– Dice Carlos que de esas cosas antiguas más vale no acordarse.
– Como si acordarse o no acordarse estuviera en la mano de uno.
– Hasta para nacer tuviste suerte tú, Lola, que viniste al mundo cuando lo peor había pasado.
– Cuando estalló la guerra nosotros estábamos algo mejor, y habíamos podido mudarnos a esta casa, porque a vuestro padre lo habían hecho aperador o jefe de muleros o comoquiera que se diga en el cortijo de los señores de Orduña. Pero llegaron unas patrullas en camionetas de aquellos milicianos que llevaban pañuelos rojos y negros y dijeron que incautaban el cortijo. Me acuerdo de esa palabra porque vuestro padre la decía mucho. Pero lo que hicieron fue quemar la casa, matar a tiros a los animales y pegarle fuego a la cosecha de trigo y de cebada, y hasta a vuestro padre estuvieron a punto de fusilarlo.
– ¿Y él que había hecho? -Pues lo que ha hecho siempre y lo que ha sido su ruina, meterse donde no lo llamaban y hablar cuando tendría que haberse callado. Después de emborracharse con el vino de la bodega de los señores los milicianos empezaron a tirar al patio por los balcones del cortijo todo lo que encontraban, los muebles, los libros de la biblioteca, los cuadros, las imágenes de los santos, y cuando tenían una pila que llegaba más alta que los tejados lo rociaron todo de gasolina. Los peones estaban allí, mirando, sin hacer nada, pero vuestro padre se acercó a los milicianos y les dijo, "pero, hombre, vais a quemar también los libros y los santos, qué mal os han hecho". Y el miliciano lo agarró por la pechera de la camisa, aunque era más pequeño que él, y le dijo, "pues a ver si vas a ir tú también derecho a la hoguera".
– Qué valiente, mi padre.
– Qué insensato, más bien. Por mucho menos a otros les dieron el paseo, y tuvieron sus familias que buscarlos por las cunetas, tirados como perros, con las bocas abiertas y los ojos comidos por las moscas.
– Habría que verlo, lo orgulloso que iría, con su uniforme de guardia.
– Guardia de Asalto. Con todo el tiempo que ha pasado y todavía le gusta decir el nombre.
– ¿Cómo sacó la plaza? -Porque era muy alto, y porque sabía leer y escribir y hacer cuentas.
Y porque a los guardias más jóvenes los mandaban al frente y como los mataban tan rápido siempre hacía falta gente nueva. Había aprendido a leer y a escribir en el cortijo, de noche, a la luz de un candil, con otro peón que había sido asistente de un capellán en la guerra de África.
– Yo me asomaba a la ventana para verlo venir. Salía corriendo y él me levantaba en brazos, y me ponía la gorra de plato. Las otras niñas que jugaban en la calle se morían de envidia.
– Y lo mejor era el sobre, cada sábado, lloviera o nevara o hubiera sequía, parecía mentira, los billetes tan nuevos, que olían tan bien, sin mugre ni manoseo, como si los hubieran planchado, un jornal seguro por primera vez en nuestra vida. Y por tan poco tiempo. Pero yo veía cada semana que mi caja de lata iba estando más llena, y la guardaba en el fondo del armario. Él me decía, "mujer, no seas tan económica, que la semana que viene habrá otro sobre igual que éste". Pero yo escuchaba las noticias de la guerra, aunque no entendía casi nada, y miraba las caras de hambre de la gente, y los puestos del mercado que se iban quedando vacíos, y los soldados que volvían de los frentes con un brazo o una pierna de menos o sin los dos brazos o las dos piernas, y pensaba, "esto no va a durar mucho, y cuando se acabe estaremos mucho peor que antes de que empezara". Al final mi caja de lata estaba llena de billetes, bien apretados, con ese olor a nuevo que me gustaba tanto, pero de qué me servían, si ya no había casi nada que se pudiera comprar con ellos, si el campo no daba trigo ni aceite después de tres años de dejarlo en barbecho.
