De esto último me enteré cuando yo vivía en Madrid. Bob y yo solíamos escribirnos brevísimas cartas y postales que a veces se limitaban tan sólo a informarnos de un cambio de dirección o número de teléfono. Yo lo busqué siempre que volví a París de visita, aunque las últimas veces su teléfono ya no respondió. Se hallaba, sin duda, en algún soleado lugar, cuidando la abandonada mansión de algún magnate. De dos de esas mansiones me escribió. Una quedaba en el sur de Francia y la otra en alguna isla del Egeo. Sus frases irónicas se mezclaban cada vez más con otras sumamente cariñosas, en las que me rogaba que le diera señales de vida. Y, la verdad, yo siempre lo hacía. Pero un día de 1999, estando en el baño de mi departamento madrileño, la postal que acababa de recibir de Bob, enviada desde Miami, se me cayó de la mano y se deslizó por la finísima ranura que había entre el bidé y la pared de mayólica. Sacarla de ahí iba a ser dificilísimo pero ahora me arrepiento de no haberlo hecho porque traía una nueva dirección. Y le he es-crito varias veces a su dirección anterior, con la esperanza de que alguien le reexpida mi sobre, pero nada. Nada hasta el día de hoy y nada, a lo mejor, para siempre. Porque Bob no tiene mi actual dirección y yo no sé dónde diablos ni cómo podría contactarlo, pues no conozco a nadie en este mundo que lo conozca a él. En realidad, me digo a veces, mi buen amigo Bob Davenport ha desaparecido detrás del último bidé que tuve en España.

Un amigo muerto, un domingo, un otoño

Hay fines de semana sin gente que ver, sin ganas de ver a nadie, tampoco. Es domingo todo el tiempo, a partir del sábado a eso de las cinco de la tarde, y, gracias a Dios, no he comprado periódico alguno, hace semanas que no sé nada de la liga de fútbol, y la televisión como si no la hubieran inventado todavía. La música está terminantemente prohibida, en domingos así, que incluso empiezan antes de tiempo. Diablos, cualquier tipo de música sería realmente peligrosísima, en circunstancias tales que la sola idea de la existencia física o cantada de un Julio Iglesias puede ser de necesidad mortal, a juzgar por lo que uno sabe de sí mismo. En la sala hay un gran libro a medio leer, y hay decenas más esperando lectura, en mi biblioteca, pero en días así sucede lo mismo con los libros que con el cine. Hay varias salas de estreno en el barrio y películas que ver, pero eso vendrá después, tal vez el lunes, a lo mejor el martes. En fin, eso vendrá no bien este oscuro bienestar se transforme en molesta melancolía y la larga visita de algún muerto anuncie un punto y aparte.

– Si todo me sale bien, dentro de pocos meses habré partido al Perú, Julio…

– Dios te dé más años de vida de los que a mí me concedió en Lima, viejo.

Una tira de años, en París, Julio Ramón Ribeyro y yo almorzamos juntos cada domingo. Siempre estuve invitado a su casa, a eso de la una de la tarde, y Alida, su esposa, se encargó de recordármelo muy cariñosamente por teléfono, cada semana. A veces Julio Ramón ni siquiera me recibía porque andaba con una gripe fiebrosa, por ejemplo, y se negaba incluso a que lo visitara unos minutos en su dormitorio.

– No entres, Alfredo, porque muerde, me advertía Alida, explicándome que me había dejado mi almuerzo listo, también el de Julio, por si se le antojaba comer algo al pesado ese. Luego se iba a algún compromiso vinculado a su trabajo y, como Julito hijo se había ido desde temprano con sus compañeros de colegio, el resto de aquel domingo me lo pasaba sentado en la sala oyendo a Julio Ramón estornudar o toser y carraspear, como quien intenta explicarme que está de un humor de perros y que para otra vez será, viejo.

Volveré al Perú dentro de unos pocos meses, casi a la misma edad en que Julio Ramón regresó. Él no tuvo suerte, pues los amigos comunes siempre me han contado que sus años limeños fueron los más felices de su vida y que se acabaron demasiado pronto, que mereció vivir mucho tiempo más. Y esto es cierto, ya que Julio era incapaz hasta de escribir una carta, de lo feliz que estaba en Lima. Me consta. Jamás me escribió desde allá. Yo a veces lo llamaba por teléfono, de Madrid, pero he llegado a la conclusión de que él no podía creer ni aceptar que mi voz le llegara desde tan lejos, desde un mundo que había dejado atrás para siempre.

– Hola, viejo… Sí, viejo… Gracias por tu llamada, viejo…

Recuerdo que lo llamé una vez para felicitarlo, porque le acababan de conceder el muy importante Premio Juan Rulfo, en México, y que me contestó una mujer. Me dijo, de parte del señor Julio Ramón Ribeyro, que estaba en una rueda de prensa internacional y que lo volviera a llamar dentro de una media hora, más o menos. ¡A mí con ésas! ¡A mí con vainas y detallitos! Aquello me produjo una cólera tremenda, pero tan sólo unos minutos, porque la verdad es que nunca he olvidado la risa que me invadió de pronto al pensar que Julio tenía hasta una secretaria y que no había sabido qué hacer con la llamada de su amigo, en larga distancia, ahora que de pronto se encontraba rodeado por la prensa, por decenas de fotógrafos, ciego de flashes, ahí rodeado por la fama, o ante ésta, o en medio de ésta, en fin, qué sé yo de famas. Sin embargo, la sola idea de imaginar a Julio Ramón desbordado e incomodísimo por una suerte de estallido del éxito me causó tal hilaridad que tuve que esperar a que se me pasara bien la risa para volver a marcar su número de teléfono.

