Lo que sí, últimamente he notado que don Eduardo como que quisiera hablarme a pesar de ser tan raro. Pobre don Eduardo. Cultiva su jardín viejo y tristón y con cuánto amor cuida las rosas de su pequeño mundo antiguo. Se nota, a la legua se nota que fue un mundo muy grande y el único que había a principios de siglo y es lógico, perfectamente lógico, que el pelo se le haya puesto así de blanco y de largo y que se descuide el bigote y ande con una barba de tres días cuando Carmela y Elenita lo logran pescar para afeitarlo. Ahora, que entre eso y echarle la culpa de todo a mi abuelo, francamente, no sé. Y lo más triste es que ni siquiera se hablan. Murieron los hermanos Barreda, el jorobado Caso, todos los amigos de juventud y principios de siglo, sólo quedan ellos dos, y es una verdadera lástima saber que de un día a otro se van a morir conversando cada uno con el aroma de sus rosas.

Porque mi abuelo también cultiva su jardín aunque todavía hace gimnasia sueca, para estar menos impresentable que don Eduardo, lo cual, según mi pobre abuela, nada tiene de bueno porque la otra mañana, figúrate tú, tu abuelito se olvidó de hacer sus ejercicios y se tomó íntegro el desayuno y después se olvidó de que acababa de tomar un desayuno y casi le da un colapso por hacer su gimnasia sueca. Pobre Rafael. Debió sentirse a la muerte porque hasta empezó a decir sus últimas palabras. Soñando las empieza a decir a cada rato, pero hasta ahora nunca las había empezado porque se iba a morir.

– Mujer -me dijo el pobrecito-, qué culpa tengo yo de que Felipe Alzamora…

Pero, igualito que cuando sueña, no pudo acabar del colerón que le entró en medio de todo al pobrecito. Imagínate lo desgraciado que hubiera sido. Morirse sin poder ni siquiera terminar de decir sus últimas palabras. No, no hay derecho para que don Eduardo Rosell de Albornoz sea un hombre tan raro.

Ya casi resulta perverso de lo raro que es. Dios no quiera que se nos vaya al infierno de puro raro, pero la verdad es que hay que ser un hombre rarísimo para echarle la culpa de todo a tu abuelito. Y con lo mucho que lo quiere siempre el pobrecito, a pesar de lo de Madrid. Sí, es verdad que en cada viaje que hicimos a París, primero, y a Madrid, después, para ver a don Eduardo y su familia, él le preguntaba qué edad tenía Felipe Alzamora y tu abuelito le respondía siempre lo mismo.

– La verdad, Eduardo, es que Felipe Alzamora es un hombre muy honorable pero…

Y también es verdad que don Eduardo se impacienta mucho.

– Por favor, Rafael, qué edad le calculas tú a Felipe Alzamora.

Pero es innegable asimismo que tu abuelito le respondió siempre lo mejor que pudo.

– Pues a eso iba, Eduardo; lo que quería decirte es precisamente que Felipe Alzamora, con ser un hombre muy honorable, es una de esas personas que no tienen edad. ¿No recuerdas? Como que no tenía edad cuando tú te viniste a Europa y la verdad es que sigue igual. Hay gente así, Eduardo… Como sin edad… Gente que realmente no tiene edad, por más que uno se la busque. Pero, ¿por qué…?

– ¡Vida de mierda!

– ¡Eduardo, por favor, cómo puedes hablar así! Estoy haciendo milagros para que tus ya menguantes rentas…

E incluso durante el viaje de 1950, en que tuvimos que pasar dos veces por Madrid porque El Comercio se equivocó y publicó en sus notas sociales que don Rafael de Goyeneche (felizmente que lo escribieron bien porque si no a tu abuelito le arruinan el viaje) y su señora esposa, doña Herminia Taboada y Lemos de Goyeneche, habían partido con rumbo a Madrid, París, Roma y Londres, cuando en realidad esa vez nosotros pensábamos volver directamente de Roma a Lima y ni se nos había ocurrido ir a Londres, pero tuvimos que ir porque El Comercio lo decía y después la gente, ya tú sabes. Lo cierto es que eso nos obligó a pasar de nuevo por Madrid, donde acababan de inaugurar un restaurante peruano, y a don Eduardo se le antojó invitarnos y la comida, sería la falta de costumbre o qué sé yo, le cayó pesadísima…

Ésta es la parte en que mi abuelita exclama: ¡Y el pedo, y el pedo de don Eduardo!, y aparece siempre mi abuelo y le da de alaridos porque está terminantemente prohibido mencionar el nombre de ese señor en su casa mientras él viva y ella lo sobreviva, o sea, que no hay manera de averiguar qué tuvo que ver esa ventosidad con la amistad de toda una vida, ni hay manera tampoco de enterarse cuáles son las últimas palabras completas de mi abuelo porque el colerón lo interrumpe cuando las sueña y lo mismo le pasó medio muerto cuando lo de la gimnasia sueca y el desayuno y no, no queda más remedio que esperar a que a alguno de los viejos le dé un colapso completo y entren en una larga agonía con la suficiente dosis de inconsciencia como para que se les rompa la barrera del orgullo y de lo raro y de una vez por todas cuenten lo que pasó.

Pero como he seguido notando que don Eduardo como que quisiera hablarme, he cambiado el horario de mis clases y ya no vengo un día sí y un día no para mis horas de piano y francés. No, ahora vengo a diario y los días pares tengo además doble francés, y los impares doble piano porque así hay cuádruples probabilidades de estar presente cuando pase lo que pase, pase lo que pase, o mejor dicho cuando pase lo que Dios quiera, porque cada día está peor el pobre don Eduardo y, para empezar, ya el jueves perdió por lo menos el reconocimiento porque en vez de cortar una rosa cortó un rosal y cómo lloró el viejito y en medio de todo y del jardín, en mi vida me he sentido tan profundamente enamorado o de Carmela o de Elenita.