Algunas noches me desvelaba al lado de él, que roncaba y ocupaba la cama casi entera con las piernas abiertas, porque a él nada le quitaba el sueño, aunque cada día llegaran a Mágina más refugiados de los pueblos que iban tomando las tropas de Franco, aunque ya no tuviéramos para comer más que pan de algarrobas y lentejas agujereadas por los bichos y hervidas en un caldo de agua. Me desvelaba, iba al armario, buscaba a tientas mi caja, me la llevaba a la cocina y encendía una vela para contar mis billetes, pero estaba tan nerviosa que perdía la cuenta, o pensaba de pronto, "mira si cuando manden los de Franco deciden que el dinero de los rojos no vale".
A él le faltó tiempo para reírse de mí cuando se lo dije a la mañana siguiente, nada más abrió los ojos.
"Mujer, qué tonterías más grandes se te ocurren, para qué hablas de lo que no entiendes. Lo primero es que esos militares chusqueros no van a derrotar al gobierno legítimo de la República.
Y lo segundo, poniendo que ganaran, que no ganarán, si dejaran sin efecto la moneda de curso legal, ¿cómo se mantendría la actividad económica?" Palabras nunca le han faltado. A mí podía aturdirme con ellas, pero yo no me quedaba tranquila. Un billete es una estampa pintada de colores, por mucho que se empeñe uno. "Un billete no es una mollaza de pan", pensaba yo, "ni una orza de lomo en manteca, ni una garrafa de aceite. Con papeles de colores no se enciende una lumbre ni se caldea una casa ni se llena una despensa". Y es como si Dios me hubiera abierto los ojos porque a los pocos días de aquello veo que vuestro padre vuelve de casa de Baltasar y entra en el dormitorio muy misterioso y en vez de quitarse el uniforme empieza a buscar en el armario, y yo que no le quito ojo y he ido detrás de él le digo, "qué buscas", y él, "la caja de lata, para guardar el sueldo de esta semana". Yo hacía como que no me daba cuenta, pero había notado que algunos días, cuando vuestro padre volvía, Baltasar estaba en la puerta de su casa, y lo saludaba muy atento, y se ponía a charlar con él, pidiéndole que le contara noticias de la guerra, como si él, que al fin y al cabo no era más que un guardia, supiera mucho de batallas y de política y estuviera al tanto de lo que los demás no sabíamos. Algunos días lo invitaba a que pasara, y le daba un vaso de vino, y a lo mejor algo de comida para nosotros que sacaría Dios sabe de dónde. En esa época todavía no se había mudado a la casa más grande, no había empezado a ganar dinero a espuertas y a comprarse olivares que le vendían por una miseria los señoritos arruinados después de la guerra. Era como los piojos y como la sarna, que prosperan más cuando hay más miseria. Yo me asomaba a la puerta, y me llevaban los demonios, porque conozco a vuestro padre y sabía que de aquello no podía salir nada bueno. "Qué buenas amistades estás haciendo con el vecino", le decía cuando llegaba a casa, con olor a vino en el aliento, "se ve que tenéis muchas cosas que hablar". "Cosas de hombres que a ti no te importan". Y a mí me daba miedo que se fuera de la lengua, por darse importancia, o que Baltasar lo enredara en alguna de sus sinvergonzonerías, aprovechándose de que era tonto y de que iba de uniforme. "Como sabe que estoy bien situado me pregunta mi opinión sobre el desenlace de la guerra", decía, como si fuera un general, "?y de qué te quejas, si me ha dado aceite, tocino y pan blanco para comer varios días?".