Julio Ramón no pudo asistir a la ceremonia de entrega de ese premio, muy pocos meses después, en Guadalajara, México. Alida, su esposa, y Julio, su hijo, asistieron en su lugar. Yo andaba invitado a la feria del libro, festejando los 25 años de la publicación de Un mundo para Julius, y pude acompañar bastante a Alida y Julito a tanto acto público, tanta entrevista, tanto todo. De la muerte de Julio Ramón me enteré muy pocos días después en Caracas.

– Perdona que no te recibí el domingo pasado, viejo. La gripe me pone de un humor negro, y nada detesto más que imponerle mi mal humor a un amigo como tú…

– Perdóname tú, más bien, Julio. Perdóname que desde este muy personal domingo madrileño, uno de ésos que empiezan en tarde de sábado, incluso, yo en cambio te imponga mi estado de ánimo.

– Sí, se te nota mustio. No triste o melancólico o nada. Sólo mustio. Como si no existieran el fútbol, la televisión, los libros, el cine, y qué sé yo qué más…

– Sylvie te ha guardado siempre cierto rencor, ¿sabes? Desde el día en que, siendo casi una niña, empezó a piropearte en su casa, ante varias personas, en su afán de ganarse el cariño de mi gran amigo y cómplice. La hiciste llorar delante de todo el mundo. Ella andaba en plena piropeada, entre gente mayor y que apenas conocía, y tú la cortaste de un solo golpe.

– Lo siento, Sylvie, pero yo he llegado ya a la etapa del desamor.

– Salió disparada a llorar en el baño, Julio Ramón.

– Ni me acuerdo, viejo. Pero debió de ser porque yo siempre preferí a Maggie, y tú seguías casado con ella.

– Tú no sólo preferías a Maggie, Julio… Tú estabas enamorado de ella. Y ella de ti. Ustedes dos se adoraban en todo caso, y así me lo hicieron saber una tarde en que andábamos los tres reunidos en mi departamento. Mi mejor amigo en este París del diablo y mi adorada Maggie, enamorados… La idea, sin embargo, no me hizo infeliz, porque tanto tú como Maggie eran demasiado buenos, demasiado limpios, demasiado nobles como para causarme daño alguno a mí. Maldita sea. Ahora recuerdo que la idea me hizo bastante feliz, de una manera especial, eso sí, y que no puedo calificar sino de alcahuetamente feliz.

– Ja… Aquellos tiempos…

– Hoy fueron felices aquellos tiempos, Julio Ramón…

– Me alegra mucho saberlo. Realmente.

– Y, sin embargo, Maggie decidió irse al Perú…

– Y apareció Sylvie…

– Y reapareció Maggie, un año más tarde…

– Pasaba de todo en esos tiempos, caray…

– Y de pronto te enfermaste. Cáncer.

– Me acuerdo, sí, me acuerdo… Por supuesto que me acuerdo…

– Y de pronto se enfermó también Maggie. Flebitis muy aguda.

– Por eso no venía a verme nunca al hospital, claro…

– Una mañana tras otra, una semana tras otra, mes tras mes (así de interminable, en todo caso, me resultó aquello), todas las mañanas las pasé acompañando a Maggie, en el hospital Cochin, y luego corriendo a visitarte a ti, cada tarde, en el hospital Saint Louis. Por las noches Sylvie y yo nos acompañábamos en nuestra locura, en el inmenso manicomio que era íntegra la ciudad de París, de bar en bar. Bar del Ritz, Harry's Bar, Calvados, Rosabud, Closerie de Lilas, La Coupole, Aux-Duex-Magots, Flore, Old Navy, La Chope… De herida en herida nos acompañábamos hasta el amanecer…

– ¿Cómo acabó eso?

– Maggie sanó y se fue a Lima, después de haber trabajado en París algún tiempo. Sylvie se casó y se fue a Italia. Yo empecé a trabajar como un loco en algún libro.

– Y yo me volví a enfermar, claro.

– Fue la segunda operación, sí. Te abrieron y te cerraron, Julio…

– Y viví veintiún años más, "de permiso".

– Yo empecé a salir con una linda chica venezolana. Era mi alumna en la universidad y un día ella misma me pidió que saliéramos juntos. Se llamaba Inés, y era realmente linda y muy simpática… Bueno, digamos que no me hice de rogar…

– De ésa sí que no me acuerdo…

– Cómo te vas a acordar, Julio Ramón, si estuviste todo el tiempo en el hospital Saint Louis, otra vez. Incluso te puedo contar que esa chica me abandonó por tu culpa, sin que siquiera te enteraras. Bueno, digamos que por tu culpa, es una manera de contar. Lo cierto, en todo caso, es que me dejaba en el hospital todas las tardes, pero se moría de celos de hacerlo, porque creía que tú y tu enfermedad eran un invento mío y que el truco del hospital y mis visitas diarias me permitía encontrarme diariamente con otra mujer…

– Ja… Ésa sí que estuvo buena…

Como todo el mundo, yo a veces he querido morirme, sí. Pero de ahí a quererme matar, media una enorme distancia. Sin embargo, harto de Maggies y Sylvies e Ineses, me imagino, intenté hacerme nada menos que hara-kiri, con un gigantesco cuchillo. No sé por qué aquello fue en casa de mis amigos José Luis García Francés y Paolo Pinheiro. Tampoco sé por qué estaba yo ahí solo y por qué estas circunstancias, más la memoria perdida, tremendo black out, hicieron que esa noche fuera un milagro que Paolo llegara justo en el instante en que la hoja del cuchillo y mi barriga…