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Nadie ha estado nunca más solo en el mundo, si se exceptúa a Adán, para quien crea en su existencia. Pero Adán tenía cerca de sí a las criaturas recién nombradas por él mismo y creadas unos días antes por Dios, las aves del cielo y los animales de la tierra, ya mugiendo, cacareando, rondando en las primeras noches del paraíso terrenal, donde muy pronto la soledad empezó a fatigarlo. Tú estás solo, en la celda cónica del módulo de mando, y las voces nasales y distorsionadas que escuchas las han traído las ondas de radio desde una distancia de casi cuatrocientos mil kilómetros, o desde el módulo lunar, que ahora mismo desciende hacia una superficie de cráteres gigantes y llanuras de polvo con nombres de mares en la que tus pies no van a dejar sus huellas.
Estás solo, mirando a veces por las ventanillas hacia el espacio negro en el que no se ve la Tierra, y otras hacia la presencia esférica y enorme de la Luna, a menos de cien kilómetros de ti, y despojada de la belleza abstracta y de la lisa luminosidad que tuvo en la lejanía. Tan cerca, la Luna es un mundo áspero y devastado, amenazador en la escala de su desolación, de grises funerarios, de océanos de ceniza y de polvo, de acantilados y cordilleras de lava que se enfrió hace tres mil millones de años, de cráteres como los de una tierra de nadie torturada por bombardeos: miles, millones de cráteres de todos los tamaños, negros como bocas de pozos o túneles, como erupciones de viruela y como fosos abiertos por inconcebibles explosiones nucleares, agigantados por el contraste sin matices entre la sombra y la luz en un mundo donde no hay atmósfera. La claridad ciega siempre y cada sombra tiene una negrura tan profunda como la del espacio exterior.
Cuando la luz solar se vuelve oblicua y menos dura y las sombras son más largas a veces da la impresión de que el color de la Luna no es un gris de piedra pómez, sino un marrón suave, con matices rosados. Pero ninguno de los astronautas que ha pisado la Luna o la ha visto muy de cerca es capaz de recordar cuáles eran los colores exactos que veía, y sus testimonios casi nunca coinciden, salvo en el estupor de comprobar que ninguna cámara fotográfica ha podido retratar de verdad esa luz, tan ajena a los hábitos de la mirada humana como la luz que pintó Leonardo al fondo de}La Virgen de las rocas}. Disciplinadamente cumples cada tarea programada y eludes el pensamiento de que no es improbable que esta soledad dure para siempre: si tus dos compañeros no vuelven, si hay un fallo en la ignición de los motores que dentro de veinticuatro horas deben encenderse para propulsar la cápsula fuera de la órbita de la Luna y en la trayectoria del regreso. El motor de despegue del módulo lunar no se ha encendido nunca: si tiene un defecto de diseño que nadie advirtió, si ha sido dañado en la maniobra del descenso, tus dos compañeros se quedarán para siempre en la superficie de la Luna.
Para siempre no: su reserva de oxígeno durará unas horas. Según se acercaba la fecha del viaje tenías sueños en los que regresabas solo a la Tierra, superviviente único y manchado por la vergüenza de haber dejado atrás a tus dos compañeros. Consuela pensar que tu espera tampoco sería demasiado larga, si por algún motivo el módulo de mando no pudiera emprender el regreso o se extraviara en el espacio:
en unos pocos días se habrá agotado el oxígeno. Permanecerás tendido, en uno de los tres sillones acolchados, sujeto por los cinturones, para no flotar como cadáver prematuro, llevado de un lado a otro por las olas, respirando despacio, para alargar al máximo la reserva de oxígeno, consciente de que esta cápsula de aluminio y de plástico será tu ataúd y girará durante cientos o miles de años como un satélite en torno a la Luna, hasta que la alternancia perpetua del calor y el frío y las partículas del viento solar la vayan desguazando o sea pulverizada por la colisión de un meteorito, o hasta que poco a poco se vaya deteriorando su órbita por la atracción de la Luna y acabe estrellándose contra ella.
Cerrar los ojos, dejar en reposo las manos y las piernas, respirar por la nariz y expulsar el aire cautelosamente por la boca, sabiendo que cada breve exhalación aporta un poco del veneno que acabará asfixiándote, el anhídrido carbónico que en el curso de cuatro o cinco días habrá sustituido por completo al oxígeno.
