Aquí tengo que jurar que la vida es así y que yo sólo he hecho lo posible porque la gente cumpla con su deseo o con lo que no cumplió, mintiéndomelo con la alegría de haberlo cumplido. Tengo que jurar también que aquella noche yo andaba particularmente borracho cuando él colocó la primera mesa. Ni cuenta me había dado de que lo había hecho. Se me acercaba demasiado y yo andaba con el universo reducido a su cara, una especie de caja achinada, y a una aislada pero constante lucha contra una corriente de humo que me estaba haciendo mierda el rabillo del ojo. Fue justamente entonces que empecé a notar que de rato en rato su cara me dejaba un hueco al frente. Me había dejado varios huecos al frente cuando se me ocurrió mirar al fondo y me di con que ya había tres mesas. Ahí fue que vi también al mozo acercando una cuarta mesa y algunas sillas. El tiempo se me había mezclado con el humo que volvía puntiagudo en esa maldita corriente de humo. Un rabillo del ojo me lloraba como loco y yo me lo frotaba con la mano pura nicotina, cerrando el otro ojo, acabando con la realidad y cuando nuevamente miraba al frente, a veces seguía el hueco, a veces no, pero yo ya debía andar muy mal porque no todas las veces que había hueco había otra mesa encima de otra mesa. A esas alturas, si mal no recuerdo, lo de las sillas y las mesas quedó momentáneamente abandonado para discutir las perspectivas de mi instalación definitiva en Zaragoza. El tallercito donde fabricaba los banderines acababa de convertirse en la fábrica de banderines más grande de España, gracias a la necesidad que sentía Antonio y al tono decidido que adquirí yo cuando expuse las condiciones de vida a las que estaba acostumbrado y que requerían un alto sueldo y fuerte participación en las utilidades. Para obtener el efecto deseado me anulé el rabillo del ojo de un aplasten.
Antonio ya no paraba de explicarme. Dijo que se cagaba en la tapa del órgano y, del presupuesto de Banderines de España, S. A., sacó una partida para la expedición. No muy grande porque aquélla iba a ser una empresa tan arriesgada y solitaria como la conquista del Perú. ¿Te imaginas al dueño de Banderines de España escalando el cerro imposible y rescatando el cadáver de su hermano? ¿Te imaginas eso, peruano? ¿Eh, Juan? Yo ya lo estoy viendo. Y mira la bandera que vamos a poner allá arriba. La bandera de España hecha en mi propia fábrica. ¿Qué me dices de esa fábrica? Banderines y Banderas del Perú y España… Banderas y Banderines de España y del Perú, Sociedad Anónima. ¿Eh, peruano?
Parece que yo llevaba mucho rato sin hablar porque dijo que se cagaba en la puta de oros y perdió el equilibrio como empujado por algo muy fuerte. Yo reaccioné en el acto y le puse todo lo contado al alcance de su mano, recurriendo a cierta experiencia y a otro aplasten que me dejó nuevamente sin rabillo del ojo. Mi lucha contra el humo continuaba y tuve que ir al baño para apagarme definitivamente el rabillo del ojo. Cuando regresé me di con más mesas sobre más mesas, un montón de sillas arriba, otro montón chorreando por los costados, y, en un rincón, diciéndole al mozo quítate o te mato, a Antonio en la actitud de un gladiador que acaba de matar a un león y espera al siguiente. Me miraba jadeante y yo pedí cerveza para todos. Ahí me di cuenta de que los cuatro hombres y la mujer que podía ser una puta se habían marchado ya. Miré hacia afuera y empezaba a amanecer. Estaba mirando hacia el suelo para ver si había aserrín, cuando sentí que me abrazaban por la cintura y que era bien fácil volar.
Me hacían cosas rarísimas. Ya estaba en el segundo piso de mesas pero por detrás me seguían empujando para que alcanzara las sillas. De pronto noté que ya no me empujaban. «¡Coño!», gritaron detrás de mí. «Hasta ahí llegaste tú solo.»
Conociéndome, debí haber sido yo, fui yo el que se desparramó sobre las últimas dos sillas, volteando luego a mirar cuánto trabajo le costaba a Antonio llegar hasta allá arriba. No era fácil escalar esa montaña. El mozo tenía que saber que nadie hasta entonces había llegado hasta allá arriba. Tenía que saber, el hijo de puta, que nunca nadie había podido vencer esas cumbres heladas. ¡Nadie! El mozo tenía que dar vivas por la solitaria expedición española. Que no llegaba. Que sí llegaba. El mozo tenía que estar sentado en este bar escuchando la radio, escuchando a la radio española narrar la proeza del héroe solitario, del hermano hasta la muerte, del que nunca olvidó, del propietario de Banderas… Y llegó hasta donde yo lo esperaba incómodo, cuando el mozo se sentó a contemplar en la televisión del bar cómo había llegado a la cumbre el único hombre que había ido junto al cielo para traer a su hermano. Desde un helicóptero se había filmado la bandera del héroe español flameando sobre los Andes.
Permanecí en silencio cuando me puso nuevamente junto a la barra. Jadeaba sonriente y no me hacía el menor caso mientras llenaba su vaso mirándolo con los ojos idos. Después empezó a decir algo en voz muy baja. El mozo no debía tocar para nada la bandera. Alguien que acababa de bajar de allá arriba lo iba a matar si tocaba la bandera española. Antonio avanzó bruscamente y culminó su puñetazo mortal en una caricia que frotó suavemente la mejilla del mozo que hacía rato seguía la escena cargado de respeto. Yo aproveché para acercarme a ver qué decía en el banderín y Antonio se me abalanzó, arrastrándome prácticamente hacia la puerta. El banderín anunciaba unas regatas en el Ebro, pronto.
