Y todo esto se debe, cómo no, a que un magrebí es como un latinoamericano corregido y aumentado, en todo lo que al eterno femenino se refiere. Los magrebíes respetan tu terreno con ley de hampa donjuanesca y hasta le hacen serias y respetuosas venias a tu pareja, por más bella y sublime que ésta sea. Y, ay, por consiguiente, ay de ti si te metes con una falda que les pertenece. Te aplican la ley del más macho con nocturnidad, alevosía y gran maldad, y eso equivale a que te caen de a montón magrebí y te dejan bien pateado en el suelo y convertido en carne de ambulancia.

Y a aquella soberana paliza se debió la prolongada desaparición del barrio latino, sus esquinas y sus calles, del ya pobrecito Remigio González, y también su coja y tardía reaparición primaveral en el bulevar Saint Michel. Dicen que Valle Inclán fascinaba a las mujeres contándoles mil y una versiones de la pérdida de su brazo. Limitémonos a decir que, definitivamente, Remigio González no escribió Divinas palabras ni Luces de bohemia ni nada que se le parezca, ni muchísimo menos tampoco. Y que con la llegada del verano, y tras un fracaso en el ambiente de las latinoamericanas, redujo al máximo su campo de acción y ya sólo probó suerte sin suerte alguna entre sus compatriotas peruanas. Y que se fue de París sin saber absolutamente nada acerca de París y que en Lima se quedó calvo tan rápido que, hablándole muy de hombre a hombre, su padre le preguntó si por casualidad no había sobrevivido con las justas a una gonorrea en primavera o en verano, porque la gonorrea en el París de 1925 del señor González padre también era menos maligna y mortal que en invierno.

Yo hubiera pagado por asistir a aquella conversación de hombre a hombre entre un padre de 1925 y un hijo que regresó del frente de batalla, en 1965, sin una sola condecoración y sin haber aprendido absolutamente nada sobre cooperativismo. Pero yo no estaba en Lima cuando Remigio González regresó de la guerra y perdió lastimosamente su pelirrojez, muy probablemente debido al clima desalentador y gris en que debió recordar uno por uno los momentos mil en que no logró disparar un solo tiro en París.

Y eso que era terco como una mula, el lamentable y caduco Remigio. Esto me consta porque, entrado ya el calor fuerte del verano parisiense, hizo una última aparición donjuanesca por la rue des Ecoles.

Tuve el triste privilegio de cruzármelo en mi camino y me detuve para verlo avanzar en dirección nada menos que al Panteón, con unos pantalones que ni un torero soportaría, de tan apretados, y una amplísima camisa hawaiana de mangas super cortas y que le colgaba por delante y por detrás con dos grandes faldellines. Mataba como nunca el asfalto poblado de féminas con su andar de torero en prostíbulo y de esbirro de dictadura trujillista en una imaginaria República Dominicana de 1965. Ahí lo dejé, camino al Panteón, sin que una sola muchacha se dignara pegarle una miradita siquiera a aquel gran macho del novecientos.

Y seguí caminando por ese barrio latino poblado de latinoamericanos en el que ya triunfaban un Julio Cortázar, un Mario Vargas Llosa y un Miguel Ángel Asturias. Y en el que todos los latinoamericanos eran de izquierda. Sí, todos eran de izquierda. Hasta los de derecha en vacaciones lo eran. Todos, toditos lo eran en aquel entonces barrio estudiantil por el que yo continuaba caminando y tarareando una canción que años atrás había dado la vuelta al mundo, creo:

Pobre gente de París

No la pasa muy feliz…

Con la única excepción de Verita, por supuesto, que, por decirlo de alguna manera, a París llegó en 1966 para vengar a Remigio González y volver a izar hasta las nubes el pabellón del eterno seductor latinoamericano, aunque en una versión bastante actualizada, para decir la verdad. ¿O qué se han creído ustedes que era Verita? Verita era…

Verita y la Ciudad Luz

A Noële y Jean Franco

"¡Mamita! ¡Qué tal par de cretinos!", fueron las primeras palabras que escuché decir a Verita. Aún no lo conocía, ni sabía quién era, ni sabía tampoco que era peruano ni en qué momento había hecho su aparición en L’Escale, un pequeño, muy oscuro y sumamente atabacado local musical, situado en la rue Monsieur le Prince, entre los bulevares Saint Germain y Saint Michel, y en pleno corazón elegante del Barrio latino.

