Seguramente esta escena tuvo lugar otra noche; o, si ha sido hoy, se sitúa en cualquier caso algo más pronto, antes de marcharse Johnson. En efecto, Lady A va señala con la mirada su alta silueta oscura, cuando añade: «Ahora vuelva a bailar con él.» La joven con tez sonrosada de muñeca se vuelve también entonces, pero como a disgusto, o con una especie de temor, hacia el personaje de smoking negro, que, un poco apartado, de perfil, sigue mirando las cortinas corridas, como si esperara -pero sin darle demasiada importancia- que surgiera de pronto alguien en la invisible ventana.

De repente el decorado cambia. Cuando las pesadas cortinas, deslizándose lentamente por sus rieles, se abren para el cuadro siguiente, el escenario del teatrito representa una especie de claro en el bosque que, en el que los habituales de la Villa Azul reconocen enseguida la disposición general del número que lleva por título «El cebo». La colocación y las posturas de los personajes acaban de describirse, entre la colección de figurillas que adornan el salón de cristal, o a propósito del jardín, o de otra cosa pesa, Sin embargo, aquí no se trata de un tigre, sino de uno de los grandes perrazos negros de la casa, más gigantesco aún gracias a un hábil efecto de la luz, y, sin duda también, debido a la pequeña estatua de la joven mestiza que interpreta el papel de víctima. (Se trata probablemente de aquella chica, comprada tiempo atrás a un intermediario cantonés, del que ya se ha hablado.) El hombre que hace de cazador no lleva bicicleta esta vez, pero sostiene en la mano una recia correa de cuero trenzado; y lleva gafas negras. Es inútil insistir en esta representación que todo el mundo conoce. Una vez más es ya muy tarde. Oigo al viejo rey loco que recorre el largo pasillo de arriba. Anda buscando algo, entre sus recuerdos, algo consistente, y no sabe qué. La bicicleta ha desaparecido pues, ya no hay tigre de madera tallada, parecido pues, ya no hay tigre de madera tallada, tampoco hay perro, ni gafas negras, ni pesadas cortinas. Ya no hay jardín, ni celosías, ni pesadas cortinas que se deslizan lentamente sobre sus rieles. Ahora sólo quedan restos dispersos: fragmentos de papeles de colores desteñidos amontonados por el viento en el rincón de una pared, residuos de hortalizas medio podridas que sería difícil identificar con certeza, frutas aplastadas, una cabeza de pescado reducida a su esqueleto, astillas de madera (procedentes de algún delgado listón o una caja rota) nadando en el agua fangosa del arroyo por el que pasa la portada de un tebeo chino girando con lentitud.

Las calles de Hong Kong son sucias, como nadie ignora. Los pequeños comercios de rótulos verticales, escritos con cuatro o cinco ideogramas rojos o verdes, esparcen desde el amanecer, en torno a sus mostradores de productos sospechosos, pequeños desperdicios de olor insulso, que acaban cubriendo totalmente las aceras, se desbordan por la calzada, arrastrados en todas direcciones por los zuecos de los transeúntes con pijamas negros, para quedar muy pronto empapados por las bruscas lluvias torrenciales de la tarde, reducidos luego a anchas placas sin espesor por las ruedas de las jinrikishas de almohadillas agujereadas, o acumulados en inciertos montones por los barrenderos, cuyos vagos movimientos, lentos y como inútiles, se interrumpen un momento mientras los ojos oblicuos se alzan un poco, de soslayo, al paso de las criadas eurasiáticas con porte de princesas, que, al caer la noche, en medio del calor húmedo y el olor a cloaca, pasean imperturbables a los perrazos silenciosos de Lady Ava.

