Ahora el pie derecho baja y no encuentra nada, se mueve en el vacío, en la distancia que separa el último peldaño de la superficie de la Luna.
Ese último impulso para saltar hacia abajo da casi tanto miedo como el primer salto en un paracaídas, como esos segundos de pánico y caída libre en los que el paracaídas no se ha abierto y no parece que exista ninguna posibilidad de que vaya a abrirse. Cierra los ojos, respira hondo el oxígeno puro con olor a plástico que te embriaga ligeramente el cerebro, que dispara a una velocidad inusitada las conexiones neuronales. Salta como un buzo en el fondo del mar, sobre la arena removida, como un simio, muévete ingrávido y acompañado por el retumbar de un latido próximo como un feto flotando en el líquido amniótico. Esas pisadas que descubres en un instante de aturdimiento sobre el polvo lunar son las que tú has dejado ahora mismo: esa luz de cine en blanco y negro y ese silencio de película muda son los que has visto en los sueños. Al cabo de unos segundos, cuando la pupila se ajusta a la claridad excesiva, la superficie de la Luna adquiere un tono casi rosa pálido, casi pardo, que se acentúa según el sol está más alto. Ni en la memoria consciente ni en los sueños rescatarás nunca los matices exactos de la luz sobre las rocas lunares, y cada fotografía que mires será una decepción. Pero tal vez estás viviendo un principio de alucinación, como el principio de vértigo que provoca cada paso, porque el cuerpo entero sale propulsado hacia delante al emplear los músculos instintivamente la misma fuerza necesaria para caminar sobre la Tierra: aquí tu peso es seis veces menor, pero la masa de tu cuerpo es la misma, de modo que si no calculas bien el impulso de un salto puedes caer hacia delante. A cada paso sientes las suelas de las botas hundiéndose ligeramente en el polvo, debajo del cual se perciben las rugosidades y las aristas de las rocas. El horizonte demasiado cercano y el cielo tan oscuro alteran el sentido de la orientación al confundir las distancias. Y en la intensa negrura la Tierra es un globo de cristal velado a medias por la sombra, resplandeciendo con una luminosidad azulada, con irisaciones de diamante, una esfera remota y a la vez tan nítida en los pormenores de los continentes y los océanos y las espirales de las nubes que te da la impresión de que podrías cogerla si dieras uno de esos saltos que permite tu nueva ligereza y extendieras las manos.
En el silencio tan profundo me han sobresaltado los golpes lentos del reloj que daba las cuatro de la madrugada. La vibración pesada del metal permanece en el aire. Las campanadas de la hora me devuelven la conciencia del lugar donde estoy, sentado sobre un duro canapé en una habitación casi a oscuras, junto a una ventana por la que entra la luz turbia de la bombilla de la esquina y también la que reflejan los océanos de rocas y polvo de la Luna, en una casa sumergida en la quietud silenciosa de la noche de julio, la quietud poblada de rumores, de cantos de grillos, de aleteos de gallinas que se agitan en sueño, de mordeduras de carcoma en el interior de las vigas demasiado viejas y de ratones que merodean por los graneros donde se almacena el trigo y los desvanes en los que están guardados los muebles viejos y las herramientas oxidadas, los baúles cerrados como ataúdes en los que las polillas se alimentan de las ropas de los muertos. Dentro de no más de quince años habrá vuelos tripulados a Marte. Antes de finales de siglo se habrán construido bases permanentes en la Luna, laboratorios, ciudades enteras bajo inmensas cúpulas de vidrio. Ahora es Buzz Aldrin quien baja por la escalerilla del módulo lunar, quien da un salto desde el último peldaño y flota como un muñeco en el vacío. Qué será de mí cuando el verano termine y tenga que volver al colegio, cuando el padre Peter se me acerque y me pregunte si no me apetece confesarme, cuando esté sentado en una banca y el Padre Director golpee la mesa con el resorte del bolígrafo invertido. Dónde estaré yo y cómo seré cuando la primera nave tripulada se pose sobre una llanura rojiza de Marte, después de un viaje de dos años a través del espacio. Los dos hombres saltan, como a cámara lenta, con un aire pueril de diversión, como niños que chapotearan en un charco. Las huellas muy rehundidas se marcan sobre el polvo de la Luna, esculpidas por las sombras oblicuas, como impresas en arcilla. El viento infinitesimal de los micrometeoritos tardará varios millones de años en borrarlas. Despliegan algo, una bandera, las barras y las estrellas muy borrosas en el granulado de la imagen, pero parece que no logran hincar el mástil, y cuando se separan de ella para hacer un saludo inmediatamente tienen que volver a clavarla. Cuántos minutos quedan, cuántas pisadas, cuánto oxígeno en los depósitos, cuántas tareas por cumplir.
