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Las cosas tienen un color, una consistencia de ceniza, que se podría disgregar si se tocara como una hoja de papel que ha conservado su forma después de quemarse. La Luna, al aproximarse a ella, era una esfera de ceniza compacta, de áspera piedra pómez, acribillada de cráteres, cruzada por cordilleras de lava congelada con aristas agudas, no suavizadas por ninguna erosión.}Como una playa llena de pisadas}, dijo uno de los astronautas que la miró de cerca, en la órbita lunar del Apolo Viii,}como una playa de arena grisácea}. Un globo de roca y polvo gris inmóvil en medio de una negrura sin estrellas, sin fondo posible. Dónde está el límite del Universo, y qué hay más allá. Sobre el horizonte curvado y demasiado próximo, abrupto como el filo de un abismo más allá del cual sólo hay oscuridad, flota la semiesfera azulada y blanca de la Tierra, solitaria y frágil en mitad de la nada, tan liviana como una mota de polvo irisada por un rayo de sol. He bajado las escaleras en la oscuridad para no despertar a nadie, he cruzado a tientas los portales de la planta baja, a los que llegaba un poco de la claridad de las bombillas en las esquinas de la plaza, listada por las persianas. Mientras yo aguardaba a que se hiciera el silencio Neil Armstrong y Edwin Aldrin han permanecido inmóviles en el interior del módulo lunar, hechizados por la incredulidad de lo que está sucediéndoles, mirando el paisaje exterior por las ventanillas triangulares.

Cuando las patas metálicas y flexionadas como extremidades de un arácnido se posaron sobre la superficie hubo un ligero estremecimiento y se vio el polvo levantarse y caer en oleadas idénticas, flotando demorado en el espacio sin gravedad, cayendo en líneas iguales al no quedar sostenido por la resistencia del aire. El módulo lunar no se ha hundido en una capa impalpable de cien metros de polvo finísimo, según vaticinó aquel astrónomo de la Universidad de Duke: al otro lado de las ventanillas no hay construcciones fantásticas, pirámides de cristal erigidas por viajeros de otros mundos.

Tan sólo la llanura ondulada, la claridad blanca y oblicua que relumbra en el gris de las rocas y perfila las sombras tan nítidamente como si estuvieran esculpidas en pedernal. La sombra alargada del módulo lunar es una silueta negra recortada contra la claridad cegadora del día. Ahora, en la penumbra del interior, iluminado por los números verdosos y las pulsaciones rojas y amarillas del computador, los dos hombres terminan de vestirse para la salida al exterior, sintiendo en sus movimientos la ligereza de una gravedad menguada, mirándose el uno al otro como los testigos únicos de algo que ha de suceder muy rápido y que no les dejará tiempo apenas para detenerse a mirar cuando se encuentren fuera, cuando empiece a contar el cronómetro urgente de sus dos horas únicas de caminata por la Luna, las que permite el depósito de oxígeno adherido como una gran joroba a la espalda del traje espacial. Se ajustan el uno al otro la escafandra, que se cierra con un resorte hermético, y se ven cada uno desde la reclusión y el silencio en el que empiezan a escuchar el rumor del oxígeno, el fluir de los delgados conductos capilares por los que circula el agua fría que mantendrá refrigerada la coraza blanca de plástico y tejidos sintéticos en cuyo interior se mueven con dificultad: las manos torpes, enguantadas, los brazos casi rígidos, extendidos, las miradas ansiosas y los labios que se mueven inaudiblemente detrás de la escafandra. Dos horas y unos pocos minutos y todo habrá terminado. Sólo dos horas al cabo de tantos años, de toda una vida, dos horas medidas segundo a segundo, como los latidos de sus corazones y cada una de las bocanadas de oxígeno que respiren: algo más de ciento cuarenta minutos apurados hasta el extremo en cada una de las tareas que han aprendido de memoria y a las que deberán dedicarse nada más pisen el polvo lunar con sus grandes botas de suelas ralladas. Recoger muestras de polvo, guijarros, fragmentos de rocas, plantar una bandera, instalar un espejo que reflejará un rayo láser enviado desde la Tierra para medir la distancia exacta con la Luna, un sismógrafo que registrará como un estruendo lejano cada una de sus pisadas, un receptor de partículas solares. Tanto tiempo esperando para tener sólo dos horas por delante, dos horas tan urgentes que no les dejarán la quietud necesaria para mirar espaciosamente en torno suyo, para decirse lo increíble, lo que nadie hasta ahora ha podido decir:}Estamos en la Luna, las tenues dunas de polvo en las que se marcan nuestras pisadas habían permanecido inalteradas desde mucho antes de que hubiera seres humanos sobre la Tierra, rudimentarios organismos vivos palpitando en el océano}.

