Me da envidia de mi hermana, que sólo tiene siete años y puede seguir durmiendo, que se levantará tarde y se pasará el día con mi abuela en la casa silenciosa o saldrá a jugar con sus amigas a la plaza más sosegada que nunca, porque en la temporada de la aceituna el barrio entero se queda desierto. El reino en el que todavía vive mi hermana es un recuerdo tan cercano aún para mí como el de las sábanas acogedoras y calientes que he dejado atrás en mi dormitorio, ahora ya invadido por el frío. Por culpa del pecado original Adán y Eva fueron expulsados del paraíso y condenados al trabajo.
}Ganarás el pan con el sudor de tu frente}. Pero esa maldición que según los curas es universal sólo me afecta a mí entre los alumnos de mi curso, porque ayer fue el último día de clase y se repartieron las notas y había un ambiente nervioso y festivo incluso entre los internos. El réprobo Fulgencio canta}O sinner man} con la voz más grave y el ritmo más acelerado que nunca, acompañándose con imitaciones vocales del bajo eléctrico y de metales sincopados, con solos de batería -regla, compás y tiralíneas- que retumban al fondo del aula. Gregorio se ríe como un conejo después de que se le descompusieran fétidamente los intestinos mientras el Padre Director guardaba un largo silencio antes de dar lectura a las notas de Matemáticas. En vísperas de las vacaciones yo soy el único que trabajará en el campo desde el día siguiente, y no en la huerta de mi padre, sino a cambio de un jornal, en la cuadrilla de aceituneros de un propietario rico que tiene varios miles de olivos.
– El trabajo manual ennoblece -dice el padre Peter, cuando se lo cuento.
Me ha visto solo y cabizbajo en el patio y se me ha acercado para preguntarme qué me pasaba-. Los curas obreros que ahora escandalizan tanto en realidad ya existían desde que se fundaron los monasterios benedictinos:
"Ora et labora".
}Ora et labora}. Al pobre don Basilio, el ciego de Latín, Endrino y Rufián Rufián le volvieron a poner un pupitre en su camino y se dio un golpe tan fuerte en los testículos que soltó un}Me cago en Dios} y se le cayeron al suelo las hojas en braille sobre las que deslizaba los dedos leyendo nuestras notas. Se agachó a recogerlas, porque don Basilio es un ciego cabezón al que no le gusta pedir ayuda, y se dio otro golpe en la frente con el mismo canto del pupitre, lo cual fue motivo de algarabía general, y de una amenaza de suspenso colectivo. Sobre las risas de todos destacaba la carcajada bronquítica del réprobo Fulgencio, que no había aprobado ninguna asignatura, ni la Religión ni la Gimnasia, ni la Formación del Espíritu Nacional, y que tendría que pasarse las vacaciones enteras castigado en el colegio, solo en los dormitorios deshabitados y en el comedor donde no habría más comensales que él y los curas cuya principal tarea iba a ser la de vigilarlo.
Ganarás el pan con el sudor de tu frente. Ganarás el pan con tus manos casi infantiles todavía rígidas de frío y con tus rodillas desolladas de arrastrarte sobre la tierra endurecida por la escarcha, con el dolor de tu cintura y el de tu espalda que llevarás doblada todo el día. La piel de los dedos en torno a las uñas se te quedará en carne viva al arañarse con las aristas de la tierra helada cuando quieras recoger las aceitunas medio hundidas en ella, y cuando avance la mañana y el sol disuelva la escarcha se te hundirán los pies y las rodillas en el barro. Los hombres van por delante, arrastrando los grandes mantones de lona alrededor de los troncos de los olivos, golpeando con varas largas y gruesas como lanzas las ramas dobladas por el peso de los racimos de aceitunas verdes o negras, púrpuras, violetas, tan henchidas de jugo que revientan al pisarlas. A cada golpe las aceitunas caen como rachas sonoras de granizo sobre los mantones. Los hombres asedian el olivo, los más ágiles se suben a la horquilla del tronco para alcanzar las ramas más altas, hablan a gritos y ríen a carcajadas y muchas veces trabajan briosamente sin quitarse el cigarrillo de la boca.
Llevan gorras o boinas, chalecos viejos de lana, pantalones de pana atados con una cuerda o con una correa a la cintura y botas sucias de barro. Trabajan metódicos, enconados, joviales, sujetando las varas bruñidas por el tacto de las manos, tirando de los 248 mantones cargados de aceituna de un olivo a otro como cuadrillas de pescadores que arrastran sobre la arena una red rebosante de peces. Cuando un mantón está colmado y ya pesa tanto que no se puede tirar de él los hombres gritan: “¡Pleita!” o “¡Espuerta!”, y llegan corriendo los criboneros, con sus grandes espuertas de goma negra o de esparto áspero en las que los hombres vuelcan los mantones. Los criboneros son chicos algo mayores que yo, o de mi misma edad pero con más experiencia: de dos en dos llevan las espuertas llenas de aceituna hasta la criba plantada entre dos hileras de olivos. Allí vuelcan las aceitunas sobre una tolva que se prolonga en un plano inclinado hecho de cables de alambre: en la caída las aceitunas se separan de las hojas y las ramas rotas de olivo, y mientras caen los criboneros las limpian todavía más con movimientos rápidos de las manos. Uno de ellos abre un saco o un capacho de esparto, el otro levanta la espuerta de aceitunas limpias hasta que el saco está lleno, y entonces se cierra y se ata con un trozo de cuerda de cáñamo.