Sin embargo, L’Escale distaba mucho de ser un local distinguido o mínimamente elegante, siquiera, y ahí uno se instalaba como podía en mesitas apretujadas y se sentaba en incomodísimos y muy bajos taburetitos, sin saber nunca muy bien qué hacer con las piernas. Pero aquel simpático y muy popular antrillo era algo así como la meca musical de los latinoamericanos en la época en que llegué a París y lo seguiría siendo muchísimos años después. En él habían cantado o tocado la guitarra, el arpa, la quena, el charango y qué sé yo cuántos instrumento más del folclor latinoamericano, con la única finalidad de ganarse un con qué vivir, jóvenes promesas de las letras y de las artes, como el venezolano Soto, cuya obra plástica adquiriría con el tiempo renombre universal, Y a él acudía cada noche, a escuchar su música y beberse tintorros y sangrías de nostalgia, o simple y llanamente a divertirse con un grupo de amigotes o con una chicoca, toda una fauna proveniente de cuanto rincón pueda encontrar uno entre el Grande y la Patagonia.

Una noche estaba yo ahí sentado con mis amigos y compatriotas Carmen Barreda, futura gran pintora peruana, Raúl Asín, futuro abogadazo y hasta presidente de una gran empresa, y el simpático y siempre correcto Carlos Condemarín, otro mayúsculo futurible más, y no sé bien si hasta ministro aún en pañales, pero sí algún día presidente, me parece, de algo tan importante como el Banco de la Nación o el Reserva del Perú, o qué sé yo, pero a lo grande, eso sí.

Y estábamos de lo más tranquilos con nuestra jarra de sangría, escuchando canciones paraguayas, pasillos ecuatorianos y Juan Charasqueado, nuestra canción preferida, cuando a alguien se le ocurrió mandarse La Cumparsita y dos bonaerenses casi se nos mueren juntitos de nostalgia, a pesar de encontrarse ubicados en las dos mesas más distantes que había en L’Escale.

– Llo no aguanto más sin Buenos Aires – se quejó amargamente el bonaerense invisible de la mesa del fondo del negro local.

– Y llo mucho más que vos – se amargó lamentablemente el invisible de la mesa justito al pie del estrado.

– Fíjate que lla llevo tres días desde que salí – dialogó en la oscuridad el llo del fondo invisible.

– Y llo toda una semana – empezaba a batir su propio récord el invisible de al lado del estrado, cuando se oyó que un tipo soltaba la carcajada, al tiempo que encendía un encendedor Zippo y se ponía la tremenda mecha encendida en la cara, para que lo vieran bien y oyeran aún mejor su irónico y exclamativo comentario:

– ¡Mamita! ¡Qué tal par de cretinos!

Era Verita, por supuesto, y resultó ser peruano y bien macho, si lo pide la ocasión, y hasta se puso de pie con el Zippo de fogata, porque aquí el que ronca ronca y qué, pero felizmente los bonaerenses ni lo vieron ni lo oyeron, de puro enfrascados en la nostalgia en que se hallaban.

