– Tanda de mocosas cojudas -se le escapó, por fin, a Natalia.
Y estaba a punto de deshacerse en disculpas, de explicar que había perdido el control, que eran celos, puros celos sin sentido, mi amor, cuando oyó a Carlitos secundarla, con plena convicción:
– En efecto, mi amor. Toda una tanda de mocosas cojudas, nada más.
Pero, claro, era que el tipo andaba tan metido en su itinerario de diecisiete años que ni cuenta se había dado de las palabras de Natalia, o sea que en absoluto tuvo que disculparse ella, tampoco, por haberlo interrumpido, por sus celos, por sus apreciaciones, por nada, y más bien le alegró la inmensa confianza que Carlitos estaba depositando en ella, a pesar del riesgo que corría de matarla de pena, claro está, el muy bruto. Pero la certeza de que esta historia de unos diecisiete años muy especiales, entrañables para ella, la iba a pescar bastante bien pertrechada, a pesar de los celos y la inquietud, y llena también de amor, de deseos de comprender, de ayudar, y además con esa capacidad tan suya de disfrutar como nadie con las cosas de Carlitos y con la forma en que sólo Carlitos le contaba las cosas…
– Porque fue terrible, te lo juro, mi amor, lo del saloncito rodante posterior del Daimler. El muy inoportuno del saloncito acababa de pasar por casa de mis padres, y yo recién estaba cayendo en la cuenta y decidiéndome también a no mirar por la ventana de atrás, cuando otra vez me metí de cabeza, te lo juro, en casa de Melanie, aunque ya andábamos por Barranco y tú sabes que su casa queda por el bosque de Matamula, miles de kilómetros en la otra dirección, pero ahí aparecí sentado de nuevo, con saloncito posterior y rodante y todo, y manteniendo una conversación sumamente dolorosa con una chica que, que, que…
– ¿Que ni te gusta?
– Que ni me gusta, sí, no, sí…
– ¿En qué quedamos, por fin, mi amor?
Estaban por el lado para niños de la piscina y, claro, ahí Natalia, de pie, destacaba, estatuaria y empapadita, de las caderas para arriba, y hasta un poquito más, y además lo que andaba por debajo del agua se delineaba y se desdelineaba y Carlitos en su afán de fijar todo aquello en un solo cuerpo encima y debajo del agua empezó a marearse de amor y deseo y, bueno, ahí fue a dar un rato largo, como quien busca un cambio de piel, o de una vez por todas de personalidad y hasta de nombre y apellido, o en cualquier caso quitarse de encima el atroz pellejo de los diecisiete años e instalarse para siempre en un mundo mejor. Natalia lo dejaba aventurarse, perderse, regresar feliz de sus renovadas búsquedas y su constante meter la cabeza en el agua para que las líneas del cuerpazo que se le ondulaban debajo de la superficie correspondieran exactamente con las que estaban en el mundo mejor y, de esta manera, alcanzar lo que él mismo llamó el mejor de los mundos, mientras ella se limitaba a seguir de pie, amándolo, castigándolo, exhibiéndosele, dándole la espalda, volviéndole a dar la espalda, y volviéndole a dar la espalda, que fue cuando el pobre Carlitos, que ya ni veía cuando le daban el frente, intentó piropearla y le habló de sus cabellos vaporosos bajo la luz de la luna, eternamente empapados de ondulación permanente, que deberían permanecer para siempre bajo la luz de la luna…
– ¿Y el solazo que hace, mi amor?
Carlitos soltó la carcajada mientras le contaba que había tratado de imitar a los mellizos Céspedes piropeando a alguien con unas expresiones que aún no controlan, y que ahora el par de locos esos andaba estudiando la ropa de montar y desmontar a caballo de las estrellas del firmamento y la meca del cine…
– No me vas a hablar ahora también de los mellizos, Carlitos, por favor -le dijo Natalia, feliz, en el fondo, con el total cambio de giro de la conversación. Por primera vez en la vida le alegraba oír hablar de los mellizos, y es que ya no soportaba ni un minuto más los mil nombres de la tal Consuelito ni nombre alguno de las hermanitas Vélez Sarsfield-. Pero, bueno, ¿cómo piropean los mellizos, Carlitos? Sigúeme contando, a ver, porque, la verdad, sonaba divertido…
– Tus cabellos vaporosos deben permanecer siempre bajo la luz de la luna en un día de sol…
– ¿Y lo del firmamento en la meca?