Una vez estuve a punto de ahogarme, en la huerta de mi padre, en la alberca, cuando tenía nueve o diez años, un anochecer de verano. Iba corriendo por una vereda estrecha paralela a la alberca, me tropecé en la media luz rosada y tardía del crepúsculo y caí al agua, que no estaba profunda, porque se había gastado casi toda en los riegos del día, y me di un golpe contra una piedra en el fondo. Mi padre no estaba muy lejos, pero no oyó el ruido del chapuzón y no se enteró de nada. Debí perder el conocimiento durante unos segundos. Abrí los ojos y no sabía dónde estaba. Yacía boca arriba sobre el cieno y la vegetación sumergida de la alberca. Medio yacía, medio flotaba, ahogándome, aletargado, con los ojos abiertos, viendo tras el filtro verdoso del agua el vacío del cielo sin nubes en el que la Luna y Venus ya habían aparecido, las ovas que flotaban en la superficie, las ramas de una higuera que pendía sobre la alberca, buscando su humedad. Me habría ahogado no por no saber nadar sino porque no llegaba a tener conciencia de lo que estaba sucediéndome, y porque sentía una rara placidez que luego no he experimentado nunca, narcotizado por una dulce conformidad hacia algo que parecía la llegada del sueño o la de la noche, suspendido sin peso en el agua templada, entre el suave cieno y las algas del fondo y la superficie vaga y luminosa como un cristal empañado de vaho. Me revolví un instante después, manoteando en el agua de repente turbia que me inundaba los pulmones, logré agarrarme ciegamente a algo, la rama de la higuera, emergí como el que se despierta de una pesadilla, la boca muy abierta sin emitir ningún sonido, chorreando ovas y cieno, vomitando agua cenagosa mientras oía desde muy lejos la voz de mi padre llamándome. "Ay, hijo mío, qué torpe eres", me dijo luego, queriendo amortiguar el susto con un poco de ironía, mientras me ayudaba a secarme y me apretaba contra él para contener la tiritera de frío y de pánico retardado, "a nadie más que a ti se le ocurre ahogarse en tres palmos de agua".
Pero cuando te quedas solo de verdad es cuando se corta toda comunicación cada vez que la cápsula llega en su órbita al otro lado de la Luna.
Ningún mensaje se escucha y nadie sabe nada de ti durante los cuarenta y ocho minutos que dura la travesía de la cara oculta. Se apaga tu voz en los receptores de la base de Houston y dejan de oírse los latidos de tu corazón en los monitores junto a los cuales los médicos de la misión permanecen en vela, y las cintas magnéticas giran en silencio, sin registrar ningún sonido. Al otro lado de las ventanillas la Luna es una ingente oscuridad en la que podrían alojarse los paisajes más fantásticos y las formas más primitivas y alucinatorias del miedo. Qué raro destino el de unos ojos humanos que miran de cerca lo que no ha podido mirar nadie, lo que resume todo lo oculto, todo lo que está al otro lado y en el reverso de las cosas. Ningún ojo, desde las acumulaciones rudimentarias de células sensibles a la luz que captaron por primera vez la de ese círculo blanco en medio del cielo de la noche. Los ojos de los peces, de los dinosaurios, de los australopitecos que alcanzaban a erguir la cabeza sobre los yerbazales de las sabanas de África. Y tú el más solo de todos, animales o humanos, el más aislado no ya de tu propia especie humana, sino de todas las especies vivas que han poblado la Tierra. En el Nepal la gente piensa que los muertos habitan en la cara oculta de la Luna y que los astronautas vislumbrarán en la oscuridad sus muchedumbres quejumbrosas. Tú flotas en silencio, en la penumbra del interior del módulo, iluminada débilmente por los indicadores y los números de los mandos, por la pantalla fosforescente de la computadora, que emite columnas de cifras y de letras de códigos, como una inteligencia insomne que espiara la tuya.
