Aquello fue otra tarde junto a la piscina. Taquito acababa de fumar un escondido cigarrillo y se acercó optimista al grupo que rodeaba a Rony Schiaffino. Rony era aún un chiquillo y andaba buscando protección porque era algo afeminado y en el colegio lo fregaban duro, le metían la mano y cosas por el estilo. Tenía que atraer la simpatía de la gente y qué mejor medio que conseguirse un cuñado entre los grandes, entre los poderosos, un cuñado tipo Lucho, alguien que te protegiera con sólo su presencia. Por eso trajo la foto al colegio, y acababa de pasar de mano en mano cuando Taquito se acercó al grupo y trató de mirarla de la misma manera en que todos la habían mirado. La foto había sido tomada en la piscina de su hacienda, sobre un pequeño trampolín y ahí estaba Baby sentada, una pierna extendida, la otra recogida, un traje de baño gris en la foto blanco y negro donde la pierna recogida triunfaba muy blanca sobre lo demás, los senos también, todo esto hasta un punto casi desagradable, no, muy agradable, lo desagradable era que poco rato después algunos en ese grupo estarían masturbándose en sus baños y tú, Taquito, tú sentiste por primera vez en tu vida que querías ir también a tu baño, que nunca habías ido también a tu baño, que te pasabas la vida prisionero a una obligación ya antigua, que debía ser agradable, que tenía que sértelo, pero qué desagradable que todo fuera tan público, tan popular, tan fácil y agradable.

No, eso no te gustaba, es verdad. Pero ya no era tampoco la época en que podías quedarte callado cuando algo no te gustaba. Esos tiempos, esos años se parecían tanto a los westerns . Piensa en Lucho, él podía quedarse callado y dejar que sus gestos, sus ojos, sus medidas sonrisas dejaran ampliamente satisfecho a todo el mundo. Exacto a los westerns : Gary Cooper era siempre el más alto, el que menos hablaba y, al final, siempre el que salía matando a más gente. Ése no era tu caso, tú tenías que hablar y ¡cómo habías aprendido a hablar! Pero hablabas vacío de historias y eso era triste. Por supuesto que sólo tú, tal vez Lucho también, sabías que eso era triste, te sentías triste por la noche, en la cama, cuando el día se terminaba en un duro y sincero enfrentamiento con la almohada. Eso era triste pero también es cierto que ya andabas formando tu «gran capacidad». ¡Cuánto sonreías! ¡Qué fácil era! Pedro hablaba de tres baños en una sola tarde, tú contabas que cuatro. Gran competencia entre Carlos y Raúl, quién llegaba más lejos con la lechada, tres metros, eso no es nada, decías tú, te sonreías, yo mandé una a cuatro metros la otra tarde. Se creía o no se creía, qué importaba, lo importante es que había que estar presente, había que contar, había que ser igual si no mejor, eso era lo importante y por eso tú tenías que pasarte la vida inventando proezas para contar en los recreos, en las horas libres antes y después de la comida, ya casi habías creado una costumbre, cosas como el poder exorcizante de la palabra, pero esa tarde después de la foto, después de Baby Schiaffino en ropa de baño, realmente quisiste estar solo en tu baño, estar solo y sentirte enfermo, por una vez en la vida iba a haber un acuerdo entre la realidad y lo contado, y por primera vez en la vida no quisiste contar nada aquella tarde sino que te escondiste entre los árboles nocturnos más allá de la piscina, como si hubieras querido de una vez por todas agarrarte a golpes con la soledad, como si hubieras sabido de antemano que no era necesario repetir esa historia en voz alta para ponerte a llorar.

