– ¿Y esos tipos, además de ser cusqueños y honderos, qué hacen? -les preguntó Carlitos a los mellizos, en una de las muchas oportunidades en que los cuatro se dirigieron al baño para achicar la bomba, en vista de que ningún peruano mea solo.

– Cobran y festejan cuando ganan, como ahora, o si no, pierden y se joden unos días, me imagino.

– ¿Y ustedes de dónde los sacaron?

– Nos pasaron el dato.

– ¿Y por qué no me avisaron nada?

– ¿Habrías aprobado nuestros métodos?

– Bueno, eran doce contra tres…

– Y pudieron ser veinte, también.

Hacia las nueve de la noche, Carlitos ya ni siquiera sabía si lo que quería era achicar la bomba o no. Los amigos cusqueños, por su parte, cobraron, mearon de una vez pa' todo el año, porque el asunto duró como mil horas, esta vez, se despidieron con abrazos andinos y costeños, se cagaron en la selva, eso sí, muy probablemente porque entre los aborígenes la cosa es con flechas y cervatanas envenenadas y la incomparable puntería selvátiva se las arregla hasta para reducirle a uno la cabeza, tras haberse devorado el cuerpo, todo a traición, por supuesto, chunchos chuchas de su madre, les dejaron tarjetitas publicitarias del negocio, para que las repartieran e ir así haciendo empresa, tarjetitas con los colores patrios y un mapita del Perú sin Amazonía, por supuesto, y se lanzaron autóctonos a la noche y sus consejos.

Muy distinto fue el rumbo histórico que tomaron los mellizos y Carlitos, o lo que quedaba de él. Iban en el cupé verdecito de los mellizos, rumbo a la calle de la Amargura, donde Molina debía estar esperando a Carlitos, como cada día, cuando regresaba de clases, aunque ésta era la primera vez que el joven novio de doña Natalia no tenía cuándo llegar, qué le habrá pasado, caray, pero yo de aquí no me puedo mover. Molina y el Daimler, ambos por rubios Albión, por carísimos y hasta por uniformados y nunca jamás vistos ni imaginados, siquiera, por aquella avenida Grau en la que quedaba la Escuela de Medicina de San Fernando, muy cerquita ya al límite entre el bien y el mal, o el rojo, pero de burdel, y el negro, pero de raza esclava importada del África, más una clase media ya sin medios y unos prostíbulos de a dos por medio, un proletariado y su lumpen y, en fin, de todo, como en botica, pero really made in Perú, Molina y el Daimler, a cuál más caro en lo suyo, jamás deberían ni siquiera acercarse por esa jungla de asfalto y navajas, porque ipso facto serían asaltados, golpeados, desvalijados y revendidos, cada uno a su manera, por supuesto, de la misma forma en que a los mellizos y a Carlitos les habían preparado una comisión de bienvenida, que sí, que sí correspondía a una vieja práctica estudiantil, pero que no, que no era exactamente la práctica habitual, sino, digamos, algo especialmente hecho a la medida, blanquinosos de mierda. Y, por lo demás, si el noble y fiel Molina hubiese decidido que su deber era llevar y recoger al joven Carlitos de sus clases, lo más probable es que se hubiese quedado sin automóvil, de entrada, porque un señor Daimler jamás hubiese aceptado recorridos de tan baja calidad y hasta hubiese optado por el suicidio, estamos convencidos.