Así conocimos a Luis Antonio Vera, alias Verita, por lo entrañable y simpático que era, ingeniero agrónomo de profesión, enólogo de especialización, en Francia y donde haya buen vino, hombre de sonrisa eterna que jamás en su vida había tenido un problema, y que en su enológico y motorista recorrido por los viñedos de Europa y media, iba dejando una estela de alegría y positivismo absolutos y contagiosamente maravillosos. Porque para Verita todo lo bueno era posible y todo lo malo simple y llanamente imposible. Verita era un ejemplar único de peruano optimista de principio a fin y de cabo a rabo, de sol a sol y de año tras año y de década tras década, mañana, tarde y noche. Yo, un día, por ejemplo, le pregunté por Cesar Vallejo, el más metafísicamente triste y pesimista de todos los peruanos, que ya es decir, y que incluso consideraba muy seria y gravemente la posibilidad de haber nacido un día en que Dios estaba enfermo…

– No me vengas con cuentos, hermanito – me interrumpió Verita, agregando: – Sin ánimo de querer discutir con todo un hombre de letras de cambio, je je, como tú, permíteme decirte que, por más grande y genial que fuera Vallejo como poeta, sólo a un huevas tristes se le ocurre pensar una cosa semejante, y además soltártela en un poema.

– Bueno, pero se le ocurrió.

– Púchica, hermanito. Ponme tú al Cholo Vallejo delante y meto tal inyección de desahuevina que lo convierto en Walt Whitman. A ese hombre seguro que le faltaba una buena hembrita y uno de esos vinos cuyo secreto sólo posee este pechito.

Así esa Luis Antonio Vera, Verita para sus amigos y Varita Mágica para sus amigas. Todavía lo recuerdo, corriendo en su moto por todo París con una chica en el asiento posterior. Y una chica distinta, cada día. Y sin embargo, Verita no era un donjuán ni un veleta, ni era tampoco un motociclista que recorría Europa dejando un amor en cada puerto. Verita era simple y llanamente simpático y contagioso. Sí, sumamente contagioso. Porque durante el año que permaneció en París todos conocimos montones de chicas encantadoras y muchos incluso nos casamos. Yo, el primero. Y nadie tenía un centavo para celebrar su boda pero eso no fue jamás problema alguno para aquel muchacho tan generoso como entrañable y alegre. Se conquistaba al primer dueño de restaurante que conocía, organizaba una colecta en pro del amor, y todo quedaba pagado en un comedor especial que él hacía cerrar para los festejos, aunque con una extraña condición, eso sí: que lo dejaran sacar a la novia cargada del restaurante cuando terminara el bailongo.

– ¿Y eso por qué, Verita? – Le pregunté un día.

– Para entrenarme, hermanito – me decía. – Porque el día que Verita ame, nadie va a amar como Verita. Y a su hembrita la va llevar cargada por el mundo entero.

– ¿Y por qué no te entrenas cargando a todas las chicas que paseas en tu moto?

– Pa’ que no se hagan locas ilusiones, pues, hermanito. Cargando a las novias de mis amigos nadie se hace ilusiones y en cambio Verita se mantiene en forma para el gran día del amor.

Verita, que jamás conoció ni oyó hablar de caduco y lamentable Remigio González, el peruano aquel que tiempo antes de su llegada se pasó un año entero en París dedicado única y exclusivamente a meterle letra a cuanta chica se cruzaba en su camino, y que abandonó la Ciudad luz con la cara de héroe muerto en batalla perdida, tras haber llegado con un optimismo guerrero que ni los generales Eisenhower, Patton y Mac Arthur juntos. Verita, que con su permanente sonrisa, sus ojitos chinos de felicidad y vivaces y locuaces miraba a mil sitios al mismo tiempo y de cada uno de ellos le llovía una muchacha para su moto, Verita, sí, era una suerte de inmensa y definitiva reivindicación del honor perdido por un peruano tan cretino como creído y tan caduco en su estilo como lamentable en su grosera ambición. Verita nos había dado, en cambio, y nos seguía dando cada día, lo mejor de su campechanismo, de su naturalidad, de su nobleza y de su contagiosísima alegría. O sea que Verita se merecía lo mejor, y lo encontró en París.