Pero ahora lo sé todo. Sé, por ejemplo, que yo ya me había convertido en el más generoso de los públicos, todo lo iba creyendo, cada grandeza de Antonio la aumentaba hasta convertirla en una verdad definitiva. Aún no me esperaba lo que se venía pero como que iba preparado para cualquier cosa. Cualquier cosa podía ocurrir desde el momento en que caí sentado en su automóvil, hasta el cual me había arrastrado. Antonio estaba feliz conmigo. Feliz con el mundo, había que verlo correr por las calles de Zaragoza. Éramos los reyes del volante, manejaba como un loco y yo respondía afirmativamente con la cabeza cuando me decía que esa carrera la teníamos ganada de punta a punta. Continué sonriendo afirmativamente cuando un carro blanco, enorme, nos pasó mucho más moderno y más caro, la verdad que el de Antonio era un autito viejísimo, ya casi sin marca, quién diablos sabría de qué modelo era la camionetita ésa, una mierdecita sonora, rechingona, llenecita de crujidos que ni mis gritos ¡dale!, ¡dale!, ¡los últimos serán los primeros!, lograban apagar, pobre Antonio. Pero yo no se lo demostré. Inventé la mejor de mis sonrisas cuando entramos a la calle de tierra en que resultó que vivía; un edificio entre otros edificios cubiertos de polvo, un acequión desbordado, la vaca al amanecer allá al frente y nosotros dos bajando de la camionetita, yo dándole de empujones al entusiasmo heroico de Antonio porque la verdad es que nos pasaron todos los carros que quisieron pasarnos y ahora estábamos en las sucias afueras de la ciudad, un barrio bastante pobre, para qué. Confieso que ahí tuve que hacer un esfuerzo con lo del entusiasmo. Eran como las cinco de la mañana y ya brillaba el sol y seguro que él también tenía sed y se tambaleaba igual que yo. Qué hacer para mantener vivo el asunto. El entusiasmo era como una pelota que había que mantener en el aire y cada uno se deshacía de ella con el sentimiento de que era la última vez que se pasaba al otro. Bien difícil se puso la cosa, mucho más cuando yo entré primero y abrí una puerta que no era la del ascensor y Antonio me señaló una escalera que yo miré como pensando tiene que haber otra mejor. ¡De puro mármol!, me dije y avanti. Segundo piso, y empecé a subir como quien siempre vivió allí. Antonio, atrás. Era bestial correr por la escalera, devolvía el ánimo y todo. Nuevamente era verdad que todo era verdad. Jadear delante de la puerta, mientras Antonio sacaba su llave, también era bestial, como que presagiábamos otra aventura. Yo, al menos, estaba dispuesto para todas las aventuras que le pueden a uno ocurrir en un departamento pobretón. Por eso me lancé adelante en cuanto abrió la puerta y por eso o porque soy yo me puse a buscar a las copetineras con los ojos ansiosos no bien me vi en el oscuro cabaret. Antonio me miraba radiante, me desafiaba a no creerle y yo cuánta verdad le estaba regalando ahí parado, creyéndole al pie de la letra que aquel vestibulín cerrado por cortinas de terciopelo negro, de paredes negras, con dos enormes copas de champán, la del marinero borracho y la otra, la de la rubia semidesnuda que quisieron que se pareciera a Marilyn Monroe, los dos bailaban bebiendo dentro de sus enormes copas pintadas con trazos brillantes sobre las paredes del cabaret de verdad. Felizmente que Antonio, es decir, felizmente que el barman me sirvió una copa rápido. De algo me sirvió.
Pero mucho más me sirvió el grito de Antonio. ¡Al África!, gritó, mientras abandonaba el mostrador y desaparecía entre una de las cortinas negras. Yo corrí detrás. Traté de emparejar el ritmo de mi carrera por ese corredor con un entusiasmo y credulidad y me salió algo así como juguemos a la ronda mientras que el lobo está. Y qué quieren que haga:, desemboqué en el África. Cuando me vi parado cojudísimo frente a Antonio, en lo que era la sala de su casa, puse una cara que aseguraba que nunca nadie había desembocado tanto en el África. Me bebí íntegra mi copa. Felizmente que Antonio se había traído la botella. Me llenó la copa con violencia, derramando y rugiendo. Lo miré y continuaba rugiendo. ¡África!, grité yo. ¡África!, me contestó, y se sirvió más licor rugiendo y derramando sobre la alfombra que era la piel de un tigre, con su cabeza y todo. Metió el pie entre el hocico del tigre y me miró. Inmediatamente me puse a contar, llegué hasta veintinueve sin que el tigre le hubiera arrancado la pierna. Más allá había una cabeza de bisonte y Antonio volvió a rugir mientras se trababa en mortal lucha con unos cuernos enormes. Mientras tanto yo me conté hasta quince con la pata metida en el hocico del tigre pero no me atreví a más. Antonio puso cara triunfal y brindó por el África, brindó como un torero que ofrece su faena al público. También yo brindé. Giramos, él una vez, yo dos. En la segunda vuelta pude verlo todo: más pieles por el suelo, cortinas que imitaban la piel de una cebra, trofeos de mil cacerías, banderines de dos mil cacerías, sólo que cuando me acerqué no había nada marcado en las copas, ni fechas ni nombres ni nada, y los banderines anunciaban regatas ya pasadas en el Ebro o, por ejemplo, una procesión de la Virgen del Pilar de Zaragoza. Si no me vine abajo en este instante, fue un minuto después, cuando un rugido de Antonio hizo aparecer a una mujer somnolienta por la puerta de un dormitorio. Nos quedamos desconcertados, pero yo vi que Antonio continuaba sonriendo.