Pero bueno, las cervezas y el peligro a veces pueden tener notables, históricas y hasta patrióticas consecuencias. Porque, mientras Carlitos ya no acertaba ni a achicar la bomba, expresión que, por lo demás, jamás había oído en su vida, hasta ese día, entre copa y copa a los mellizos se les había ido subiendo a la cabeza la gran victoria obtenida esa mañana ante doce tipos, que, a lo mejor, ni estudiantes eran, o son resentidos apristas o rabanitos comunistas, estudiantes profesionales, huelguistas y camorreros, carajo, una gran victoria obtenida nada menos que en el barrio de La Victoria, o en el límite, que da lo mismo porque todo se está yendo a la mierda en la Lima antigua, y ahora, nuevamente por la avenida Grau, pero en el sentido contrario y como quien regresa a la civilización, se toparon nada menos que con el Caballero de los Mares, el Héroe Máximo, el almirante Miguel Grau, esperando ahí de pie, en su estatua, siempre ahí arriba y alerta en la defensa de la patria, caballero, señor, hombre, varón, y macho, mirando al horizonte en busca de aquel barco enemigo y, bueno, también de aquellos barcos peruanos que le fueron a traer de Europa con colecta nacional de joyas, piedras y metales preciosos, o sea, de la gente decente y blanca y bien, y no los cholos de mierda de esta mañana, porque a ésos no les da ni para un diente de oro, a los que nosotros tres, sí, carajo, tres contra todos, espantamos como moscas, esta mañana, y así también el Caballero de los Mares, que al final se quedó sin joyas y sin barcos y sólo a punta de huevos, el pobre héroe… En fin, lo de los mellizos Céspedes era ya toda una proclama en la que se mezclaban la historia con la trompeadera, y la plaza del almirante Miguel Grau la cruzaron realmente inflamados, los tipos, hazaña tras hazaña, mientras Carlitos, todo despatarrado en el asiento posterior del cupé del 46, lograba meter su cuchara, de rato en rato, cada vez más aguafiestas y borracho, eso sí, y cuantas más batallas y broncas y entreveros se jactaban de haber vencido los mellizos, más les recordaba que, bueno, qué valientes estuvimos todos, creo yo, pero jamás tanto como el almirante Caballero y además con la ayuda de cuatro honderos cusqueños.

– ¡El almirante dejó familia! -exclamó Arturo, de repente, como quien descubre América y sus consecuencias.

– ¡Hay descendientes del Caballero de los Mares! -gritó Raúl.

– ¡Seguro que hay nietas o biznietas! -se pasó una luz roja Arturo.

– Ojalá sólo sean dos -gargarizó Carlitos, incomodísimo con tantas piernas propias en el asiento de atrás, pero lo suficientemente lúcido aún para añadir-: Hemos llegado al momento culminante del estrellato del día de hoy. El climax, que le dicen.

– ¿No te das cuenta, Carlitos?

– Ya dije que ojalá sean dos, no más, por amor a Dios.

– ¿Pero tú nos ayudarías? ¿Tú las llamarías por teléfono, por ejemplo? Recuerda lo bien que llamaste a las chicas Vélez Sarsfield.

– Las amazonas, sí… Siempre recuerdo a Melanie… Y francamente no creo que ustedes puedan olvidar jamás la equitación, je, je…

– ¿Nos ayudas, Carlitos?

– No. Llamen a los honderos cusqueños.

– No jodas, pues, hermanito.

– Piénsenlo bien… El polo y la equitación y todo eso… Recuerden… Porque esta vez, a lo mejor, los llevan a la guerra en altamar y eso también requiere sus disfraces…

– Uniformes de la patria, Carlitos. Te estás cayendo de la borrachera.

– Me estoy cayendo al mar, sí, y no sé cómo voy a flotar con la cantidad de piernas que me han brotado… O es que este carro de… de… de mier novecientos cuarenta y seis no está preparado para llevar un ciempiés en el asiento de atrás…

– Ya llegamos, Carlitos. No te duermas. Estamos en esta casa en la que tanto estudiamos…

– ¿Y Molina?

– ¿No lo ves, parado ahí?

– ¿Y Martirio?

– Consuelo, Carlitos.

– Colofón.

– …

– Colofón, carajo…

– …

– Que conste que yo no he preguntado: ¿Y Colofón? Yo sólo he dicho Colofón.

– Bájate de una vez por todas, Carlitos…

– Colofón: Buenas noches, Molina.