Una semana después Rony Schiaffino vino a quejarse donde Lucho. Qué podía hacer Lucho más que darle un buen consejo: no se anda enseñando la foto de la hermana en ropa de baño. Le habían robado la foto al pobre Rony. Todos se rieron con el asunto, quién había sido el gran pajero que se la había timplado. Pero la cosa no pasó de ahí, mujeres más calatas aún no faltaban en periódicos y revistas y hasta había la posibilidad de ver la chola del director bañándose desnuda de vez en cuando, eso hasta Lucho lo había intentado. Sólo el padre Manrique supo quién se la había robado y hubo conversaciones, largos diálogos sobre sexo y pecado, a veces parecían inútiles porque Taquito se confesaba una semana un día sí y otro no, a veces llenaban al padre de esperanzas porque Taquito se pasaba tres semanas sin confesarse. Pero lo cierto es que el día en que Taquito conoció a Baby Schiaffino, llevaba contados cuarenta y siete pajazos con su foto colocada sobre la repisa del baño.

Baby Schiaffino lo curó. Lo curó hasta el extremo de que una vez se pasó siete semanas sin confesar ese pecado, y además esa vez fue con una foto de Debra Paget y no fue nunca más con la foto de Baby. ¿Por qué? Demasiada belleza, indudablemente. Demasiada belleza respirando junto a él, hablándole, estudiando con él los sábados por la tarde, sentada falda contra pantalón en una carpeta doble, los sábados por la tarde, y sobre todo, hablándole de libros: literatura, psicología especialmente. No cabe la menor duda de que algo sucedió, de que algo le sucedió desde aquella noche en que a la tercera vuelta al parque Salazar, Rony Schiaffino, más pegajoso que una mosca, le presentó a su hermana. Los dos dijeron mucho gusto y todo eso y en realidad la cosa no estaba saliendo muy bien hasta el momento en que Baby le preguntó si había leído La agonía del cristianismo. Taquito bendijo el progresismo del padre Manrique y respondió que sí. Entonces Baby quiso sentarse, eso de dar vueltas como una tonta, dijo, a mí lo que me gusta es sentarme con una persona y conversar. Y allí, conversando, era muchísimo mejor que en la foto. Era muy rubia y había algo espontáneo y terriblemente bello en la forma en que sus cabellos caían sobre sus hombros. Tenía una boca atrevida, tal vez el secreto de su éxito, y cuando hablaba lo hacía clavándote sus dos ojazos verdes, exaltadamente verdes en los cuales estaba contenido, sin sufrimiento alguno, todo lo que era por aquella época: una colegiala demasiado hermosa y grande ya para el uniforme del Villa María, orgullosa hasta el extremo de desearse intocable, preocupada por la existencia de otras mujeres bellas en el mundo hasta el extremo de desear pegarles (pero un día trató de hacerlo y mientras atenazaba a la otra chica sintió tanto placer que aflojó las piernas y se dejó pegar y luego, tirada en el suelo y abandonada, trató sin lograrlo de llorar, para que algo le dijeran también sus sentimientos), respirando a gritos una sensualidad que dominaba feliz y que sin embargo parecía siempre a punto de desbocarse. Pero no: no porque Baby Schiaffino acababa de descubrir las posibilidades muy particulares de la conversación y estaba convirtiéndolas en el arte de agotar a un hombre, no con argumentos y razones sino con palabras y gestos cargados de muslo, de senos, de labios y dientes, de la inquietud de unas piernas que no cesaba de volver a cruzar, fatigándose también ella para poder dormir después tranquila, pero siempre menos, fatigándose siempre menos. Y en eso consistía su estilo y su triunfo.

Ésa fue la muchacha que Taquito Carrillo conoció una noche de mayo, y que en pocos meses logró alejarlo definitivamente del abandono de los baños escolares. El padre Manrique no podía creerlo, de la misma manera como no podía creer, o más bien comprender, que su penitente alumno se encontrara muchas veces más preocupado que antes, como si el descubrimiento de una muchacha que insistía en calificar de ideal lo hubiera lanzado sin embargo a otra empresa marcada por la soledad y el desasosiego.

– Padre Manrique -trató de explicarle un día-, hay algo que me preocupa seriamente: Cada vez que salgo con Baby Schiaffino termino agotado, casi deshecho, y sin embargo siempre quiero volverla a ver.