Yo avanzo a tientas, la mano derecha rozando la pared, buscando la puerta del comedor, donde está la televisión, temiendo haber dormido demasiado y llegar ahora demasiado tarde. Así caminaba hasta ayer mismo el vecino Domingo González, escondido en la doble oscuridad de su ceguera y de su casa, oyendo el timbre del teléfono que esta noche ha dejado de sonar. Alguien, el hijo o hermano o padre de alguna de sus víctimas, de alguno de los hombres a los que había mandado a la muerte poniendo su firma al pie de una sentencia, lo había dejado ciego de un tiro de sal en los ojos y le habría prometido que alguna vez iba a volver para matarlo. Y él ha estado esperando todos estos años, y al final quizás ni siquiera ha sido necesario que regresara su verdugo para que la venganza se cumpliera, para que el terror lo empujara a ahorcarse, tanteando en la oscuridad, queriendo huir de los timbrazos del teléfono. El silencio, la oscuridad, el sigilo, constituyen casi una especie de ingravidez. La plaza de San Lorenzo es un lago de silencio y de tiempo suspendido, en la que todo duerme y nada duerme, en la que están apagadas las luces de todas las ventanas salvo las de la habitación en la que Baltasar se muere muy lentamente, recostado frente al televisor, acompañado por la sobrina coja que dormita como un perro. La luz móvil y azulada del televisor enorme de Baltasar se filtra tras los visillos, por la ventana entornada para aliviar el calor de la noche de julio. La futura viuda y opulenta heredera duerme con pleno desahogo en la cama conyugal donde Baltasar no volverá a acostarse, tan ajena a la agonía tediosa de su marido como a la transmisión en directo de la llegada del hombre a la Luna. "Para lunas estoy yo", dice mi abuela que le ha dicho, "con la desgracia tan grande que tengo en esta casa". Tanto le afecta la desgracia, la deja tan exhausta, que cuando cae en la cama se queda dormida aunque ella no quisiera, y dice mi abuela que desde su dormitorio, desde un balcón a otro, puede escuchar cómo retumban los ronquidos de la viuda inminente.

La ventana del comedor está justo enfrente de la lámpara encendida en la esquina de la calle del Pozo: cuando empujo la puerta hay un cuadrilátero de luz recortado sobre las baldosas, y se escucha el mecanismo del reloj de pared al que mi abuelo le dio cuerda antes de acostarse. La claridad que entra por la ventana es la de la bombilla de la esquina y también la de la Luna en la que ya se ha posado la nave Eagle. Sin dar la luz enciendo el televisor: hay primero una nebulosa de puntos grises, negros, blancos, cruzando la pantalla, como sucede a veces cuando se corta la emisión, un crepitar como de lija, de rumores estáticos. Quizás se ha perdido la imagen, o no han funcionado las cámaras del módulo lunar, o ha ocurrido alguna de las desgracias que imaginaban los científicos y los proveedores de augurios: una radiación solar cegadora ha fulminado a los astronautas nada más asomarse a la intemperie de la Luna, una lluvia de meteoritos ha acabado con ellos. Entonces el granizado de puntos grises, blancos y negros empieza a disiparse, o más bien parece que se condensa en imágenes muy borrosas, en sombras o espectros blancos que acaban cobrando la forma extraña y reconocible del módulo lunar: las patas metálicas, la escalera, la plataforma sobre la que se levanta el poliedro confuso con ángulos irregulares y brillos como de papel de plata en cuyo interior los astronautas quizás aguardan el momento preciso de abrir la escotilla, la orden de salida que ha de llegar desde la Tierra. Es un aparato no menos extraño que la esfera antigravitatoria de Wells o que la bala hueca y gigante de cañón de los viajeros de Julio Verne. Parece hecho de cualquier manera, con materiales demasiado livianos, para reducir el peso al máximo, una yuxtaposición de partes que no acaban de encajar entre sí, las patas largas de crustáceo o de arácnido, tan frágiles que parece que un aterrizaje brusco podría romperlas, el cuerpo poliédrico forrado de una lámina dorada de aluminio, la escalera metálica, las ventanillas triangulares.

