Pero el tiempo que todo lo borra, dice el tango, y en el caso de Calín esta ley pareció cumplirse inexorablemente desde aquel mes de diciembre en que Baby y Taquito aprobaron su segundo año de Letras y él lo volvió a repetir por tercera vez. Todos como que cambiaron, como que maduraron, y Calín simplemente empezó a perder atractivo. Sus prostibularias historias cesaron de interesarles a unos compañeros que también ya habían hecho sus pininos en los burdeles de la ciudad y que, más de una vez, habían amanecido borrachos en las cantinas mal afamadas de Lima. Y ahora todos pasaban a tercero de Letras, a primero de Derecho, todos empezaban a trabajar en el estudio de papá y a tener su carro propio y a soñar con un lujoso porvenir en el que tipos como Calín no tenían ningún lugar, hasta lo empezaron a ver con algo de pordiosero, como a alguien que los incomodaba con sus sentimientos bastante huachafos y sus problemas absurdamente turbios. De pronto no fue más uno de los suyos sino una especie de huérfano empobrecido y sin un porvenir brillante como el de ellos, de golpe un consenso general decidió tácitamente que en sus futuras casas de Miraflores, de San Isidro, de Monterrico un tipo así no tenía cabida. Qué se iba a hacer, se cansaron de los bajos mundos, de sus mediocres leyes, algo mejor los esperaba, y tal vez todo el asunto quedó sellado una mañana en que Raúl Nieto apareció en la facultad diciendo que qué tanto burdel ni malanoche, seguro que Calín se acostaba tempranito como todos y que antes de venir a clases hacía gárgaras de pisco para llegar apestando a licor como si hubiera pegado la gran trasnochada. Risa general, olvido y vacío en torno a un héroe en desgracia que no tuvo más remedio que irse a buscar su nueva clientela entre los que recién ingresaban a la facultad. Y Baby simplemente lo mandó al diablo.

En cambio Taquito era un hombre nuevo, un flamante miembro de la Academia Diplomática, un entusiasta admirador de Baby de siempre, de la antigua compañera con quien tantos buenos momentos había pasado. Y era, sobre todo, un hombre dispuesto a triunfar en la vida, a hacer una brillante carrera y a hablar en adelante con palabras mayores. Una mañana se levantó, se puso su primer temo con chaleco y, parado frente a un espejo, llegó a casa de Baby y pidió su mano. Sus padres se la concedieron encantados.

Pero claro… siempre aquella pequeña diferencia con la realidad. Y la realidad era que Baby había entrado de cabeza en el gran mundo limeño. Para nada lo había excluido, por supuesto, pero por otro lado ahora salía con tres de los solteros más cotizados de la ciudad. El primero buenmocísimo, un escandinávico y rubio arquitecto cuyo nombre aparecía en casi todas las construcciones de los barrios elegantes. El segundo no paraba hasta conde español y, en cuanto al tercero, abogadazo de nota, era la primera vez que Baby salía con un hombre que pasaba los cuarenta y, lo que es más, experimentado hasta las sienes plateadas. A todos los abrazó Taquito en casa de ella, con todos discutió y a todos los vio partir noche tras noche llevándosela a algún restaurante carísimo.

Pero un día sucedió algo que lo convenció definitivamente de que, en el fondo, era a él a quien Baby amaba. Fue una noche en que no tenía nada que hacer. La llamó por teléfono para ver si podía ir a conversar un rato a su casa, y ella le dijo que desgraciadamente había quedado en salir a comer con el conde español. «Espera», agregó, «si quieres lo llamo y le digo que lo dejemos para otra noche». Taquito se quedó cojudo de felicidad, llenecito de esperanzas, y lo único que atinó a decir fue que no tenía un céntimo para invitarla. Pero Baby tenía demasiada clase como para que eso le importara y una hora después estaban comiendo en la Pizzería de Mirafiores. De ahí pasaron al Ed’s Bar, todo pagado por ella. Taquito la sacó a bailar un slow y le pegó la cara. Media hora más tarde Frank Sinatra estaba cantando Thosefingers in my hand, y Baby le confesó que para ella los hombres más atractivos del mundo eran Frank Sinatra y Antonio Ordóñez.

Menudo problema para Taquito el de parecerse a tremendos tipazos. Pero se vio varias películas de Sinatra y decidió que colocándose un sombrero de lado (con lo cual se convirtió en el hazmerreír de medio Lima), sonriendo de cierta manera y utilizando determinadas expresiones en inglés era posible parecerse al artista, crear un ambiente psicológico parecido al que se desprendía de sus actuaciones en el cine. Esto y whisky porque Sinatra era de los que se tomaban sus buenos tragos no sólo en el cine sino también en la vida real. Faltaba solamente que llegara la ocasión. Whisky, sentimientos latinos, modismos norteamericanos, sombrero ladeado, Baby sucumbiría.

