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– Ha venido don Diego, el párroco de Santa María.

– ¿Y habéis visto si traía el santolio? -Mama, eso yo ya no lo distingo.

– Hija mía, ni que fueras atea.

– Habría venido con un monaguillo.

– A lo mejor sólo quiere confesarse.

– Pues entonces va a tener tarea.

– Por eso tarda tanto en salir el cura.

– ¿Y hay perdón para todos los pecados, por muy malo que haya sido uno? -Algo ayuda si se dan buenas limosnas a la iglesia.

– Y si se invita de vez en cuando a chocolate con churros al párroco y se le manda algún pollo con la cresta bien roja.

– Qué cosas tienes, Lola. ¿Tú crees que el perdón de Dios se gana con regalos? -Bien claro lo dice el refrán:}a Dios rogando y con el mazo dando}.

– De cuándo habrás sabido tú de refranes.

– El que no ha vuelto desde hace días es el médico.

– Poco remedio le puede dar ya.

– Será que quiere ahorrarse el dinero de las visitas.

– A mi hijo lo han llamado varias veces para que les haga no sé qué cuentas y no le han dado más que un vaso de limonada.

– Como si el dinero y las fincas se los pudiera llevar al otro mundo.

– Ya se encargará la viuda de disfrutarlos en éste. Cuanto peor está el marido más fresca se la ve a ella.

– Qué sabemos nosotras si la procesión va por dentro.

– Muy por dentro ha de ir cuando ella sale todas las mañanas a la puerta pintada como una cómica. A lo mejor no llora para que no se le corra el maquillaje.

– No es de cristianos pensar mal de la gente.

– ¿Y no es de tontos pensar bien de todo el mundo?}Piensa mal y acertarás}.

– Hija mía, hoy te ha dado por los refranes.

– Mira la sobrina, en cambio: cada día más estropeada, la pobre.

– Ésa sí que lo va a sentir cuando falte su tío.

– Va a sentir que no tendrá que seguir limpiándole la mierda.

– Y que él ya no le dará más correazos.

– ¿Tanto le pegaba? -¿Pues tú no te acuerdas, cuando se oían los gritos y los golpes en toda la plazuela? -Ésta no se acuerda de nada, como si no se hubiera criado en esta casa.

– Qué valientes, los hombres, con el pantalón de pana y la correa, se creen algunos los amos del mundo.

– ¿Eso también lo perdona Dios, pegarle a una pobre coja indefensa? -Se ha ido el sol y todavía sube fuego de la tierra.

– Y eso que en este corral estamos frescas, con la sombra de la parra.

– Poco calor tendrás tú, con esa falda tan corta y esos tirantes.

– No te metas con ella. Si su marido la deja, ¿quién eres tú para decirle nada? -Su madre, ni más ni menos. No me gusta que las vecinas se asomen y que los hombres se vuelvan cuando ella pasa.

– Qué buenos racimos hay este año.

?Puedo comerme uno? -Mírala, como si no le hablara a ella.

– No seas impaciente, Lola, que todavía no están dulces. Acuérdate del refrán:}Por Santiago y Santa Ana pintan las uvas…} -}Para la Virgen de agosto ya están maduras}.

– Es que las veo tan redondas y tan verdes y se me hace la boca agua.

– De chica eras igual de impaciente. Te subías a la tapadera del pozo para alcanzar los racimos.

– De eso yo no me acuerdo.

– Pues yo sí, que tenía que ir detrás de ti todo el día para que no hicieras diabluras.

– Para eso eras mi hermana mayor.

– Más de una vez te habría cambiado el puesto.

– Qué cabeza, hija mía, subirte al pozo. Si llega a romperse la tapa te habrías ahogado.

– Eso sí que no, que yo la vigilaba siempre.

– Yo creo que se ha cerrado la puerta.

– ¿Qué puerta? Yo no he oído nada.

– La de Baltasar.

– Yo también la he oído. Si cierran ya es que no esperan que haya novedad esta noche.

– Qué buen oído tenéis las dos.

Sin asomaros a la puerta os enteráis de todo lo que pasa en la plaza.

– Sin necesidad de ver la tele o de hablar por teléfono como tú.

– Yo oía sonar el teléfono todas las noches en la casa del ciego. Él no lo contestaba nunca. Me despertaba oyendo el timbre y ya me quedaba desvelada.

– A saber quién lo llamaría.

– De ciertas cosas es mejor no enterarse.

– Ya estáis las dos con los misterios.

– ¿Es verdad que él y Baltasar fueron muy amigos? -Eran amigos antes de la guerra, y parece que se hicieron socios después.

– Pues yo no me acuerdo de verlos hablar en la plazuela, ni de que entrara el uno en la casa del otro.

– A lo mejor Baltasar engañó al ciego, igual que había engañado a vuestro padre.

– Ya vuelves con lo mismo.

– Y volveré mientras viva.

– Hiciera lo que hiciera, bien lo está pagando.

– Eso sí que no. Pagamos antes nosotros, pasando hambre y miseria. Y luego he tenido que seguir toda mi vida viéndole la cara a ese hombre que nos había traído la ruina y le he dado los buenos días y las buenas noches y he ido a su casa y he aguantado que él y su mujer presumieran delante de mí de todas las cosas que tenían, porque vuestro padre será muy mandón con los suyos pero muy manso con los extraños, y en vez de negarle el saludo y de volver la cara cuando se cruzaba con él ha estado siempre haciéndole la reverencia. Si nos convidaba el día de su santo y yo no quería ir vuestro padre se ponía hecho un mulo conmigo, que había que ver lo mal educada y lo desagradecida que yo era, cuando Baltasar no invitaba a más vecinos que a nosotros. "Porque los demás no irían si los invitaran", le decía yo, y él contestaba, "como no los invitan dicen que no irían, pero por dentro se mueren de envidia. Y además se portó como un amigo cuando me hizo falta".