Y cómo no iba a querer verla, frecuentar con ella las plateas de los cines a los cuales sus compañeros asistían también con sus primeras enamoradas. Verla y ser visto con ella, exhibirse con Baby, poder contar después en el colegio los plancitos que tiraban en el sofá de su casa, claro que esto último nunca fue verdad, pero a quién le constaba, quién lo iba a poner en duda si por todas partes él y Baby aparecían juntos, interesadísimos el uno en el otro. Baby había encontrado el compañero ideal, hablador, alegoso como él solo, pero siempre dispuesto a callar y darle la razón al fin. Compañero ideal, inteligente y lector, con él se podía hablar de cosas serias, discutir la quinta sinfonía de Beethoven y la existencia de Dios, que siempre, por lo demás, terminaba existiendo, con él se podía intercambiar libros y estudiar los sábados por la tarde, el resto qué importaba, qué importaba por ejemplo que la gente empezara a decir que eran enamorados a punto de tanto andar juntos sábados y domingos, cada vez que él salía del internado. Baby estaba dispuesta a convertirse en una mujer interesante y qué más interesante que saber que la gente hablaba de ella a sus espaldas, qué cosa más interesante que ser alta y guapísima y darse el lujo de tener un enamorado bajito y con fama de medio pesadote, Baby Schiaffino tiene personalidad, eso iba a decir la gente, sí, eso. Por lo demás Taquito no era su enamorado y si con el tiempo podría llegar a serlo fue un problema que Baby simplemente nunca se planteó.

Taquito en cambio como loco: soy su enamorado pero por el momento que nadie lo sepa porque es a escondidas de sus padres, amores prohibidos, comprende, hermano, y no le digas a nadie, como loco Taquito y lleno de confianza porque en el colegio seguía contando lo de los plancitos en el sofá, siempre con la esperanza de que las voces no llegaran hasta donde Baby. Y si llegaban qué diablos, Baby comprendería, las malas lenguas, la envidia de unos cuantos resentidos, enemigos nunca faltan, no, nada pasaría nunca. Mientras tanto él preparaba su camino, todo era cuestión de saber esperar, de saber encontrar el momento, de seguir viendo a Baby hasta que un día, por cualquier motivo, la conversación derivaría hacia algún tema parecido al amor y entonces él empezaría diciendo Baby, gracias a ti he olvidado a Carmen.

Pero había problemas que superar. El primero fue el asunto ése del baile. Sucedió, tenía que suceder: ya él lo había probado mil veces pero por más que trataba no lograba cogerle el ritmo a nada, ni al bolero siquiera, al merengue ni hablar, simplemente no podía, no había nacido para bailar y los esfuerzos de Baby iban a resultar inútiles. Pero cómo decirle, cómo negarse a tan generoso ofrecimiento, Baby estaba dispuesta a enseñarle a bailar y, como siempre, él no tuvo más que aceptar. Para qué, fue humillante, muy humillante. Sábado tras sábado Baby lo tuvo en sus brazos, lo apretó, lo movió, le dio vueltas como a un muñeco. Y nada, él no respondía, a duras penas si logró aprender a bailar mal el bolero con ella. Pero la poca satisfacción que eso pudo causarle se derrumbó ante la evidencia de una cosa que sí que lo molestaba: aquella intimidad del salón oscureciendo en casa de Baby y él que nunca supo sacar partido de la situación, nunca se atrevió a nada, a pegársela un poquito más, a apretarla un poquito, tenía los senos, los brazos, las maravillosas caderas de Baby prácticamente entre sus manos, y sin embargo siempre esa sensación de fatiga, no, de fatiga no, de desasosiego, peor todavía, de nostalgia y de pena, de pena y de algo que nunca quiso aceptar, la abrupta soledad de aquella tarde en que sintió que estaba ante una inalcanzable dimensión de la belleza.