación aparente con lo anterior, se pone a contar la muerte de Edouard Manneret. «¡Ese sí que era un personaje!», añade a modo de conclusión. Se lleva a los labios la copa de champán, en la que no queda casi nada, y la vacía de un trago echando la cabeza hacia atrás, con un movimiento de amplitud excesiva. Y deja la copa en el mantel blanco arrugado cerca de una flor de hibiscus marchita, de color rojo sangre, uno de cuyos pétalos queda cogido bajo el disco de cristal que forma la base del pie.

Los dos hombres cruzan después el salón, donde los últimos invitados parecen haber sido olvidados en grupitos indecisos; y seguramente se separan casi al instante, ya que la escena que sigue muestra al más alto de los dos -a quien llaman Johnson o a menudo incluso «el americano», aunque es de nacionalidad inglesa y barón- de pie junto a uno de los anchos ventanales de cortinas corridas, conversando con aquella joven rubia cuyo nombre es Lauren, o Loraine, y unos momentos antes estaba en el sofá rojo al lado de Lady Ava. El diálogo entre ambos es rápido, algo distante, limitado a lo esencial. Sir Ralph (llamado «el americano») no puede evitar un esbozo de sonrisa casi despectiva, irónica en cualquier caso, mientras se inclina con rigidez ante la joven -diríase burlonamente- y le da breves indicaciones sobre lo que quiere de ella. Levantando sus grandes ojos, que hasta entonces mantenía obstinadamente bajos, la muchacha le presenta de pronto su rostro liso de mirada inmensa, aquiescente, rebelde, sumisa, vacía, sin expresión.

En la escena siguiente, están subiendo por la inmensa escalera de honor, ella de nuevo con los párpados bajos, la nuca inclinada, y sosteniendo con ambas manos, a cada lado, el borde inferior de su vestido blanco de falda muy ancha, que se sube ligeramente para impedir que roce en cada escalón la alfombra roja y negra, cuyas gruesas barras de cobre están fijadas en los extremos mediante dos sólidas anillas y rematadas a cada lado por una pequeña piña estilizada, él siguiéndola a poca distancia y vigilándola con la mirada, una mirada indiferente, apasionada, fría, que va desde los pies menudos, subidos en altos tacones de aguja, hasta la nuca curvada y los hombros desnudos, cuya carne resplandece con un brillo satinado cuando la joven pasa bajo los candelabros de bronce en forma de lingam de tres brazos que alumbran, uno tras otro, los tramos sucesivos de la escalera. En cada piso monta guardia un criado chino, petrificado en una actitud improbable, rebuscada, como las que se ven en las estatuillas de marfil de los anticuarios de Kowloon; un hombro demasiado subido, un codo hacia adelante, un brazo flexionado con los dedos vueltos hacia el pecho, o las piernas entrecruzadas, o el cuello torcido para mirar en una dirección que contradice el resto del cuerpo, todos tienen los mismos ojos oblicuos, casi entornados, clavados insistentemente en la pareja que se acerca; y, con un movimiento de autómata con un mecanismo de relojería bien graduado, cada uno de ellos, sucesivamente, hace girar su cara de cera muy despacio, de izquierda a derecha, para acompañar a los dos personajes que pasan sin volver la cabeza, prosiguiendo su ascensión regular hacia el rellano siguiente, entre los candelabros sucesivos y los hierros verticales que sostienen el pasamano, franqueando de peldaño en peldaño las barras horizontales que fijan en cada escalón la gruesa alfombra a franjas rojas y negras.

Después están en una habitación decorada en estilo vagamente oriental, apenas alumbrada por lámparas pequeñas cuyas pantallas difunden aquí y allá una luz rojiza, mientras la mayor parte de la estancia, de dimensiones bastante amplias queda en la penumbra. Así ocurre, por ejemplo, en la zona que se extiende cerca de la entrada, donde se ha detenido Sir Ralph tras cerrar la puerta y dar vuelta a la llave en la maciza cerradura de adornos barrocos. Adosado al recio panel de madera como si prohibiera su acceso, mira la habitación, la cama con columnas tapizada de raso negro y los diversos instrumentos refinados y bárbaros que la joven, de pie también, pero en una zona un poco más clara, inmóvil y con los ojos puestos en el suelo, se esfuerza por no ver.