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Está empezando a amanecer cuando doblo la esquina y llego a la plaza, dejando a mi espalda la Casa de las Torres. En el cielo liso, azul marino, todavía no tocado por la primera claridad que se insinúa como una línea de niebla violeta al fondo del callejón que da al este, hacia los campanarios de Santa María, la única estrella bien visible todavía es Venus, muy cerca de la luna llena. Pero Venus no es una estrella, sino un planeta, dice mi voz impertinente, quizás oscurecida por el frío ligeramente húmedo del amanecer, mi voz que quiere explicarlo todo y está adiestrada no para hablar con nadie sino para actuar como mi compañía solitaria, la voz de mi conciencia. La Luna ha perdido consistencia y volumen y ahora es un disco plano y translúcido como una oblea a punto de disolverse en el azul más claro del día. Pero todavía no, todavía parece que ha acabado la noche y no comienza la mañana, que el tiempo se ha inmovilizado en esta perfección de silencio, de claridad indecisa entre el gris y el azul. En los callejones empedrados y desiertos por los que he venido la noche perduraba densa en el interior de las casas, en los zaguanes y las bodegas, en los dormitorios donde postigos y cortinas mantienen una oscuridad estancada de respiraciones, de sábanas recalentadas y de cuerpos sumergidos todavía en lo más profundo del sueño. Detrás de los balcones tan herméticamente cerrados parece que no viviera nadie: que los últimos habitantes aseguraron postigos y cerrojos antes de irse para siempre.

Es tan temprano que ni siquiera se han levantado todavía los hombres más madrugadores, los que se ponen en la oscuridad los pantalones de pana, las camisas blancas y las alpargatas y bajan a las cuadras para aparejar los mulos antes de salir hacia el campo, de modo que se adelanten a la luz del día y al calor y cuando el sol empiece a estar alto ellos ya hayan terminado con sus tareas más agotadoras. La hora de la fresca, la de regar en las huertas, la de recoger los frutos más tiernos, para que el calor no los reblandezca y se dañen fácilmente. Pero no hay nadie levantado todavía, no hay en ninguna ventana esa turbia luz eléctrica que ilumina a los madrugadores extremos o a los que se han levantado en medio de la noche para preparar la medicina de un enfermo o calentar el biberón de un niño. Habré venido caminando por la calle de la Luna y del Sol, que parece más larga porque tiene una curvatura medieval de ballesta y no se ve su final sino cuando uno ya ha llegado a la última esquina. En una enciclopedia de la biblioteca pública he leído que en las ciudades medievales las calles se trazaban estrechas y en curva para evitar las rachas directas del viento y como precaución contra el avance de un posible invasor, que no podría saber lo que iba a encontrarse unos pasos más allá. De la biblioteca pública, que está en la plaza que llaman de los Caídos, donde hay un ángel de mármol que levanta del suelo a un héroe muerto o moribundo, vuelvo en invierno cuando ya es noche cerrada, y en verano cuando el cielo está claro todavía pero ya apuntan las primeras estrellas y los vencejos y los murciélagos cruzan el aire rosado en sus cacerías de insectos. Vuelvo de la biblioteca con uno o dos libros bajo el brazo, que leeré y devolveré en unos pocos días, agradecido siempre del don inexplicable de que los libros no se acaben nunca y no me cuesten nada, siempre disponibles para el capricho de mi curiosidad y para mi gula de palabras impresas. Hasta hace poco sólo retiraba novelas. Julio Verne, Conan Doyle, Salgari, Mark Twain, H.

G. Wells. Era el Hombre Invisible y el Viajero en el Tiempo, el capitán Nemo en el Nautilus y Robinson Crusoe en su isla desierta y el ingeniero Barbicane en la bala de cañón disparada hacia la Luna. Era Tom Sawyer y me desleía en la emoción sentimental y erótica de haber conquistado a la rubia Becky Thatcher.

Era Tom Sawyer y me escapaba con mis amigos a jugar a piratas y a náufragos en una isla en el centro de un gran río y encontraba un tesoro. Era Jim Hawkins y espiaba escondido en un barril de manzanas las maquinaciones de John Silver y era Huck Finn y me daban por muerto mientras yo me dejaba llevar en una balsa por la corriente inmensa del Mississippi como un joven proscrito que presta ayuda a un esclavo fugitivo. Era Espartaco en una novela de un autor desconocido para mí que se llamaba Howard Fast y me encontraba una noche abrazado a una mujer desnuda junto al resplandor de una hoguera. Al recordar con la viveza de una alucinación esa escena una noche agobiante de calor e insomnio del mes de julio noté por primera vez que de la cosa endurecida e hinchada que yo frotaba, sacudía, estrujaba con una mano sudada y muy torpe, brotaba de golpe un chorro cálido de algo que despedía un olor tan intenso, tan escandaloso, como el relámpago de gusto en el que me pareció que me desvanecía. Temí que la ira de Dios me hubiera fulminado con un rayo invisible en la oscuridad de mi cuarto. No sabía si aquel instantáneo desvanecimiento que me traspasaba las ingles era la flecha del paraíso supremo o el rayo del castigo de Dios, si me iba a morir mientras me derramaba como un joven libertino destinado al Infierno o si estaba encontrando en lo más secreto y lo más desconocido de mí mismo el gran secreto de mi vida futura. "A Dios no se le oculta nada", decía el Padre Director, "ni en las tinieblas más profundas, ni en lo más cerrado del pensamiento". A partir de esa noche los libros castos de Verne y Wells perdieron parte de su lustre.

Veía en el cine de verano a las esclavas que mostraban los muslos por una hendidura de la túnica en las películas de gladiadores y me excitaba tanto que temía que iba a eyacular y que la gente de los asientos cercanos iba a percibir el olor denso del semen. Me corría por la noche en mi cuarto del último piso y cuando despertaba por la mañana tenía la sensación de que el olor duraba todavía y se había extendido por toda la casa.