– ¡Dios mío! -exclamé-. ¡Cuándo nos moriremos aquí todos para que cesemos por fin de no entender!

Nadie me entendió, por supuesto, aunque de pronto, mientras tratábamos de calmarle la llantina del rosal a don Eduardo y yo dudaba entre Carmela o Elenita, por no serle infiel a la otra, noté que al viejito se le encendía una lucecita en el fondo del alma, porque clarito se le veía en el fondo de ojo de ambos ojos que son el espejo del alma, como todos sabemos, porque aunque eran las once de la mañana y brillaba un sol de verano increíble, don Eduardo como que necesitaba más luz y pidió qué le encendieran todos los focos del jardín y sus hijas se aterraron a punta de no entender nada, pero como Carmela y Elenita están profundamente enamoradas de mí, las dos lo encendieron todo no bien les dije enciendan todo aunque no entiendan nada y por fin se hizo la luz y los tres entramos en ese largo y merecido trance que da el haber alcanzado el summum de la delicadeza por no ser infiel a la otra multidireccionalmente.

Y en ésas andábamos cuando nos dimos cuenta de que también don Eduardo, por su cuenta y riesgo, había entrado en trance, en un trance muy personal, paralelo al nuestro, y que se había dejado más derramar que caer sobre el césped, se había puesto boca abajo, y con las manos se traía del culo a la nariz un olor que parecía estarlo colmando de satisfacciones y al que, muerto de una risita como muy íntima, muy suya, muy para él sólito, y muy como ji-ji-jí-qué-rico, calificó, según nos pareció escuchar, aunque aquello fue más bien oler, de magdalena peruana, palabras éstas que nada querían decir en medio de semejante olor, salvo que don Eduardo anduviese ya totalmente inconsciente, lo cual resultaba bastante incompatible con la manera en que se nos estaba desternillando ahí de risa con la felicidad que le producían sus pedos, y luego, para obtener un rendimiento máximo en el regodeo y, a pesar de que Carmela y Elenita ya no sabían hacia dónde oler de vergüenza, don Eduardo se nos contorsionó cual gimnasta de país comunista, logrando colocar la nariz en el culo con tal precisión de ojete que yo en otras circunstancias realmente habría aplaudido.

Pero más importante en ese momento era tratar de enterarse de lo que iba diciendo, pues aunque todo era rarísimo, se trataba sin duda de sus últimas palabras y de su muerte, debido precisamente a lo raro que había sido en vida, y con toda seguridad no tardaba en enviarle un postrer mensaje de afecto a mi abuelo o de explicar por qué diablos dejaron de hablarse para siempre, a raíz de aquel famoso pedo madrileño. Carmela y Elenita no habían asistido a la comida aquella del restaurante peruano, o sea que me acompañaron en la difícil empresa de abandonar nuestra delicadeza summum para intentar penetrar en el secreto profundo de aquel olor. Inútil: don Eduardo se regodeaba con un hilito de voz que se ahogaba en su incesante pedorreo y ninguno de los tres logró pegar la oreja por culpa de la nariz.

O sea que sólo Dios lograba escucharlo y sólo Él sabe que a don Eduardo le había caído muy pesada la comida de aquel restaurante peruano de Madrid, en el que pidió anticuchos, ceviche, y ají de gallina, y de postre picarones y suspiros a la limeña. Demasiado para un hombre de su edad, pero era la silenciosa y orgullosa nostalgia de la patria lejana y querida, que luego, al materializarse en una ventosidad cuyo olor a juventud y principios de siglo en Lima era lógico resultado de los ingredientes peruanos de la comida, muy en especial del ají y las otras especias, se convirtió en la flor de la canela y aroma de mixtura que en el pelo llevaba y lo transportaron del puente a la Alameda y en esta última se cruzó nada menos que con Felipe Alzamora, quien, según acababa de contarle mi abuelo, a su regreso de un viaje a Londres que hizo debido a un error de las notas sociales del diario El Comercio de Lima, aunque lo importante es que escribieron bien Goye neche, Eduardo, acababa de fallecer justo cuando don Eduardo descubría que se había equivocado por completo con don Felipe Alzamora porque de golpe, como esos monstruos de maldad que esconden riquezas mil de ternura por un gatito, don Felipe Alzamora pudo y debió haber sido su mejor amigo y él probablemente hubiese descubierto esa maravillosa verdad si es que el cretino de Rafael de Goyeneche no le hubiera dicho siempre que don Felipe Alzamora, su entrañable y difunto amigo, era un hombre sin edad, motivo por el cual él había exclamado ¡País de mierda!, al abandonar el Perú, y ¡Vida de mierda!, cada vez que el perverso Rafael de Goyeneche, sin duda alguna su peor enemigo, sí, sí, todo en ese pedo se lo decía: el enemigo malo, el diablo en patinete, Rafael de Goyeneche le había hecho creer que don Felipe Alzamora, su llorado y aromático amigo, era un hombre sin edad, por lo cual él, equivocado hasta ese momento, había postergado treinta y cinco años su regreso al Perú y se había ido arruinando en una Europa demasiado cara ya para sus viejas rentas, y todo, sí, todo por temor a cruzarse en la calle con Felipe Alzamora, su maravilloso, su difunto, su ventoso, su mejor amigo, aroma de mixtura y afecto que el viento trae y se lleva para siempre, al mismo tiempo, su entrañable compañero de esta noche de pedo peruano y trágico despertar.