"?Como un amigo?", le decía yo, "?cuánto tardó en firmar el aval diciendo que eras afecto al Movimiento?". "Tardara lo que tardara, si no llega a ser por él me habría muerto de hambre o de tifus en el campo de concentración". "Ay, qué tonto eres, hijo mío, firmó el aval cuando vio que no había cargos contra ti y que de todas maneras iban a soltarte". ¿Tú sabes cuántas veces tuve yo que cruzar de nuestra casa a la suya y llamar a su puerta para pedirle que firmara ese papel miserable? Llamaba y no me respondían, me quedaba esperando y tenía que volver a llamar, como si fuera una mendiga. Y yo sabía que los dos estaban dentro de la casa y que me hacían esperar a propósito, hasta los oía cuchichear y reírse muy bajo. Y a todo esto sin saber si vuestro padre estaba vivo o estaba muerto, sin poder mandarle cartas porque yo no tenía quién me las escribiera, con mi padre a mi cargo y cinco hijos a los que no tenía qué darles de comer, echándome a la calle cada día para pedir prestado aunque me muriera de vergüenza y haciendo cola a la puerta de las oficinas y de los cuarteles donde pudieran darme razón del paradero seguro de mi marido y de todos los papeles que harían falta para solicitar que lo soltaran. Qué podía yo entender de papeles, si apenas sé leer y casi no soy capaz ni de escribir mi nombre. Hasta carbón nos faltaba algunos días para calentar el puchero. ¿No os acordáis? -¿Cómo quieres que me acuerde, si yo no había nacido? -Pues tu hermana bien que se acuerda, a que sí.

– Cómo iba a olvidárseme. Ya tenía nueve años cuando acabó la guerra.

– Nueve años y llevabas adelante la casa y cuidabas a tus hermanos como si fueras una mujer, mientras yo andaba por ahí buscando algo de comer y queriendo averiguar si vuestro padre estaba vivo o lo habían fusilado o si lo iban a condenar a veinte años de cárcel.

– Pero si él no había hecho nada.

– Siempre pagan justos por pecadores.

– Pagan los tontos, y vuestro padre lo era. Se lo creía todo. Se creía la propaganda de los del otro lado:

"No tendrá nada que temer quien no se haya manchado las manos de sangre". Y lo mismo que se creía todos los discursos se creyó las mentiras que le contaba Baltasar sobre los billetes que valdrían y los que no valdrían cuando por fin entraran en Mágina las tropas de Franco.

– ¿Y Baltasar cómo podía saber eso? -Hija mía, pareces más tonta que tu padre.

– Baltasar era un fascista, aunque lo disimulaba.

– Baltasar no era ni rojo ni fascista, era del que estuviera mandando y de quien él pudiera sacar más provecho arrimándose. Como trabajaba de arriero y andaba siempre de un lado para otro aprovechaba para ayudar a los que más pudieran agradecerle luego los favores. Traía y llevaba recados y a más de uno le ayudó a cruzar las líneas. ¿Cómo crees tú que pudo pasarse al otro lado el ciego Domingo González? Y no lo hacía por buenos sentimientos. Tenía buen cuidado de ayudar a quien pudiera luego ayudarle a él, y como era más listo que el hambre enseguida se dio cuenta de que la guerra iban a ganarla los otros. No como vuestro padre, que se estuvo creyendo hasta el final los embustes que el doctor Negrín contaba en la radio, cuando hasta el más tonto o el más ciego podía ver que todo aquello estaba hundiéndose. Pues él nada. Dijeron en la radio de Franco que Madrid había caído, y él, que se lo creía todo, de pronto no se creyó precisamente eso, decía que a él no lo engañaban, que la toma de Madrid era un golpe de propaganda inventado para desmoralizarnos. Como si no estuviéramos todos ya bastante desmoralizados después de tres años de penalidades y de guerra.

Todos menos él, claro, que se lo pasaba estupendamente presumiendo de uniforme, con lo alto y lo buen mozo que era, desfilando con su mosquetón al hombro cada catorce de abril. Yo le decía: "Manuel, si esto acaba mal y ganan los del otro bando, ¿qué va a ser de nosotros?" Y él tan fresco, "mujer, cómo van a ganarle unos cuantos militares sublevados al gobierno legítimo de la República". Él siempre con esas palabras que le gustaban tanto. "Y si pasara algo", decía, "que no pasará, ¿no estamos guardando cada semana más de la mitad de mi paga fija, para hacer frente a lo que sea?". De eso estaba tan orgulloso como del uniforme y de los correajes, del sobre con billetes que me traía cada sábado. Y a mí también me parecía mentira, después de haber pasado tantas necesidades en la vida, de no saber nunca si al día siguiente íbamos a tener un jornal o si se iba a arruinar una cosecha porque no lloviera nada o porque lloviera a destiempo.

Igual que os digo una cosa os digo la otra, listo no será vuestro padre, pero trabajador más que nadie. Desde niño se ganó la vida en los cortijos y en las huertas, pero el que no tiene nada más que sus manos no saca nada en limpio por mucho que trabaje, y por muy buenas palabras que le digan los señores o los capataces. Los peones de los cortijos dormían en las cuadras con los animales y el día en que estaba lloviendo o en que se ponían malos no cobraban el jornal. Y cuando llegó la República y a pesar de todas las promesas había menos trabajo todavía, los señoritos y los capataces les decían a los hombres del campo: "Decidle a vuestra República que os dé de comer".