– Hoy te toca darle de comer a ti, Betty.

– A mí nunca me toca darle de comer, idiota. Yo le abro su lata esa asquerosa sólo cuando me da la gana…

– Pero habíamos quedado en turnamos, mujer. Al menos cuando no estás de viaje.

– Sí, pero yo trabajo, y tú no escribes.

Las horas y el lugar en que meaba o defecaba Gato Negro fueron siempre un misterio para sus dueños, aunque en algún momento tenía que pegarse su escapada callejera o techera, porque de lo contrario un departamento tan enano como ése hace siglos que habría empezado a apestar a muerte. Pero bueno, éste era un problema que los Gómez Sánchez ni se planteaban, casi.

– Alguna virtud tiene que tener ese asqueroso animal -repetía, muy de tarde en tarde, Betty Gómez de Gómez Sánchez-. Alguna virtud tiene que tener el monstruo ese.

Y puede ser muy cierta la siguiente explicación del Gordo Santiago Buenaventura, el único amigo divertido que tenían Betty y Rodrigo:

– Con toda seguridad, Betty, Gato Negro te ha oído decir esas cosas de él, un día en que andaba de muy mal humor, debido a un fuerte y perseverante insomnio. Si no, ¿qué otra explicación puede haber para semejante cambiazo, así, de la noche a la mañana…?

En efecto, qué otra razón podía haber para que, en menos de lo que canta un gallo, se produjera un cambio tan grande en el comportamiento de Gato Negro. De una vida tan encerrada en sí mismo, y en el cajón de la cómoda, que lo volvía prácticamente invisible, Gato Negro se convirtió en una verdadera ladilla, en una real pesadilla para Betty Gómez de Gómez Sánchez. Pulga, ladilla, chinche, el gato del diablo ese, siempre tan inmóvil, siempre tan pesadote y tan lento, ahora en una fracción de segundo aparecía y desaparecía tras haberse meado bien desparramadito por toda la maleta ya lista para cerrar de la tal Betty.

Ella que tanto preparaba sus equipajes, ella que se gastaba en ropa una fortuna que para nada tenía y ella que estaba a punto de cerrar su maleta, imitación Louis Vuitton, y salir disparada rumbo a la estación de tren, rumbo al aeropuerto. ¡Mierda! ¡Gato de mierda! ¡En qué momento le había desparramado toda esa pestilencia sobre sus blusas de seda y sus faldas de marca! ¿En qué momento, ¡mierda!, si ella no se había movido del dormitorio y la maleta tampoco de ahí encima de la cama? Y ahora, ¿qué…?

El tren se le había ido otra vez, una mañana, el avión se le había ido también otra vez, una tarde. Citas a las que no se llegó, posibles ventas que no se hicieron y un jefe que me amenazará nuevamente con despedirme. Betty Gómez de Gómez Sánchez trabajaba de visitadora médica en los laboratorios Roche-Laroche, y se pasaba la vida recorriendo Francia en tren o en avión, de norte a sur y de este a oeste, con mucho mérito, es cierto, pero también con una desmedida aunque siempre frustrada ambición económico-social.

O sea que dentro de una semana, cuando ella regresara de visitar médicos por el sur de Francia, el novelista sin novelas -bueno: algo es algo- Rodrigo Gómez Sánchez tenía que haber escogido ya: o Betty Gómez (la mujer de regular vida, remoto origen, de alma y aspecto sumamente huachafos, que él un día amó un poquito y que lo pescó, con llevada al altar y todo, de puro solo y César Vallejo que se sentía Rodrigo en París con aguacero) o Gato Negro, un animal horroroso pero que qué culpa tenía de nada, el pobre.