Animal de pelo brillante, tenso sobre sus patas rígidas, que avanza con paso rápido y seguro, con la cabeza alta, tiesa, la boca apenas entreabierta, las orejas erguidas, como un perro policía que sabe dónde va sin necesidad de escudriñar a derecha e izquierda para hallar su camino, ni tan sólo de husmear el suelo en el que las pistas se confunden entre las inmundicias y los hedores. Finos zapatos de tacones puntiagudos cuyas tiras de piel atan el pie diminuto con tres cruces doradas. Traje ceñido, apenas estriado a cada paso con tenues pliegues escurridizos en las caderas y el vientre; la seda brillante, bajo los faroles de las tiendas, tiene los mismos reflejos que el pelo oscuro del animal, que anda dos metros más adelante, tirando de la correa, llevada con el brazo extendido, lo justo para tensar la trenza de cuero sin obligar a la paseante a modificar la rapidez o la dirección de su trayecto en línea recta, que cruza la multitud de pijamas como si fuera una plaza desierta, conservando el cuerpo inmóvil, a pesar del movimiento vivo y regular de las rodillas y los muslos, bajo la falda estrecha, cuyo corte lateral sólo permite pasos reducidos. Los rasgos de su cara, bajo el cabello muy negro, marcado con una roja flor de hibiscus por encima de la oreja izquierda, tienen la misma fijeza que los de un maniquí de cera. Ni siquiera baja los ojos hacia los puestos de pulpos, pescado verde y huevos fermentados, ni vuelve la cabeza, a derecha o a izquierda, hacia los rótulos débilmente alumbrados, cuyos enormes caracteres cubren toda la superficie disponible tanto en las paredes como en los pilares cuadrados de los soportales, o hacia los puestos de periódicos y revistas, los anuncios enigmáticos, los farolillos de colores vivos. Se diría que no ve nada de todo esto, como una sonámbula; tampoco necesita mirar a sus pies para evitar los obstáculos, que parecen apartarse por sí mismos para dejarle paso libre: un niño desnudo entre restos de hortalizas, una caja vacía que la mano de un personaje oculto quita del suelo en el último momento, una escoba de paja de arroz que apenas roza los adoquines, como a tientas, lejos de la mirada ausente de un empleado municipal vestido con mono, cuyos ojos adormilados abandonan muy pronto las breves apariciones periódicas de la pierna entre los faldones del traje abierto, para atender un instante a su trabajo: el haz de paja de arroz cuyo extremo curvado por el uso empuja hacia el arroyo una imagen abigarrada: la portada de un tebeo chino.

Bajo una inscripción horizontal en grandes ideogramas de formas cuadradas, que ocupa toda la parte superior de la página, el dibujo -de ejecución tosca – representa un espacioso salón a la europea, cuyos revestimientos de madera, muy adornados con espejos y estucos, deben de dar probablemente idea de lujo; algunos hombres con trajes oscuros o spencers de tonos crema o marfil permanecen de pie, aquí y allá, conversando en grupos pequeños; en un segundo término, hacia la izquierda, detrás de un buffet provisto de un mantel que cae hasta el suelo en el que están dispuestas numerosas bandejas repletas de sandwiches o de pastelitos, un camarero de chaqueta blanca sirve una copa de champán, en una bandeja de plata, a un personaje gordo de aspecto importante que, con el brazo extendido ya para coger la copa, habla con otro invitado mucho más alto que él, lo cual le obliga a levantar la cabeza; al fondo de todo, pero en un lugar despejado que permite advertirlos a la primera ojeada -y más teniendo en cuenta que se trata del centro de la imagen-, acaba de abrirse una gran puerta de dos hojas para dar paso a tres militares en uniforme de campaña (monos de paracaidistas con manchas verdes y grises) que, empuñando cada uno una metralleta a la altura de la cadera, inmóviles y prontos a disparar, apuntan sus armas en tres direcciones divergentes abarcando el conjunto de la sala. Pero sólo algunas personas han advertido su irrupción, en el bullicio de la recepción mundana, una mujer de vestido largo, directamente amenazada por uno de los cañones, y tres o cuatro hombres situados en su proximidad inmediata; se acusa un movimiento de retroceso en sus cabezas y sus bustos, mientras que los brazos se han paralizado en mitad de los ademanes instintivos de defensa, o sorpresa, o miedo.

