Pero Carlitos estaba de vuelta y no sólo había comulgado hasta con los muebles tan impresionantes de mi dormitorio, Natalia, cuando fui a vestirme de luto, después de visitar por primera vez el velorio de la abuelita, tan contenta con su muerte, tan sonriente y ya mirándonos a todos desde la gloria, qué duda cabe, sino que además había mantenido una larga conversación, muy parecida a la que tuve también con Dios, ¿te acuerdas?, cuando aquellos señorones enloquecidos me molieron la cabeza a palos, o algo muy similar, y, previo paso por la clínica Angloamericana, debuté en tu camota y alcoba, con tu perdón, y tuve aquellos como trances eróticos combinados con ensueños celestiales y con calmantes que los propiciaban, también, me imagino, tanto como mi fe en Dios y en nuestro amor y en su confianza y apoyo, o llamémosle solidaridad, cuando menos…

– Pero, mi amor, ¿con quién conversaste en el taxi, parecido a lo de Dios, que sí recuerdo perfectamente bien y me encanta? ¿Con quién, Carlitos?

– Con la abuela Isabel, que, la verdad, ya había empezado a conversarme durante el velorio, y continuó ahora en el taxi en que vine. Y mira tú que, con lo beata que era ella, compartía las opiniones de Dios acerca de nuestra relación y del sexo y de todo. De todo, sí, mi amor, porque yo la interrogué a fondo y sus respuestas eran igualitas a las de Dios, aquella vez. Y tanto, que era como si nuevamente me hubieran molido a golpes la cabeza y saliera llenecito de calmantes de la clínica y pasara contigo a una alcoba… Algo bien extraño, eso sí, porque la conversación ha durado horas, días y semanas y, sin embargo, lo único que me hacía temer que no iba a ser puntual contigo, que era dificilísimo llegar a las cinco en punto, a más tardar, era el taxi tan viejo en que venía, ¿o no viste la carcocha en que llegué y lo viejo que era también el chofer, tan viejos él y su carcocha que hasta pensó que un Mercedes que salía normalmente del huerto iba de supersónico por el mundo…?

Y mientras Carlitos continuaba con su entrañable discurso, Natalia se decía que ella, ni cojuda, cómo iba a preferir la presidencia de la república con el calzonudo de Quirogón, encima de todo, a un instante más, sólo un instante más, con un loco tan entretenido y entrañable como Carlitos Alegre, que, además, me prometió llegar a las cinco, a más tardar, y a las cinco en punto llegó en el automóvil más viejo de Lima, puntualísimo y feliz porque venía de sacarle lo único bueno que puede tener un entierro: conversar con su adorada muerta.

Los mellizos Raúl y Arturo Céspedes Salinas, hay que reconocerlo, actuaron con verdadero coraje y astucia, y también con entera solidaridad, cuando, de acuerdo a viejas prácticas estudiantiles, al empezar las clases de medicina en la escuela de San Fernando un grupo de alumnos de años superiores apareció, betún y tijeras en mano, para embadurnarlos a gusto y raparlos, a ellos dos y a Carlitos. Y a patearlos también y hasta a mearles encima, muy probablemente, antes de llevárselos un día entero por bares de Lima, obligándolos a servirles y pagarles la borrachera. Aquél iba a ser un día de esclavitud, de órdenes absurdas y matonescas, de empellones, coscorrones, escupitajos, y quién sabe cuántas salvajadas más, a medida que el consumo alcohólico fuera en aumento y el afán de venganza por los maltratos sufridos en carne propia, cuando a ellos les tocó ingresar a la universidad y verse convertidos en cachimbos, los fuera convirtiendo en verdaderas hienas entregadas con grosero deleite e inmundo furor al cumplimiento de aquel rito iniciático universitario.

– Tú ponte detrás de nosotros y ni se te ocurra asomarte -le dijo Arturo a Carlitos.

– Ni siquiera la punta de la nariz, Carlitos -le recalcó Raúl.

– Pero ellos son como diez…

– Son doce, exactamente, Carlitos.

– Entonces ustedes dos necesitan mi ayuda.

– Sólo necesitamos que hagas exactamente lo que te decimos y que no te distraigas ni un solo instante.

– Y que te pongas aquí atrás, de una vez por todas, y no te muevas más, carajo.

– No sé… Yo creo que también debería participar con mi granito de arena, aunque sea…

Carlitos no había terminado de hablar, ni de ponerse detrás de los mellizos, cuando vio cómo dos de los doce contrincantes se iban de bruces al suelo con la cabeza rota. Y bien rota, parece ser, porque los diez que permanecían de pie y que tan presumida y corajudamente se habían dirigido a los mellizos y a él con sorna y amenazas como que de golpe ya no sabían muy bien qué hacer, ni siquiera qué podía estar ocurriendo en ese patio de estudios, repleto de muchachos que iban de un lado a otro o que se disponían a ser testigos carcajeantes del rito.

– ¿Otra pedradita más? -les preguntó Arturo.

– ¿Otro hondazo más? -les precisó Raúl.

Y como los otros no respondieron ni afirmativa ni negativamente y más bien continuaron ahí, bastante en pie de guerra, todavía, algo mágico pasó porque un tercer miembro del grupo se vino abajo, medio despalancado, y hasta rodó un poquito hacia la derecha con la mano bien pegada a la frente.

Y ahora eran nueve los que quedaban de pie, pero siempre bien compactos y como queriendo pelear todavía. Y los mellizos ni se movían ni nada, sólo los miraban cara a cara, bien machotes, eso sí, y jugándosela, cuando el cuarto miembro del grupo recibió un impacto total en la mocha y, plum, al suelo también y como rodando.

– Yo lo más parecido a esto que he visto es el bowling -dijo Carlitos, asomadísimo, a pesar de los buenos consejos recibidos.