?Por qué triangulares, y no redondas, como ojos de buey? Voces nasales dicen excitadamente en inglés algo que no entiendo: voces metálicas de transmisiones de radio medio ahogadas por sonidos estáticos, por un fragor de lejanía que desciende luego a un murmullo y por fin se desvanece en silencio. No escucho nada ahora, y aunque giro la rueda del volumen las vagas imágenes y fulguraciones grises se deslizan en la pantalla acompañadas por ningún sonido. Un brazo metálico se extendió automáticamente cuando el módulo lunar se posó sobre el polvo y en su extremo estaba la cámara de televisión que transmite ahora mismo estas imágenes. Formas vagas, difíciles de discernir, las patas del módulo, la escalera, de un aire tan inseguro como el del propio vehículo espacial, con sus paredes de aluminio tan delgadas que un meteorito del tamaño de una almendra podría atravesarlas. Mientras aguardaban, antes de vestirse los trajes espaciales y las escafandras, Armstrong y Aldrin oían un repiqueteo tenue de algo que chocaba contra el exterior del módulo, como arañazos, como gotas de llovizna: eran las partículas infinitesimales, llegadas del espacio, los granos de asteroides que puntean el polvo de la Luna como las patas de los insectos y de los pájaros la arena fina de una playa en la Tierra. Algo se mueve ahora, gris más claro y casi blanco en medio de la grisura, sobre la línea nítida que separa la superficie de la Luna de la oscuridad del fondo. Algo se mueve, alguien, flota, como en un acuario, una joroba grande que parece no pesar, una escafandra, unas piernas torpes que tantean los peldaños de la escalera metálica. Como alguien que baja cautelosamente por la escalerilla de una piscina y tantea el agua, no se atreve a arrojarse a ella, pero es impulsado de nuevo hacia arriba, sin peso, como si el traje estuviera hinchado por un gas más ligero que el aire.

Un peldaño tras otro, despacio, y por fin el último, un salto ligero, y la figura salta y se eleva, se queda instantáneamente suspendida, ingrávida, más bien torpe, las botas tan gruesas, los brazos extendidos, el cuerpo entero oscilando, de un lado a otro, como en una danza pueril. La luz gris que llega a través del televisor desde la Luna ilumina mi cara en la habitación en penumbra. Siento como si todavía no hubiera despertado del todo, como si soñara que me he despertado en mi cuarto del último piso, que he bajado con cautela los peldaños para no despertar a mis padres o a mis abuelos, que caen cada noche en el sueño como piedras al fondo de un pozo. Con una mano enguantada y torpe he abierto la escotilla, he mirado hacia el exterior y me ha sobrecogido la desnudez mineral de un paisaje en el que la luz solar resalta con la misma precisión inflexible las cosas más cercanas y la línea del horizonte. Pero mis ojos no saben distinguir lo que está cerca de lo que está lejos: las pupilas humanas están adiestradas para mirar las cosas a través del velo del aire, no en esta cruda amplitud en la que no hay una atmósfera que mitigue perfiles, que atenúe distancias. Me he dado la vuelta para que las piernas salgan primero, sujetándome tan fuerte como puedo a las barras que hay a los lados de la escotilla, he extendido una pierna en el vacío, notando la falta de peso, he tanteado con el pie hasta encontrar el metal del primer peldaño, y al apoyarme en él mi cuerpo entero ha sido impulsado hacia arriba. El otro, mi compañero, el que bajará después que yo, me está mirando, de pie en el interior del módulo, en la penumbra amarillenta y verdosa: por un momento nuestros ojos se encuentran, y de golpe distingo en los suyos, cuando ya tanteo con el otro pie para descender un peldaño más, una expresión rara, que me inquieta, como si ese hombre junto al que estoy solo sobre la superficie de la Luna fuera, durante unos segundos al menos, mi peor enemigo. Tardo en darme cuenta de que lo que hay en sus ojos es una envidia del todo terrenal, un aire de ansiedad y de decepción. Quizás el oxígeno demasiado puro que estoy respirando me da un exceso de lucidez que roza casi el delirio, igual que acelera los latidos de mi corazón, pero durante un segundo lo que siento no es que voy a pisar la Luna dentro de un instante y que para pisarla he tenido que viajar casi cuatrocientos mil kilómetros desde la Tierra: lo que siento, lo único que veo, es esa expresión en los ojos de mi compañero, detrás de la escafandra, la mirada que se detiene en mí como si mi sola existencia fuera una afrenta mientras la conciencia que hay oculta tras ella y que relumbra en las pupilas está preguntándose}por qué él y no yo, por qué yo no soy el primer hombre que pisa la Luna}. Los sensores adheridos con esparadrapos a la piel registran los latidos del corazón, la presión sanguínea, el grado en el que se dilatan y se contraen los pulmones, pero no esa mirada, ni tampoco el vértigo ligero del descenso gradual en cada peldaño, ni la sensación de que no soy yo quien está viendo lo que ven mis ojos, de que no estoy del todo despierto aunque esté menos dormido que nunca en mi vida.