En el resto del salón siguen desarrollándose las intrigas locales, como si no pasara nada. A la derecha y en primer plano, por ejemplo, dos mujeres, bastante cerca una de otra y visiblemente unidas por algún asunto momentáneo, aunque no parecen estar conversando, no han visto aún nada y prosiguen la escena iniciada sin preocuparse de lo que ocurre a diez metros de ellas. La mayor, sentada en un sofá de terciopelo rojo -o mejor dicho, de terciopelo amarillo-, observa sonriendo a la más joven, de pie ante ella, pero vuelta de perfil en otra dirección: hacia el hombre de estatura alta que escuchaba hace un momento distraídamente al bebedor de champán, junto al buffet, y que, ahora solo, permanece apartado de la gente frente a una ventana de cortinas corridas. La joven, al cabo de unos segundos, vuelve a mirar hacia la señora sentada; su semblante, de frente, aparece grave, exaltado, bruscamente decidido; da un paso hacia el sofá rojo y, con mucha calma, subiéndose un poco el borde inferior del vestido con un movimiento flexible y grácil del brazo izquierdo, hace una genuflexión ante Lady Ava, que, con mucha naturalidad, sin impresionarse, sin dejar de sonreír, tiende una mano soberana, o condescendiente, hacia la joven arrodillada; y ésta, cogiendo con dulzura la punta de los dedos de uñas esmaltadas, se inclina para poner en ellos sus labios. Con la nuca inclinada, entre los rizos rubios…

Pero la joven se incorpora enseguida con movimiento vivo y, de pie, desviando la mirada, se dirige resuelta hacia Johnson. Después, de golpe, se precipitan las cosas: las cuatro frases convenidas que intercambian, el hombre que se inclina en un saludo ceremonioso ante su interlocutora, cuyos ojos siguen modestamente bajos, la criada eurasiática que entra en la sala apartando la cortina de terciopelo, se detiene a pocos pasos de ellos y se queda mirándolos en silencio, sin que los rasgos de su rostro, tan inmóviles como los de un maniquí de cera, denoten ningún tipo de sentimiento, la copa de cristal que cae al suelo de mármol y se rompe en fragmentos menudos, centelleantes, la joven de cabello rubio que se queda contemplándolos con mirada vacía, la criada eurasiática que avanza como una sonámbula por entre los residuos, precedida por el perro negro que tira de la correa, los finos zapatos dorados que se alejan a lo largo de la línea de tiendas de comercio sospechoso, la escoba de paja de arroz, que, rematando su trayectoria curva, barre la portada ilustrada de la revista hasta la cuneta, cuya agua cenagosa arrastra la imagen de colores haciéndola girar al sol.

La calle, a estas horas del día, está casi desierta. Hace un calor húmedo y bochornoso, aún más agobiante que de ordinario en esta época del año. Los postigos de madera de las tiendecillas están todos cerrados. El gran perrazo negro se para espontáneamente delante de la entrada habitual: una escalera angosta y oscura, muy empinada, que arranca exactamente a ras de la fachada, sin ningún tipo de puerta ni pasillo, y que sube directamente hacia unas profundidades en las que la vista se pierde. La escena que se desarrolla entonces carece de precisión… La joven mira rápidamente a derecha e izquierda, como para cerciorarse de que no la vigila nadie, después sube la escalera, todo lo aprisa que le permite el largo traje ceñido; y, casi en el acto, vuelve a bajar llevando junto al pecho un sobre muy grueso y deformado, de papel pardo, que parece atiborrado de arena. Pero ¿qué ha pasado entretanto con el perro? Si, como todo lo indica, no ha subido con la chica, ¿habrá esperado tranquilamente al pie de la escalera, sin necesidad de la correa? ¿O lo habrá atado ella a alguna anilla, alcayata, pomo de pasamano (pero la escalera no tiene pasamano), aldaba (pero no hay puerta), clavo de alas de mosca, de gancho, viejo clavo toscamente curvado hacia arriba, retorcido y oxidado, hundido en la pared en ese lugar? Pero ese clavo no es muy sólido; y la presencia insólita de semejante animal, que distingue la casa sin ambigüedad, expondría inútilmente ésta a la curiosidad de posibles observadores. O acaso el intermediario se hallaba en la oscuridad, casi al comienzo de las escaleras, y la criada eurasiática no ha tenido que subir más que dos peldaños, sin soltar la correa, y alargar la mano hacia el sobre -o el paquete- que le tendía el personaje invisible, para volverse sin perder más tiempo. O más bien, había en efecto un personaje al comienzo de la escalera y estaba realmente allí esperando, pero se ha limitado a acercar la mano para coger el extremo de la correa que le ha dado la criada, mientras ella subía corriendo la exigua escalera para llegar hasta el intermediario, que había permanecido en su cuarto, despacho, oficina o laboratorio.