"?De dónde los habrá sacado? ¿Qué busca de ti cuando te regala esas cosas?" Me dejaba hablar y me miraba muy serio, con esa cara de ofendido que pone cuando se le lleva la contraria, como si me tuviera lástima por mi ignorancia, y ya no me dirigía la palabra ni cuando nos acostábamos. Pero al día siguiente, cuando se acercaba la hora de que volviera de su guardia, Baltasar ya estaba en la puerta, esperándolo otra vez, haciendo como que se había asomado para ver el tiempo que hacía. Yo lo veía aparecer al fondo de la plaza, tan alto, con su uniforme azul, con su correaje y su pistola al cinto, con su porra, y me decía, tan gallardo y tan simple, con tantas palabras y tantos pájaros en la cabeza hueca. Iba derecho hacia el otro, hacia Baltasar, como una mosca hacia una telaraña, pero yo me adelantaba y me acercaba a él como si tuviera urgencia de decirle algo y me lo llevaba conmigo. Pero duraba poco mi contento, porque al poco rato sonaba el llamador y era Baltasar que estaba en el portal preguntando por él y trayendo algo para vosotros, que también os ibais corriendo como tontos hacia él, porque os daba cosas que en nuestra casa no teníamos, naranjas valencianas o tabletas de chocolate. Vuestro padre acababa yéndose con él, y yo veía que el otro, más pequeño, le hablaba acercándosele mucho y vuestro padre bajaba la cabeza y decía que sí.
"Qué trola le estará metiendo", me preguntaba yo, "por dónde nos va a salir esta amistad". Y me acabé enterando ese día que subió al dormitorio creyendo que yo no me daba cuenta y lo pillé buscando entre la ropa del armario. "Qué haces", le digo, y veo que se pone colorado, "qué voy a hacer, que he traído el sobre con la paga y quiero guardar la mitad en la caja de lata". Y entonces me mira muy serio y me dice que tiene que contarme algo muy importante, y a mí me da un sobresalto el corazón, "?es que ha pasado algo?, ¿es que se ha muerto alguien?".
Y él pone esa cara de drama, esa cara de saber cosas muy graves y muy escondidas y me dice: "Júrame que no vas a contar nada de lo que yo te diga ahora mismo", y yo le digo, "estarás acostumbrado a que yo hable tanto como tú", y él, "esto no es momento para bromas, júramelo o no te cuento nada".
"Pues lo juro", le digo, "pero lo que sea cuéntamelo rápido y sin dar muchas vueltas, que tengo todavía que darles la cena a los chiquillos". Y entonces él me dice, como en el teatro cuando van a dar una mala noticia: "Leonor, la guerra está perdida". Y yo casi me echo a reír. "Pues vaya secreto que me has contado", le digo, "si eso lo sabe todo el mundo, hasta los tontos de la calle, si yo te lo decía y tú no querías enterarte". "Una cosa son los rumores y otra las informaciones ciertas, y yo, por la responsabilidad de mi posición, tengo que distinguir lo que es verdad de lo que pueden ser mentiras de la propaganda enemiga".
"?Y no vendrán por ti y te meterán en la cárcel? ¿No te quitarán de guardia y nos quedaremos en la calle?" "Eso es imposible", me dice, "y parece mentira que pienses una cosa así. ¿Por qué me van a perseguir a mí, si sólo he cumplido con mi deber? El general Queipo de Llano lo ha dicho en Radio Sevilla: _"No tienen nada que temer los que no se hayan manchado las manos de sangre_". "?Y tú cuándo has escuchado Radio Sevilla? ¿No me decías a mí que era un delito de traición escuchar las emisoras enemigas? ¿A eso vas todos los días a casa de Baltasar?" "A lo que yo vaya o deje de ir, eso no es cosa tuya. Baltasar me ha dado su palabra de que si hubiera algún problema, si las nuevas autoridades tuvieran alguna duda sobre mi ejecutoria, él me avalará". "?Y él cómo sabe tanto?", le digo. "Tiene sus contactos", me contesta muy misterioso. "?Y si lo detienen los nuestros antes de que lleguen los otros", le digo, "y lo fusilan por traidor, y te llevan a ti por medio?". “¡Yo no me he apartado ni el negro de una uña del cumplimiento de mi deber! ¡Y mi obligación es servir y defender al gobierno constituido, sea el que sea!” "No hables tan alto", le digo, "que te van a oír en la calle del Pozo".