Algo más de dos horas caminando sobre la Luna y luego una vida entera para recordar, para ir olvidando, para vivir con una añoranza permanente, una íntima sensación de disgusto y de fraude. Pero aún no ha terminado el viaje ni ha desaparecido el peligro.
Se quitarán las escafandras, las botas, los trajes como corazas, se tumbarán a dormir en el suelo, porque en el vehículo Eagle no hay sillones anatómicos ni literas, para aprovechar al máximo el espacio, para aligerar lo más posible el peso. A pesar del agotamiento les costará dormirse y tendrán que tomar un somnífero, y cuando los despierten desde el centro de operaciones en la Tierra volverán a asomarse con la misma incredulidad y tal vez con una anticipación de nostalgia al paisaje muerto que ya no van a pisar nunca más en sus vidas. Oigo un ruido ahora, unos pasos que hacen crujir el techo sobre mi cabeza. Falta todavía mucho para el amanecer pero mi padre ya está levantándose para ir al mercado. Le gusta mucho levantarse cuando aún es de noche, sobre todo en verano, dice que le parece que las calles están recién abiertas y el aire más fresco y más saludable porque todavía no lo ha respirado nadie. Se mueve con cuidado por el dormitorio, para no despertar a mi madre, buscando la ropa que él llama de ir a vender, la de presentarse impecable y limpio ante sus parroquianas, el pantalón que dejó bien doblado sobre los barrotes a los pies de la cama, la camisa blanca sobre la que se pondrá al llegar al mercado su chaqueta todavía más blanca de vendedor. No quiero que me encuentre despierto, no porque tema que se enfade conmigo, sino por una mezcla rara de incomodidad y timidez, porque me da vergüenza que baje y me vea sentado a oscuras frente al televisor, a esta hora de la madrugada, un indicio más de la rareza que él no quisiera ver en mí pero de la que sin duda otros le advierten. Cuando oigo sus pasos en la escalera apago el televisor, me tiendo en el sofá, con los ojos cerrados, para hacerme el dormido. Pero no va a entrar en el comedor: irá primero al corral, a examinar el cielo y a mear sonoramente. Sacará un cubo de agua del pozo, lo volcará sobre la palangana y se lavará a grandes manotadas la cara y el torso, disfrutando del frescor del agua y de la tibieza del aire, fragante con los olores de la parra y de las macetas de geranio y jazmín. Se afeitará luego en la cocina, delante del espejo roto que cuelga de un clavo en la pared.
Lo oigo pasar cerca de mí, por el portal, al otro lado de la puerta cerrada del comedor, y aprieto los párpados, como si no ser visto por él dependiera de lo bien cerrados que tengo los ojos. Sobre el empedrado del portal resuenan los tacones de sus zapatos de ir a vender, que cambiará escrupulosamente por unas alpargatas de lona cuando vuelva del mercado a mediodía y se disponga a ir a la huerta.
Me parece que murmura algo, que suspira, un hombre solo que se dice algo a sí mismo en voz baja en la casa donde no imagina que haya alguien despierto. Cómo serán los sueños que recuerda mi padre, sus imaginaciones sobre el porvenir. Qué lugar ocuparé yo en su conciencia, ahora que él se va difuminando en la mía, igual que se debilita el sonido de sus pasos cuando se aleja por la esquina de la plaza de San Lorenzo, camino del mercado.
Los párpados que apreté con un esfuerzo de la voluntad ahora me pesan sobre los globos oculares. Los mantendré cerrados un momento, y cuando esté bien seguro de que ya no suenan los pasos de mi padre me levantaré del duro canapé para encender de nuevo el televisor. Un instante después me sobresalta el roce de una mano que se ha posado en mi hombro. Abro los ojos, y el comedor que hace un momento permanecía en penumbra está inundado por el sol de la mañana de verano, y mi abuela me mira desde arriba con aire de guasa.
– Hijo mío, lo último que nos faltaba era que te volvieras sonámbulo.