– Para otro día, mi amor -le dijo Carlitos, mientras Natalia observaba, realmente encantada, su renovada copa de champán y la extraña mezcolanza de bebidas que tomaba Carlitos en una misma copa de vino. Reposaban ambas y un cubo de hielo sobre el borde de la piscina y habían llegado en la alfombra mágica. Carlitos, por supuesto, no estaba como para enterarse de nada, ya. Era aquel muchacho feliz y sin edad que nunca jamás volvería a temerle al tictac de un reloj.
Estaban celebrando el ingreso de Carlitos a medicina, con notas sobresalientes -los mellizos también ingresaron, pero, como quien dice, entre el montón, y parece que Arturo copió, además, aunque también su mamá celebró y fue feliz con desmayo incorporado, tremenda subida de presión, muchísimos pagos adelantados y con más creces que nunca, unos sanguchitos de pollo, otros de palta, vasitos de Inca Kola y de chichita morada hecha en casa, algún pariente de Chiclayo, dos alegres y bromistas vecinos que reclamaban un pisquito, un copetín, un alguito para que parezca fiesta y no sólo ingreso, doña María, ande, pues, un único brindisito, más que sea, y Consuelo -ni bonita ni feíta ni inteligente ni no-, cuando una llamada anónima, que Cristóbal respondió, pidió que le avisaran a Carlitos que su abuela Isabel acababa de fallecer de un repentino derrame cerebral. Natalia se aterró.
– Desgraciadamente, tengo que ir solo -le dijo él, abrazándola, besándola, dejando caer su mano suave y lenta entre los cabellos vaporosos ondulados permanentemente bajo la luz de la luna, adorándola.
– Tengo miedo de que no regreses nunca, mi amor. Para qué te lo voy a ocultar. Mucho miedo.
– Y yo tengo mucho miedo de ir. Tampoco te lo oculto.
– ¿Me llamas, si puedes?
– Te llamo, sí. De todas maneras.
– Que te lleve Molina, ¿no?
– Sí, bueno. Pero que no se quede ahí. Ya yo veré, después.
Le resultó tan extraño volver a su casa. Cruzar el jardín delantero. Enfrentarse a la fachada, observar el balcón de la abuela Isabel, allá arriba. El balcón desde el cual era ella quien solía verlo llegar, ausente, tropezándose, cuándo te enterarás tú de algo, bobalicón adorado. Tocar el timbre fue rarísimo. Y entrar así, entre esas voces de duelo, que, por supuesto, eran por la muerte de la abuela Isabel, pero que perfectamente podían ser también por él. Víctor y Miguel, los mayordomos, contuvieron al máximo su saludo, pero aun así, en aquellos abrazos y apretones de mano, forcejeaban todo un inmenso cariño y una alegría que ahora estaba prohibido manifestar. Cristi y Marisol aparecieron, de repente, demasiado rápido como para que él pudiera esbozar siquiera una sonrisa, y le dijeron que lo querían muchísimo, que lo extrañaban muchísimo, que no estaban molestas, para nada, que lo comprendían al máximo, que nosotras no te juzgamos, Carlitos, sólo te queremos, y que la abuela, no te preocupes, siempre te quiso también y se murió dormidita, sin sufrir ni nada, como ella siempre quiso, de golpe y sin molestar a nadie.
– Está arriba. La están velando en su cuarto. Ven, que ahí están mamá y papá. Nosotras te acompañamos, Carlitos, ven.