Los sacos se van apilando según avanza el día, las manos de los criboneros separan la aceituna de las hojas, aprietan nudos en las bocas de los sacos, sujetan las asas de las espuertas otra vez llenas de aceitunas, tan pesadas que caminan tambaleándose sobre la tierra o se les hunden los pies en ella cuando hay mucho barro. Y mientras las mujeres y los niños van cubriendo el terreno por el que los hombres han pasado, avanzando de rodillas, recogiendo las aceitunas que cayeron antes del vareo o las que han salido despedidas fuera de los mantones, arrastrándose debajo de las ramas y de la aspereza mineral de los troncos. Las mujeres y los niños ganan la mitad de jornal que los hombres. Pero ése es el único trabajo que a ellas les está permitido hacer fuera de la casa, y al final de los dos meses que dura la temporada de aceituna habrán ganado lo bastante para comprar ropa nueva a los hijos o pagar en la tienda de comestibles o en El Sistema Métrico las cuentas aplazadas. En la aceituna las mujeres y los hombres se relacionan con una soltura que no existe en ninguna otra circunstancia, se gastan bromas procaces que estarían prohibidas en la vida normal, y a veces, de las gavillas de mujeres arrodilladas, se levanta un escándalo de risas provocadas por historias que a algunas de ellas las hacen enrojecer y que los niños no entienden, o por una copla pícara que entonan a coro varias voces agudas:
}En tiempo de aceituna se hacen las bodas.
La que no sale al campo no se enamora}.
Yo avanzo de rodillas, siempre al lado de mi madre, fijándome en la velocidad con que ellas recogen aceitunas con las dos manos, picoteándolas entre el índice y el pulgar de cada una como si fueran dos pájaros. Con los jornales que ganemos los dos este invierno me encargará un traje y pagaremos los primeros plazos para un televisor. Yo soy mucho más lento que ella, se me forman padrastros dolorosos, se me rompen las uñas, recojo aceitunas y al poco se me caen de las manos, o voy a tirarlas a la espuerta y lo hago con tan mala puntería que caen fuera. Sin dejar de mover los dedos veloces y de avanzar arrodilladas las mujeres me miran y se mueren de risa, burlándose de mi torpeza, y yo me pongo rojo y me vuelvo más torpe todavía.
– Mira qué manos tiene, que parecen de niña.
– Pero si al pobre no se le han calentado todavía, no puede ni juntar las puntas de los dedos.
– Manos de estudiante, y no de aceitunero.
– Pues a todo hay que hacerse en la vida.
– La aceituna que recoge con una mano se le va escapando de la otra.
– Veréis cuando coja lo que yo me sé, cómo no se le escapa.
– Pero mujer, que es un niño, que se ha puesto colorado.
– Será un niño pero seguro que ya sabe manejar la mano del mortero…
Me arde la cara, me he puesto más rojo todavía, me pica el cuero cabelludo, y cuanto más rojo me pongo más alto se ríen las mujeres, arrodilladas bajo las ramas del olivo, guiñándole el ojo a mi madre, que oculta su incomodidad y su timidez bajo una media sonrisa. Cuando la vergüenza me inunda no hay nada que pueda remediarla, la vergüenza y una paralizadora sensación de ridículo. Ahora me gustaría volverme invisible, encogerme como uno de esos insectos que se repliegan hasta formar una bola, como cuando me encojo en la cama todavía de noche y cierro los ojos apretando los párpados y me hundo bajo las mantas imaginando que así no oiré las llamadas de mi padre o de mi abuelo desde el hueco de la escalera y estaré a salvo del madrugón y de las horas interminables de trabajo en el campo. Sin saber cómo ni cuándo ni por qué he sido expulsado de mi vida anterior y me encuentro tan perdido que no hay para mí un lugar seguro que no sea vulnerable o inventado y no hay nadie que yo no sienta como hostil hacia mí o que no se me haya vuelto extraño. Lo que añoro es tan inaccesible para mi entendimiento como lo que deseo, y la infancia se me ha quedado tan lejos como una vida adulta que no sé imaginar. Sin saber bien cómo ni por qué he perdido a los amigos con los que jugaba en la plaza de San Lorenzo y con los que iba a la escuela: han dejado de estudiar, se han ido al campo con sus padres o han entrado como aprendices en talleres y tiendas, y de pronto los veo y ya me parece que pasó mucho tiempo desde que jugábamos a la pelota o a las bolas o al burro y llevábamos pantalones cortos y mandiles azul marino de la escuela de los jesuitas. Ellos han empezado a convertirse en campesinos, en carpinteros, en mecánicos: sin saber muy bien cómo yo me he visto apartado, al menos provisionalmente, del destino común que me unía a ellos, y ahora voy a un colegio en el que he comprobado de cerca por primera vez que en el mundo hay pobres y ricos, alumnos becarios y alumnos de pago, hijos de notarios o de médicos o de terratenientes o registradores de la propiedad e hijos de pobres cuyas familias no conoce nadie. En la escuela primaria todos los niños eran como yo y casi todos procedían de mi mismo barrio de campesinos y hortelanos: en el colegio, inesperadamente, estoy solo y no me parezco a los demás, y observo la deferencia con que los curas tratan a algunos alumnos por muy crueles o revoltosos que sean y la altanería con que otros alumnos me miran y me hablan, hijos de los médicos y notarios cuyas placas doradas he empezado a reconocer junto a los portales más lujosos de la calle Nueva: herederos de los nombres más sonoros de Mágina, de la fundición en la que trabajan mis tíos y de la tienda de tejidos El Sistema Métrico, de la familia del general que tiene su estatua fusilada en el centro de la plaza, y también de la finca de millares de olivos en la que mi madre, mi abuelo y yo recogemos aceituna a cambio de un jornal.