O sea que del grupo de los ocho salió un pedrón que le acertó en pleno pecho y lo escondió de nuevo, ahí atrás, todo asfixiado, pero nada grave, felizmente, aunque sí lo hizo perderse la feroz respuesta de los inmóviles mellizos, bastante dueños de la situación, siempre y cuando al huevas triste este de Carlitos no se le ocurra asomarse de nuevo. Cuatro hondazos que sabe Dios de dónde salían ni quién los disparaba tan certeramente, en aquel patio de estudios, realmente diezmaron al grupo de las tijeras y el betún, reducido a tres, ahora, porque hubo un desertor y todo. Y entonces sí que cachimbos e iniciantes quedaron en tres por bando, la idea de un largo y alcohólico recorrido inmundo y rapado por calles y bares de Lima quedó descartada, de mutuo acuerdo, y ahora lo que iba a armarse era una trompeadera más o menos de igual a igual, aunque no tanto, la verdad, porque Carlitos no había vuelto a asomarse debido a las dificultades respiratorias que lo tenían doblado en dos ahí detrás de los mellizos.

– Una tregua para llevar a nuestro amigo hasta esa banca, para que haga unos ejercicios de inhalación-exhalación -les dijo, entonces, Arturo, a los tres contrincantes.

Pero éstos se miraron entre sí y respondieron que nones, con la cabeza, de puro brutos, la verdad, porque un nuevo hondazo voló desde algún punto secreto y muy bien escogido, en los altos de ese patio, e infaliblemente el grupo contrincante se quedó con un embetunador-peluquero menos, que se retorcía ahora en el suelo, como un palitroque de caucho y no de madera.

Y ya estaba a punto de arrancar el primer asalto del combate de box a ocho manos, que, indudablemente, no tenía arbitro alguno ni iba a tener tampoco reglas ni guantes, ni asaltos sucesivos ni nada, salvo enfermería, claro, por tratarse de una facultad de medicina, cuando un pedrón tan furibundo como inesperado impactó con científica exactitud el sistema respiratorio completito, se diría, probablemente del mismo tipejo que dobló al ya recuperado y reasomado Carlitos, quien ahora les rogaba además a los mellizos que se pusieran detrás de él, porque, la verdad, yo no sé si fue el que acaba de tumbarme el que me lanzó a mí el mismo pedrón, primero, y el único que en realidad que se ha utilizado aquí abajo, esta mañana, o sea que, por si las moscas, me gustaría enfrentarme con el otro también, aunque limpiamente, esta vez, sí, con usted, con quién más va a ser, so cojudo, no se me haga el loco, entonces, y ya métase su betún al culo y cuádrese de una vez por todas, oiga usted. Lo malo es que en el otro grupo, que diezmado y reducido al máximo se retiraba lenta y tambaleantemente en dirección a la enfermería, parece que nadie estaba acostumbrado a hacer absolutamente nada limpio ni muy valiente, tampoco, nunca, y menos aún cuando me quedan tres al frente y yo he pasado de doce a ser yo solito, razón por la cual, mejor… Y el pobre diablo ese restante levantó los brazos, primero, luego les enseñó que en las manos no le quedaban ni fuerzas ni ganas, sólo pánico, y que de betún y tijeras ya ni el recuerdo, y hasta habría sacado pañuelo blanco, seguro, pero qué pañuelo iba a tener, y mucho menos blanco, además, en su inmunda vida, el pobre diablo ese.

Conmiserativos, los mellizos aceptaron el apretón de manos en paz que les propuso su ex rival, y al final el propio Carlitos le dijo que bueno, que él también estaba dispuesto a estrecharle la mano, pero siempre y cuando me jures por tu madre que tú no fuiste el que me tiró ese pedrón cobarde, sino el tumbado ese de ahí.

– Fue él, sí.

– Bien. Mi nombre es Carlos Alegre. Mucho gusto. Y ahora ayuda a tu amigo a inhalar y exhalar lento y profundo, que yo acabo de pasar por lo mismo, casi.

Los mellizos, Carlitos, y cuatro honderos cusqueños de comprobada puntería, que habían estado estratégicamente apostados en los altos del patio, cada uno por su rincón pero sincronizados al máximo, los cuatro, con tan sólo una miradita, un silbidito o un guiño de ojos, y sumamente útiles en ocasiones como ésa, terminaron celebrando su impresionante victoria con varias ruedas de cerveza en el D'Onofrio de la avenida Grau, extraña y muy limeña mezcla de fina heladería, pésima o correcta licorería, según fuese nacional o importado el producto, pastelería con activa mosca justo en los alfajorcitos que yo quería, qué asco, caracho, mira, exquisita chocolatería casi sin uso, salón de té y simpatía para tres señoras despistadas o en pleno venimiento a menos, y cantina de mala muerte, según las horas del día, además. El amplio local abría bien amplio, bonito y limpio, por las mañanas, y luego, a medida que avanzaba el día, como que iba abdicando de su calidad de apto para todos los públicos y empezaba a convertirse en alborotado punto de encuentro de artistas sin arte y bohemios con tos, de algunos peñadictos y criollos guitarristas y cantantes de bufanda y emoliente, y, ya después, por la noche bien entrada y cubierto el piso de aserrín, en lugar de aterrizaje para chicos de familia todoterreno que iban o volvían de los burdeles de la Victoria, algún posible Colofón agonizante desde muy joven, policías y ladrones, en franca confraternidad, más gente que estuvo en cana prontuariada y todo. Era un sitio abierto a infinitas posibilidades, el D'Onofrio de la avenida Grau, y por supuesto que también había tenido su belle époque, la semana que lo inauguraron, uf, hace ya la tira de años, qué sé yo…