– Hola, joven Carlitos… Viene usted…

– Este es el colofón de un gran día, Molina, aunque sinceramente le digo que, Dios quiera, entre la descendencia de don Miguel Caballero no haya señoritas que navegan, por ejemplo… En fin, usted me entiende…

– ¿O sea que hay moros en la costa, joven?

– Y cuatro honderos cusqueños, oiga usted, Molina, pero aquí a los pobres como que, poco a poco, los hemos ido dejando sin gesta ni pasado imperial incaico alguno… Por robarles, creo que hasta les hemos robado sus hondas, ya.

– Me lo contará usted en el camino, joven, pero vamos, que la señora Natalia debe de estar bastante inquieta…

– Recuerdo haberla llamado hasta en dos ocasiones para explicarle que iba al baño a achicar la bomba…

– Eso fue hace ya bastante rato, le señalo.

– Pero mire usted. Para serle muy sincero, he pasado un hermoso día con los mellizos. El primero de mi vida, creo, ahora que ya no pueden oírnos. Y lo único que me preocupa, eso sí, es cómo odian los honderos cusqueños a los cervataneros amazónicos. Y todo esto mientras hablan de un amor inmenso por el Perú.

– No me cuenta usted nada nuevo, joven.

– Pues si quiere que le cuente algo novísimo, Molina, déjeme que le diga que también me preocupa inmensamente la posible descendencia femenina del almirante Miguel Caballero.

– Miguel Grau, Carlitos.

– Ése es el nombre de la plaza, pero no el de la estatua, Molina…

Carlitos dormía profundamente cuando llegaron al huerto.

Pues parece que existían muchas descendientas del Caballero de los Mares, de acuerdo a las exhaustivas averiguaciones que realizaron los mellizos Céspedes, a lo largo de varias semanas. Y todas pertenecían a estupendas familias limeñas, aunque no todas, eso sí, poseyeran una fortuna que mantuviera el lustre que debe acompañar a un nombre que los peruanos de buena y mala pro llevamos grabado con letras de oro y cañonazos en lo más hondo de nuestro corazón.

¿Qué hacer, pues? Bueno, por lo pronto enterarse bien de cómo eran esas descendientas, esperarlas en las salidas de sus casas, de sus colegios, de sus misas y cines dominicales, e ir anotando en la lista de nombres y direcciones que ya poseían los pros y los contras, para luego irlos sopesando poco a poco e ir procediendo finalmente por eliminación. La gran condición, el requisito sine qua non, para no caerse de esa lista, era, por supuesto, ser descendienta directa del Caballero de la Mar Alta y el ensangrentado océano Pacífico. Y había que ver a los mellizos entregados a su labor, estacionados estratégicamente en esta o aquella esquina, en distintas bancas y asientos de muy distintas iglesias y cines, en todo tipo de barrios, o corriendo de la salida de un colegio a la salida de otro, lápiz y papel en mano, preparando el primer borrador de descendientas, tachando, suprimiendo, volviendo a anotar, decidiendo que, claro, la gran ventaja en este caso es que no necesariamente tenían que ser hermanas, las descendientas, como Carlitos imaginaba, aferrado a la esperanza de que ellos no encontraran tres hermanas más de edad conveniente, como las Vélez Sarsfield, ya que en este caso todas tenían que ser primas, cuando menos, y en la selección final podían entrar, por qué no, alguna descendiente muy rica y otra que podía incluso vivir en una calle como la de la Amargura, en vista de que, aunque apenas se conocieran o frecuentaran, el profundo vaso comunicante que era el héroe las movilizaría a todas y las llevaría a comportarse con el debido respeto por la pariente pobre, a la rica, y con total familiaridad y desenvoltura, a la menos afortunada, aunque claro, también es cierto que eran ellos los que estaban dispuestos a taponear cualquier vaso comunicante que llevara desde los Céspedes Salinas de la calle de la Amargura hasta una descendíenta heroica cuyo padre no fuera un contribuyente importante de la república, cuando menos.