Guía triste de París (1999)

Machos caducos y lamentables

A Micheline y Jean Marie Saint Lu

A Remigio González le había dicho su padre, cuando le despidió allá en su Lima natal, que no se anduviese con cuentos en París, que le sacase un enorme provecho a su beca para estudiar cooperativismo, y que, por encima de todo, mucho pero mucho cuidado con pescar una gonorrea en invierno. "Hijo mío -le había concluido su padre a Remigio González, hablándole de hombre a hombre y abrazándole entre paternal, brutal, y los hombres también lloramente, ante la puerta de embarque número cinco del aeropuerto de Lima-. No olvides, mijito mío de mi alma, que yo soy la voz de la experiencia y que también viví mi París de soltero, allá por el año veinticinco. Y créeme que un invierno en París es cosa seria y que con gonorrea el asunto se pone ya de necesidad mortal. Y recuerda siempre que, por más de la puta madre (con el perdón de aquí tu señora madre) que esté una franchutita, en el fondo de su alma no es más que una puta. Y jamás olvides que la piba más bella del barrio latino terminó convertida en una madame Ivonne, en Buenos Aires, según canta en un tango el inmortal Carlitos Gardel, que de minas francesas supo casi tanto como Dios, porque, además, nació en Toulouse de Francia. Todas, mijito, dan muy mal pago y gonorrea. Y todas, todititas, son como la Brigitte Bardot esa, que mucho acentito lindo y mucho pimpollo y pepa de mango, pero que de BB nada y de PP todo".

Después, el padre de Remigio González le cedió la palabra, el último abrazo, el beso conmovedoramente prolongado y el llanto a mares, a aquí tu señora madre, que ante la puerta de embarque y última llamada número cinco del aeropuerto de Lima sólo atinó a desgarrarse aún más, aunque logrando a pesar de todo exhalar un lamentable y último suspiro de limeña. Consistió éste en la promesa eterna de llevar el hábito color morado del Señor de los Milagros cada mes de octubre, porque en octubre se estaba embarcando suijito, y porque el Señor de los Milagros no le fallaba nunca a nadie y era el Cristo moreno y patrón de la ciudad de Lima, también llamada Ciudad Jardín, por entonces, algo que en la altamente tugurizada Lima que se fue, de hoy y de Chabuca Granda, resulta ya totalmente imposible y suena más bien a insulto de extranjero indeseable.

Soplaban vientos de otoño, de 1964, y de Charles Aznavour cantando La bohème y Comme c’est triste Venise , cuando entre varios centenares más de latinoamericanos de ambos sexos y del más amplio espectro y aspecto (cholos chatos, multiformes y todoterreno, mulatos alegres al principio, pero luego los peores para aguantar inviernos de comida sin picante y lontananzas sin ritmos patrios, una minoría negra, entre serena, virreinal y muy en su lugar, o sea, sólo por encima del indio, ningún indio de mierda, un pelirrojo como Dios manda, arios bajo sospecha y un millonario de verdad, que quería empezar de cero, como empezó su padre), Remigio González ocupó por primera vez su lugar en la cola del edificio Chatelet, donde chicas y chicos españoles y latinoamericanos cobraban mensualmente la beca del gobierno francés.

El era el pelirrojo de verdad. Y era tan alto y pelirrojo y fornido que ya casi no parecía un latinoamericano, sino un actor de Hollywood años cincuenta representando el papel de Un americano en París. Pero, no, qué va. A Remigio González, a pesar de la gonorrea mortal de su padre y del hábito desgarradoramente morado de su señora madre, su alma-corazón-y-vida lo delataron como un gran seductor made in Perú y muy años sesenta, o sea, ya casi decimonónico, en el preciso momento en que llegó a la ventanilla de pago y la funcionaria de turno -que no estaba nada mal para ser una funcionaria de turno y porque en tiempo de guerra todo hueco es trinchera y La bohème, la bohème… ., de Charles Aznavour-, con el fin de ubicar el sobre con sus miserables cuatrocientos ochenta francos mensuales, le preguntó su nombre, nacionalidad y la rama del saber que lo había traído a Francia. Sintiendo y tarareando el orgullo y la felicidad de ser peruano, de haber nacido en esa hermosa tierra del sol, donde el indómito Inca, prefiriendo morir, legó a su raza la gran herencia de su valor, etc., etc., y con su mejor espíritu de futbolista peruano con camiseta patria en estadio extranjero, Remigio González untó su voz con miel de abejas y néctar de dioses, y se presentó:

– La bohème, la bohème, mamasel mamacita. My name is Remi, aunque solo para ti soy made in Perú, de pies a cabeza, y mi especialidad en el saber es la de latin lover , pero latino, además, lo cual es, como quien dice, un primer valor añadido…

El iba a agregar mucho más, el inefable, caduco y lamentable Remigio González iba a preguntarle a qué hora salía del trabajo mamasel mamacita, cuando la funcionaria le rompió en sus narices el sobre con sus cuatrocientos ochenta francos del alma y del mes, a gritos se lo rompió, además, llamando a su jefe y éste luego a la policía, por si las moscas, mientras en la cola enfurecían los españoles porque ya basta de tanta espera por el pelirrojo ese de eme, coño.

Entre los latinoamericanos, en cambio, nació al unísono la más alegre solidaridad anti Remigio González cuando una panameña desenfadada, de buen ver y mejor estar en este mundo, gritó, autoritaria y lideresa: "¡Qué cobre el que sigue y que viva el mambo de Pérez Prado. Y usted, compadre made in Perú, lo menos que agarra este mes para dormir y comer es un muelle del Sena by night, o sea, que mucho ojo con los clochards, que también los hay del otro equipo!". La verdad, hasta Simón Bolívar habría aprovechado ese momento de total concordia latinoamericana para crear un gran estado fuerte y unido al sur del río Grande.