Durante cuarenta y ocho minutos la presencia de la Luna es una pura negrura sin claridades ni matices ni puntos de referencia, pero es justo en ese tiempo cuando se vuelven visibles las estrellas: tan innumerables como no se ven jamás desde la Tierra, formando nuevas constelaciones que sólo pueden ver tus ojos, resplandeciendo en el espacio vacío sin la titilación que provoca el aire terrestre. Miras hacia el exterior con la cara pegada al cristal, hacia los millones de soles y las nubes galácticas de un universo que no parece el mismo hacia el que se alzan los ojos de los otros seres humanos. Miras cobijado en el interior seguro y a la vez tan frágil de la cápsula, navegando en medio de la oscuridad y el silencio, impulsado no por un motor sino por la misma gravitación universal que mueve la Luna ahora invisible y gracias a la cual dentro de unos minutos verás de nuevo aparecer la Tierra. Primero surge una penumbra en la que se define el arco de un horizonte muy curvado, e inmediatamente después irrumpe el brillo oblicuo del sol que borra del cielo los resplandores de las estrellas y revela de nuevo el paisaje geológico de cráteres y cordilleras tan altas que parecería posible que la cápsula chocara con uno de sus picos agudos.
Y entonces, en ese amanecer acelerado que se repite cada hora, se alza sobre el horizonte la esfera azul y lejana de la Tierra, sola y nítida, muy luminosa en medio de la negrura, la Tierra que parece infinitamente frágil, perdida, casi tan imposible de alcanzar de nuevo como una de esas estrellas hacia las que se tardarían millones de años en llegar aunque se viajara en una nave a la velocidad de la luz. Intentas imaginar qué estarán haciendo ahora mismo las personas que quieres, tu mujer y tus hijos, recordar con detalle los lugares de tu casa, y te sorprende que la memoria se ha vuelto muy vaga y que no sabes calcular, sin consultar los instrumentos, qué hora es ahora mismo para ellos, si estarán sentados delante del televisor para saber las últimas noticias del viaje o si dormirán olvidados de todo, en la sólida y duradera oscuridad de la noche terrestre, en una cama en la que el peso de sus cuerpos les permite la sensación tan gustosa de hundirse ligeramente en el colchón, horizontales, inmóviles, anclados al descanso por la atracción familiar de la gravedad. Qué lejana la cadencia inmemorial, el ritmo binario de los días y las noches que está inscrito con la misma precisión en el sistema nervioso de las criaturas más rudimentarias y en el de los seres humanos, cuando en tu viaje alrededor de la Luna el día vertiginoso dura algo más de una hora y la noche que parece definitiva se acaba en cuarenta y ocho minutos. La luz del sol hiere tus pupilas desconcertadas que no la esperaban, aunque lo supiera tu conciencia afilada e insomne. Las voces suenan de nuevo, se llena de ellas el espacio estrecho de la cápsula, las voces que vienen en línea recta desde el centro de control situado en algún punto de esa esfera azulada y las que proceden de mucho más cerca, de otro punto igualmente invisible en la superficie de la Luna, las de los dos astronautas que ya se han posado sobre ella pero aún no se aventuran a abandonar el módulo lunar. Te llaman, dicen tu nombre, y al oírlo te parece que vuelves a recobrar una identidad vinculada a él y a la existencia y la atención de los otros después de un desvanecimiento o de un período de olvido cuya duración es ajena a los minutos exactos que marcan los relojes. Quién puede medir lo que dura un minuto en el silencio y en la oscuridad de la cara oculta de la Luna: las redes invisibles de las ondas de radio te atrapan cuando ya estabas más perdido, y sólo ahora te das cuenta de lo lejos que has estado mientras duraba el silencio. Como un tripulante de la misión Gemini que hubiera salido de la nave y flotara en el espacio y al que se le rompiera de pronto el largo tubo umbilical que lo mantenía unido a ella: se iría alejando, agitaría en el vacío las manos y las piernas, igual que un nadador al que una corriente lo aparta de la costa, y a cada instante la distancia se haría mayor y el astronauta ya no podría ver la nave de la que se había apartado' Vería la Tierra, su globo inmenso que le daría la impresión de girar como una rueda lentísima, y se abandonaría poco a poco a la resignación de morir, escuchando quizás las voces que lo llamaban en los auriculares, en el interior del casco donde se agotaba el oxígeno, ya convertido en un satélite del planeta al que no iba a regresar.