Carlitos, la verdad, jamás les había oído decir tal cantidad de cosas bonitas a sus hermanas. No así, en todo caso, todas juntas y tan seguiditas y cariñosas e importantes. Lo cierto es que se puso feliz y que, al entrar al dormitorio en que velaban a la abuela, lucía una sonrisa de oreja a oreja, que, además, al pacífico y católico cadáver, cuya alma seguro que andaba ya en el reino de los cielos, como que le encantó. Porque aunque muertos y cerrados, los párpados de la abuela yacente algo le dijeron y también su boca, con esa sonrisita fallecida, claro, él no lo iba a negar, pero tan contenta de verlo, como contagiada por esa encarnación del amor fraternal que eran Marisol y Cristi acompañándolo a ir a visitarla, llegas un poquito tarde, gran picaro, porque ya me morí, pero bueno, llegas a tiempo todavía para darme un beso, ven, acércate aquí, pedazo de distraído, hasta cuándo se te escaparán a ti las cosas más elementales de la vida, te van a matar tu mami y tu papi por la cara de felicidad que pones al verme muerta, pero qué otra cosa se podía esperar de ti, mi nieto adorado, y ni creas que yo, desde aquí, desde esta inmejorable posición, te voy a juzgar ni nada, al menos debo reconocer que por una vez en la vida te fijaste bien en algo, o en alguien, mejor dicho, porque yo a esa niña, a esa señora, ahora, la encontré preciosa siempre, pero, ¿cómo se llama?, Natalia, abuelita, ¿no la habrás traído a verme, justo hoy, no, muchacho?, ¿no se te habrá ocurrido tan peregrina idea…?
Era impresionante la cara de felicidad de Carlitos, parado ahí y besa que te besa a la abuela, pero además a pedido de ella, mientras que sus padres realmente no sabían qué actitud tomar, y mucho menos algunos de los familiares o grandes amigos que pasaban un ratito a despedirse de la piadosa señora y lo primero que veían era a Carlitos con una sonrisa de oreja a oreja y se diría que en profundo diálogo con ella, alguna gente podría interpretar esto muy mal, Dios no lo quiera, pero Dios sí lo quiso porque por ahí pasaron nada menos que don Fortunato Quiroga y los doctores Alejandro Palacios y Jacinto Antúnez y encontraron inconcebible, por supuesto que con la mirada, solamente, hipócritas de mierda, cobardes, resentidos, que el mequetrefe ese estuviera como siempre dando el espectáculo y que, cuanto más rato permanecía al lado del lecho mortal, más, carajo, más feliz parece estar el tipo, porque mírenlo, obsérvenlo, carajo, el muy… Y además contagiando a sus hermanas y ni siquiera de luto ninguno de los tres, pero ¿qué les pasa a sus padres?, ¿a Antonella y a Roberto se les pasea el alma, acaso?, ¿de cuándo aquí estos tres mocosos?, él, sobre todo, el mal ejemplo lo tiene que dar él, por supuesto, que para algo es el mayor, oiga usted, pero mírenlo, esto es el colmo, carajo, este huevonazo parece que volviera de la playa, zapatillas blancas y todo, ¿habráse visto cosa igual?, y ¿de dónde vendrá, el muy reverendo cretino…?
Don Fortunato Quiroga casi mata de un miradón al doctor Alejandro Palacios, por bruto, carajo, por animal, ¿porque acaso no sabes, soberano cojudo, de dónde viene el gran cretino éste?, ¿o me estás tomando el pelo y, entonces sí, esto se arregla en la calle, carajo…? Pero Carlitos continuaba ahí, chino de felicidad, tanta paz en el rostro de la abuela, que encima de todo estaba tan bonita y tan relajada, tan pacífica, tan muerta sin haber sufrido un instante, tan ida ya al cielo y tan ajena a todos nuestros trajines, tan en la gloria del Señor, y con esos rayitos de sol que justo ahora se están colando por entre las cortinas un poquito mal cerradas, el mínimo indispensable, mira tú, y espantan la estudiada tristeza del velorio, la macabra puesta en escena de una convención, y ahuyentan por unos instantes la luz sucia de esas velotas humeantes, y se posan sobre el rostro de abuelita muerta, ya tranquilita de este mundo…