"Alfredo Bryce" -me dije, lo menos bolivarianamente que darse pueda, y profundamente triste, mientras observaba el avergonzado y solitario caminar de cabeza gacha con que Remigio González abandonaba al edificio Chatelet. "Alfredo Bryce" -me repetí, abandonando enseguida mi lugar en la cola para acercarme al pelirrojo más derrotado que he visto hasta hoy en mi vida. Pero que hay gente que hasta la muerte es como Remigio González, aprendí en aquella oportunidad, cuando al acercarme y presentarme pude comprobar que hay individuos que, por decirlo de alguna manera, se crecen ante la adversidad cuando tienen ante sí a un tipo aún más imbécil que ellos. Remigio González no sólo me dejó con la mano tendida, sino que pegó un escupitajo que me rozó un zapato, olvidó por completo y para siempre que acaba de portarse como un imbécil y, recuperando la totalidad de su metro ochenta y cinco y el esplendor rojo de su engominado pelo, cruzó la calle como quien cruza un baile limeño muy 1960 para matar a una hembrita con sus andares y su mirada, y partió hacia un millón de conquistas amorosas.

Volví a entrar al edificio, y me disponía a ubicarme al final de la cola cuando un español me dio la voz y me dijo que me había estado guardando mi lugar, delante de él, en esa cola.

– Mi nombre es Antonio Linares -me dijo-, y vengo de Málaga a estudiar sociología. Debo confesarte que llevo un buen rato observándote y que eres el único aquí que no se ha pasado todo el rato mirándole el culo a las mujeres. ¿Cómo te llamas?

– Bryce… Alfredo Bryce… Muchas gracias por guardarme el sitio.

– Nada, hombre… ¿Peruano?

– De Lima, sí. Y he venido a estudiar literatura francesa.

Antonio Linares fue mi primer amigo en París. Y fue también mi maestro. Y aunque con el tiempo el hombre se politizó en exceso y sólo vivió para su causa, siempre hizo una risueña excepción conmigo, como si aquel fracaso mío con el cretino de Remigio González le hubiese abierto una pequeña brecha en el corazón de paredón que reinaba entre la izquierda de aquellos años. Me refiero, claro, a los hispanohablantes, a los españoles y, sobre todo, a los latinoamericanos. Mezclado con éstos, y al mismo tiempo no sintiéndome jamás completamente mezclado con nada, aprendí que era gente peligrosa por un hecho fundamental: porque es malo creer en una sola idea, sobre todo en el caso en que se tiene una sola idea.

En fin, como el semanario que todos leíamos en aquella época, Le Nouvel Observateur , muy pronto me descubrí convertido en una suerte de nuevo observador, a menudo condenado a fracasos como el que había experimentado sólo por apiadarme de Remigio González. Y entonces parecía un espectador taurino que, en el medio de la más apoteósica faena, descubre que a la roja y grave muleta del torero le falta un pespunte y que, en cambio, la capa trae una alegre y hermosa perfección que le permite al matador ejercer con plenitud la personificación de su arte, o sea, aquello que Joselito llamó el estilo y que, según él, no era otra cosa más que la gracia con que se viene al mundo.

Por todo ello puedo decir, hoy, que al inefable matador de hembritas parisienses Remigio González le faltó siempre un pespunte y que nunca me cansé de observarlo. En otoño llevaba siempre un impermeable a lo Albert Camus y Humphrey Bogart, y esquineaba por todas las calles del barrio latino, poniéndose en marcha, eso sí, no bien pasaba una mamasel mamacita digna de que él pusiera en funcionamiento la estudiada y presumida ciencia del enamoramiento que allá, en su Lima de barrio chico y cortas miras, le había resultado tan exacta como infalible. Yo conocía sus itinerarios preferidos y me dedicaba a observarlo con tanta curiosidad como piedad. ¿Cuál era su error? ¿Cuál era la razón por la que, una y otra vez, tarde tras tarde y noche tras noche, abandonara el barrio latino sin una sola presa?

Yo creo que era que ya las muchachas de aquel momento parisiense y cosmopolita ni lo entendían. Y que poco a poco el altivo pelirrojo empezaba a parecerse cada vez más un desamparado indio que baja a Lima desde sus andinas alturas y quiere preguntarnos algo desesperadamente, en un idioma que le es ajeno. Se ha dicho, y es cierto, que por Lima uno pude cruzarse con un hombre que acaba de llegar, por ejemplo, del siglo XVI. Pues eso es lo que creo yo que le ocurría al pobre.

Porque cuando llegó al invierno y Remigio González -que, dicho sea de paso, jamás pisó el curso de cooperativismo para el que se le había otorgado la beca- estrenó un abrigo simple y llanamente inenarrable, y se engominó más que nuca su roja cabellera lacia y dijo más que nunca mamasel y mamacita y ¿voulezvous un café avec un péruvien comme moi à París la bohème ?, Sin la más remota posibilidad de éxito, él y su decaída fama de don Juanito -éste era su apodo, desde mediados del invierno, más o menos-, no tuvieron más remedio que trasladar sus puntos de observación del devenir femenino al mundo de las hembritas árabes. Y ahí no sólo fracasó, una vez más, sino que le llegó, además, la noche en que una mancha estudiantil árabe obró grupalmente, asestándole tremenda paliza por el solo hecho de haber pisado territorio magrebí.