Innumerables veces fui Sinuhé y me volví enfermo de deseo acariciando el vientre y los pechos desnudos tras una túnica de gasa y la cabeza afeitada de la ramera o sacerdotisa egipcia Nefernefer. Igual que los grillos producen su canto rozándose los élitros yo aprendí a administrarme un placer siempre renovado y siempre disponible rozando con mi mano la parte de mi cuerpo que desde que era muy niño se había hinchado sin explicación ni consecuencias cada vez que veía de cerca el escote de una mujer, sus piernas desnudas. Como un grillo inexperto en la jaula de mi cuarto o en la del retrete me consagraba al aprendizaje del roce de mis élitros, como un niño que repite una y otra vez la misma frase escolar en el teclado de un piano. En los sueños puntuales de cada noche un cuerpo femenino era durante unos segundos tan cálido y tangible como el semen que brotaba sin la intervención de mi mano ni de mi voluntad. No había cara joven de mujer en la que yo no buscara el instante una emoción que tenía algo de reconocimiento. Veía una cara que me gustaba mucho y quería atesorarla intacta en la memoria y hacerla visible a voluntad en mi imaginación, pero la olvidaba siempre. En el cine, o durante la lectura de un pasaje erótico de un libro, la imaginación enfebrecida, el organismo inundado de hormonas masculinas, envolvían la realidad en una luz turbia y aceitosa de sueño. Como en esos cuadros de harenes orientales que venían en las láminas de algunos libros de arte de la biblioteca, mujeres desnudas, carnosas y ofrecidas me rodeaban entre nubes de vapor en el espacio mísero del retrete, protegido por un trozo de cuerda atado a una alcayata de la irrupción acusadora de los adultos, o de la de mi hermana, que andaba siempre espiando por la periferia de mis actividades solitarias.

Poco a poco, sin embargo, he dejado de leer novelas. Quizás se me ha indigestado su abundancia o he leído demasiadas veces las que más me gustaban. He dejado casi de leer novelas al mismo tiempo que dejaba de ir a misa todos los domingos, de confesar mis pecados y de escuchar los consejos del padre Peter. Los viajes que busco en los libros ya no son inventados. Leo el relato del viaje de Darwin en el Beagle y no el de los hijos del capitán Grant, las exploraciones africanas de Stanley y las de Burton y Speke y no las de los aeronautas de Julio Verne en}Cinco semanas en globo}. Devoro libros sobre la llegada de Amundsen al Polo Sur y del almirante Peary al Polo Norte, y ya no puedo releer sin una cierta sensación de embarazo o ridículo}De la Tierra a la Luna} o}Los primeros hombres en la Luna} desde que leo en las revistas de la biblioteca o en las que encuentro en casa de mi tía Lola las informaciones que tratan sobre el proyecto Apolo. Las precisiones limpias de la ciencia, las fotografías y los dibujos en los libros de Astronomía, de Zoología o de Botánica, actúan sobre mi conciencia como un aire puro y helado que limpia los pulmones y disipa los vapores sombríos y las áridas abstracciones de la religión que nos inculcan los curas del colegio. No hay monstruo del espacio exterior que sea más fantástico ni más aterrador que una simple mosca casera o una hormiga miradas con una lupa de unos pocos aumentos. La explosión innumerable de la vida atestiguada por los fósiles del período cámbrico, hace quinientos millones de años, es una historia mucho más alucinante que la creación del mundo en seis días por un Dios al que uno se imagina tan inescrutable y tan iracundo como el Padre Director o como el generalísimo Franco. Me desvelo por las noches leyendo sobre las vidas de las hormigas y de las abejas y en dos o tres días estoy de vuelta en la biblioteca buscando otro libro, quizás de Astronomía, y vuelvo a casa al anochecer por la calle de la Luna y del Sol impaciente por empezar la lectura, intentando avariciosamente adelantarla bajo las pobres bombillas de las esquinas. La calle se llama así porque hay en ella una casa antigua que tiene una luna en cuarto menguante y un sol esculpidos en piedra arenisca a los dos lados del dintel. La Luna está de perfil, con las puntas tan afiladas como los cuernos de un toro, con la nariz puntiaguda y el ceño fruncido.

El Sol, de frente, tiene mofletes redondos y una sonrisa benévola, y una corona de rayos que son como los rizos de una melena y de una barba que circundan su cara de pan. Al Sol le llaman Lorenzo, y a la Luna Catalina. Pero la media luz que hay ahora no es de crepúsculo, sino de amanecer.

Mis pasos habrán resonado sin que yo reparase en ellos. He avanzado sin esfuerzo, sin sentir que pesaba, casi con la ligereza de un astronauta. Mis pasos no se habrían oído si hubiera caminado sobre la superficie de la Luna: a diferencia del empedrado de la calle de la Luna y del Sol y de la plaza de San Lorenzo, mis huellas habrían quedado impresas en el polvo lunar, talladas en él como las tenues pisadas de un pájaro de hace cien millones de años o como las nervaduras de una hoja en un suelo pantanoso que se fue fosilizando a lo largo de milenios. Camino sin esfuerzo, pesando a penas, pero noto dentro de mí un cansancio muy grande, que tiene algo de abatimiento moral. No vuelvo de la biblioteca pública: no llevo ningún libro bajo el brazo. Tampoco llevo una bolsa de viaje, y en cualquier caso éste no es el camino desde la estación de autobuses. Doblo la última esquina y la plaza de San Lorenzo aparece delante de mí, mi casa al fondo, azulada en los primeros minutos del amanecer. No hará mucho rato que mi padre ha salido camino del mercado.