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Vería el delicado resplandor azul que separa la atmósfera de la oscuridad exterior: reconocería los perfiles de los continentes, tan precisos como si estuvieran dibujados en un planisferio; distinguiría el marrón terroso de los desiertos y las manchas suaves de verde en el cinturón de los bosques ecuatoriales. Le parecería mentira haber pertenecido a ese mundo, haberse alejado de él tan sólo uno o dos días antes. Pero esas palabras ya no significan nada, día o noche, ayer o mañana, arriba o abajo. No hay arriba ni abajo ni día ni noche ni mañana ni ayer. Hay una fuerza que atrae a los cuerpos celestes entre sí y otra que los aleja en las ondas expansivas de una gran explosión que tuvo lugar hace quince mil millones de años. Tú eres menos que una mota de polvo, que una chispa de fuego, que un átomo, que un electrón girando en torno al núcleo a una distancia proporcional como la que separa a Saturno o a Urano del Sol:

eres menos todavía que una de esas partículas elementales de las que están hechos los electrones y los protones y los neutrones del núcleo. Y sin embargo tienes una conciencia, una memoria, un cerebro hecho de células tan innumerables como las estrellas de la galaxia, entre las cuales circulan las descargas eléctricas de las imágenes y las sensaciones a la velocidad de la luz. Oyes tu nombre repetido en los auriculares y ves tu cara a la media luz del interior de la cápsula, tu cara familiar y fantasma reflejada en el cristal convexo de la pantalla de la computadora. Te pones delante de la cámara de televisión que transmitirá tu imagen pálida y solitaria a la Tierra y ves tu cara en la lente como en un espejo diminuto. Mientras la nave cruza sobre la parte iluminada de la Luna, en los setenta y dos minutos que dura el día para ti, miras por las ventanillas buscando algún indicio que te permita descubrir el punto de aterrizaje del módulo lunar, pero estás demasiado lejos, y no llegas a ver nada, aunque a veces los ojos te engañan y te parece que has distinguido algo.

No hay nada, sólo las cordilleras grises de picachos agudos, los cráteres que se multiplican en otros cráteres como los estallidos congelados de las grandes gotas de una tormenta, los océanos minerales, y un poco más allá el horizonte siempre curvado y cerca no, hacia el que vas avanzando como una balsa que se acercara al filo de una catarata, la gran catarata de oscuridad y terror en la que te sumerges de nuevo cuando se hace el silencio de la cara oculta de la Luna.