Rodrigo Gómez Sánchez (altote pero paliducho, sacolargo y desgarbo aparental, total, familia de muy respetable y doctorada burguesía provinciana, empobrecida cada vez más -y en Lima, que es lo peor de todo-, alma de artista grande, permanente indecisión de escéptico de marca mayor, memoria prodigiosa, bondad total, indefensión ídem, y vida bohemia que, por un descuido de solitario, se le acabó un día ante un altar) cerró la novela de Luis Rafael Sánchez que estaba leyendo, aunque no sin que antes su asombrosa memoria registrara una serie de frases de ese gran amigo y escritor puertorriqueño, que realmente le dieron mucho que pensar. La bohemia es el credo de descreer , era una de las frases por las que Rodrigo se sintió profundamente concernido. También le había gustado mucho eso de Los hombres se marchan fumando, pero, cosa rara, con todo lo noctámbulo y disipado que había sido él, en su vida había encendido siquiera un cigarrillo, aunque sí había admirado a muerte a esos hombres duros que, en el cine en blanco y negro y años cuarenta, no paraban de fumar y de llegar y de volver a marcharse fumando, pistola en mano y masticando un inglés absolutamente antishakespeareano.

Pero la frase de Luis Rafael Sánchez que más lo concernía, al menos hasta ese momento, es la que afirma que Una mujer indecente es lo penúltimo. ¿Qué es lo último, entonces? ¿El pobre Gato Negro? ¿Un animalejo que sólo logra defenderse a meadas -perfectamente bien desparramadas, eso sí- de la maldad de una gente con la que jamás, ni en su peor pesadilla, soñó vivir…? Sí, está muy bien eso de que los hombres se marchen fumando. Nada tengo contra ello, ni siquiera en el mundo antitabaco en que vivimos. Pero yo, si quiero portarme como todo un hombre, lo que realmente tengo que hacer es acercarme y no marcharme del problemón que me espera.

El regreso de Betty -¿lo penúltimo?-, dentro de sólo cuatro días, ya, era el tremendo problema al que Rodrigo Gómez Sánchez tenía que acercarse. Y cuanto antes, mejor, basta ya de parsimonias, oye tú. O sea que Rodrigo se incorporó con una desconocida agilidad, incluso con una limpieza de movimientos que él mismo calificó de felina -¿súbita simpatía por Gato Negro?-, y atravesó raudo el par de metros de ridícula salita-comedor-escritorio que lo llevaba hasta el teléfono y el único amigo realmente divertido que tenía, el Gordo Buenaventura.

– Oui, j'écoute…

– Santiago, viejo… Soy yo… Rodrigo…

– ¿Qué pasa, antihéroe?

– Gato Negro, hermano… Gato Negro y un ultimátum… Betty regresa del sur dentro de cuatro días y…

– No entiendo nada, compadre… ¿Le pasa algo a Betty?

– No, no… Pero me ha asegurado que si regresa y encuentra a Gato Negro, se va ella de la casa.

– ¿Casa? ¿De qué casa me estas hablando? ¿O estás borracho?

– Del departamento, perdón… Betty se larga para siempre del departamento, de mi vida, de todo…

– ¡Cojonudo, antihéroe…! ¿Qué más quieres? Dispondrás de un par de centímetros cuadrados más, para empezar. Y mira, ahora que lo pienso bien: tú deja que llegue Betty, pero antes métele un buen valium a Gato Negro en la leche. Así ella te encuentra con michimichi bien dormidito y ronroneando feliz entre los brazos, y tu elección habrá quedado clarísima, sin que tengas ni que abrir la boca, siquiera. Betty se larga, entonces, y en seguida llego yo y te acompaño donde un veterinario para que le ponga una buena inyección a ese pobre infeliz…

– ¿Matarlo, dices, Santiago? ¿Mandar matar yo a Gato Negro?

– Exacto. Y recuperar tu total libertad. Y volver a tu vida bohemia, o de vago, como prefieras llamarla. A lo mejor hasta te da por escribir algo, viejo…

– Yo no podría matar a ese animalito…

– Ah, caray, conque ahora ya es animalito el monstruo ese…

– Santiago…

– Escúchame, Rodrigo… Morir debe ser para ese pobre gato una verdadera liberación. Y te lo juro: yo, en su lugar, ya me habría suicidado… O sea que nada pasará con pegarle su ayudadita… Te lo agradecerá, incluso, desde el otro mundo. Suicídalo y vas a ver…

– Más difícil que anestesiar un pez, operarlo y sacarle las tres letras.