Y qué mejor oportunidad que la que ahora se le presentaba con la fiesta de la Beba Aizcorbe. Ni hablar del peluquero. Él conocía bien esa casa inmensa, de enormes salones archimodernos y ventanales que daban sobre un jardín que seguramente estaría más alumbrado que Beverly Hills para la ocasión. Unos cuantos whiskies antes de la fiesta, justo los necesarios para llegar en forma, para entrar encantado de la vida, saludando a todo el mundo y presentándose finalmente donde Baby con más cancha que Sinatra en Paljoey, cuando apareció en casa de la multimillonaria Rita Hayworth. Perfecto. No podía fallar. Taquito se anduvo entrenando toda la semana, y el sábado a las siete en punto de la noche ya estaba sentado en el Blackout, pidiendo su primer whisky. Ahí hubo un decaimiento. El primer whisky no le hizo el efecto deseado, la verdad es que no le hizo ningún efecto estimulante y el segundo y el tercero lo mismo que el primero, como si nada. Se metió el cuarto a eso de las ocho y otra vez como si fuera agua. El quinto lo mismo y así el sexto y el séptimo, cosa rara en él, pero de pronto el octavo se le trepó hasta el cielo. Tuvo que tener cuidado para no tambalearse al salir pero con un pequeño esfuerzo logró dominarse y utilizar los efectos del licor exactamente para los fines deseados. Entró, pues, a la fiesta tal como lo había planeado, hasta lanzó el sombrero al aire y embocó en una percha, igualito que en el cine, lo único malo es que de repente no supo en qué película estaba y como que se le mezclaron todas. Mejor aún, ése era el verdadero Sinatra, el de todas sus películas, así era el personaje. A Baby la saludó desde lejos haciéndole adiós con la corbata y cuando llegó donde ella le golpeó afectuosamente la mejilla y se echó un poquito para atrás, ni más ni menos que el cantante entonando Cheek to cheek. Baby lo miraba entre asombrada y sonriente y sobre la marcha se dio cuenta de que había bebido algo más de la cuenta. Pero él dale con que dónde está el bar, whisky on the rocksquería, y tú, beautiful one , me vas a acompañar a buscarlo porque no te voy a dejar sola en este barrio mal poblado. Baby lo seguía, lo acompañaba y, por último, le dijo que de acuerdo, que estaba dispuesta a instalarse en uno de los taburetes del bar siempre y cuando hubiese una botella de oporto, porque ella sólo bebía oporto.

Se estaban pegando la gran tranca juntos, por lo menos eso es lo que él creía y dale con servirse otro whisky sin darse cuenta de que Baby aún no pasaba de la primera copa. «Armemos la gran juerga», gritaba Taquito, «Let’spaint the town», y sentía en lo más profundo de su corazón que estaba igualito a Sinatra cantando Island of Caprí, hasta le parecía escuchar a la orquesta de Billy May acompañándolo. Media hora más tarde tenía a Baby abrazada, encantada de estar con él, y cada vez que ella le celebraba una de sus salidas en inglés él la traía riéndose hacia su cuerpo y ahí la escondía un ratito contra su hombro. Luego volteaba a mirar hacia la terraza donde tanta gente bailaba pero en una de ésas como que vio doble y casi se viene abajo del taburete. «Un momento», dijo, «no te cases en mi ausencia, Baby.» En realidad lo que quiso fue ir en busca de un disco de Sinatra para darle ambiente al asunto, pero en el camino no tuvo más remedio que desviarse violentamente para ir a parar al baño. Se sintió pésimo y, cuando regresó, como que ya no sabía muy bien dónde estaba, se tropezó demasiadas veces antes de llegar donde Baby y una vez a su lado comprendió que le era simplemente imposible volver a subirse al taburete. Pero aceptó feliz el whisky que ella le dio y continuó conversando hasta que de pronto supo que estaba pegándole un rodeo enorme al asunto de la declaración amorosa y que Baby lo escuchaba muy seria. Tuvo la certeza de que Baby le estaba prestando toda la atención del mundo.

Y para siempre guardó la absoluta certeza de que si alguna vez en la vida ella le había hecho caso había sido precisamente esa noche. Pero hasta ahí los recuerdos. Lo demás se le borró desesperadamente y, al despertar el domingo, lo hizo con la total convicción de que algo había sucedido, no necesariamente malo pero sí insuficiente. Sólo Baby podía saber qué había ocurrido, ella le contaría, si ya eran enamorados se dejaría coger de la mano esa tarde, y sin embargo tanto dolor de cabeza y esa espantosa sensación de que lo de anoche no había sido más que un borrón al cual una sensación de inseguridad añadía casi obligatoriamente algo de cuenta nueva.

Fue como se lo esperaba. Vio a Baby, hizo alusión a lo de anoche y, como ella se limitara a sonreír indicando casi que nada había pasado, ya no encontró el coraje para tomarla por la mano y comprobar si algo había pasado. Podían ser dos cosas: que Baby le había dicho que no y que Baby, al comprobar que estaba borracho, había optado por no darle importancia al asunto en cuyo caso qué otra solución quedaba más que la de empezar de nuevo.

La feria de octubre fue la ocasión. Venían toros y toreros españoles y Taquito la invitó a ver las dos corridas del ídolo Ordóñez. Por supuesto que antes se leyó completitas las obras de Gregorio Corrochano y, en lo referente a La estética de Ordóñez, prácticamente se la aprendió de paporreta. A Acho llegó con puro y sombrero cordobés lo cual le valió más de un silbidito tipo hojita-de-té, pero qué diablos si Baby sabía compartir a fondo los verdaderos ambientes y eso precisamente era lo que él le estaba creando. La tarde se presentó perfecta.

Ordóñez, con un faenón de dos orejas y rabo, le dio tanto ambiente al asunto como la música de Sinatra le había dado antes a su encarnación del famoso cantante. La gente gritaba en la plaza, oles a granel, flores en el ruedo, pero Taquito, muy entendido, sabía en qué consiste la seriedad de un torero de Ronda y entre toro y toro le explicaba a Baby cuál era la exacta diferencia entre la escuela rondeña y la sevillana. Realmente la llegó a interesar, y terminada la corrida, ella aceptó gustosa seguir escuchándolo mientras tomaban un par de oportos en el bar del Bolívar. El embrujo se había creado, Baby estaba nuevamente cerquísima de él.