– ¿Qué dices? Repite, por favor.

– Nada. No tiene importancia. Era una frase de Luis Rafael Sánchez. Se me vino de golpe a la cabeza y se me escapó.

– Y yo algo creo haber entendido… ¿Me equivoco si te digo que esas palabras tienen algo que ver con el ultimátum de Betty?

– Bueno, sí, lo reconozco…

– ¿Y qué vas a hacer, entonces? Porque de regalar al pobre Gato Negro, nada. Imposible. Ni con plata encima te acepta nadie a semejante monstruo. Si además parece que, en edad de animales, nos lleva como mil años…

Por llamadas telefónicas, Rodrigo Gómez Sánchez no se quedó corto. Agotó incluso su agenda, y a veces con llamadas tan absurdas como las interurbanas, a algunos conocidos de provincias. Santiago Buenaventura tenía toda la razón. Nadie, absolutamente nadie, le iba a aceptar jamás a Gato Negro. Y faltaban sólo tres días para que llegara Betty.

Y ahora faltaban ya sólo dos días para que llegara Betty y la única novedad era que Rodrigo había intentado enchufarle a Gato Negro al viejo y solitario portero del edificio en que vivía. Le explicó, larga y tendidamente, su muy difícil situación a monsieur Coste, con una voz cada vez más arrodillada, cada vez menos voz, cada vez más nudo y carrasperitas…

…Gato Negro… él mismo se ocuparía de Gato Negro, sólo que a escondidas. Por lo demás, el pobre animalito vivía invisiblemente, y monsieur Coste no viajaba nunca. y por último, el problema de la maleta de madame era un problema con su esposa, con nadie más en este mundo que con madame. Se lo juraba, sí, podía jurárselo, porque entre ayer y hoy debo haber hecho mi maleta unas veinte veces, encima de la misma cama, y Gato Negro ni se ha asomado, Gato Negro ha permanecido invisible en su cajón inferior de la cómoda.

– Mais, monsieur Gomés Sanchés, voyons…

– Comprenda usted, monsieur Coste, lo que significaría para mí que Gato Negro continuara viviendo en este mismo edificio…

El portero se convirtió en una puerta de madera y cristal llenecita de visillos sucios, una puerta a la que era ya completamente inútil pedirle algo, y resulta que ahora ya sólo faltaban un día y una noche para que llegara Betty, mañana por la mañana. Rodrigo Gómez Sánchez se sorprendió a sí mismo con un salto felino que lo sacó casi a propulsión de la cama -¿un salto felino, elegante, distinguido, de Gato Negro?-, sin tiempo siquiera para abrir los ojos y catar el sabor tan extraño y fuerte de aquel nuevo día, de aquel importantísimo amanecer. Veinte minutos más tarde, mientras tomaba un café con leche y mordía un pan frío, duro, sin mantequilla ni nada, migajoso, Rodrigo volvía a sorprenderse a sí mismo, pero esta vez sí que muy sorprendentemente: a Gato Negro ni Dios le iba a aplicar una inyección letal. La suya era una decisión tomada por un hombre cabal, un hombre de palabra, y de ahí sí que no lo iba a sacar nadie.

Ahora lo que faltaba era Betty, claro, pero entre el salto felino con que amaneció y la decisión cabal con que desayunó, a Rodrigo como que lo abandonaron para siempre sus energías físicas, psíquicas, también las éticas, y digamos que lo de la fuerza de voluntad jamás había sido su fuerte. O sea que hasta las once de la noche, lo único que hizo, aparte de permanecer en piyama ante una máquina de escribir en vacaciones, fue dejar lo mejor de su almuerzo en el plato de metal chusco en que comía Gato Negro.