– Está usted irreconocible desde que regresé de Europa, Molina-le dijo Natalia, haciendo grandes esfuerzos para no soltar la carcajada, ahí no más.
– A Molina le da por reírse de mis amigos. ¿O no, Molina…?
– ¿Sólo a él? -se le escapó a Natalia, que realmente ya no aguantaba más.
Pues no sólo a él, por supuesto, aunque la verdad es que, en casa de los Grau Henstridge, los pobres mellizos se lucieron bastante poco el día dé su debut, aunque todos los ahí presentes realmente no supieron cómo tomarse una suerte de declaración de principios, o algo similar -pero que, eso sí, debía pintarlos de cuerpo entero, y de alma entera, también, claro-, que los pobres soltaron simultáneamente mientras admiraban un retrato del almirante, que, además, calificaron de anónimo, porque jamás lo habían visto antes y sin duda también por lo acostumbrados que estaban al retrato del héroe de los manuales escolares o -y ellos más que nadie, podría decirse- a la estatua de la plaza Grau. En fin, lo cierto es que nadie estaba hablando del héroe ni de heroísmo ni de nada, cuando los mellizos se dirigieron al retrato anónimo del almirante, lo miraron, se inflamaron, y voltearon donde unos descendientes sin duda alguna finísimos, pero que, la verdad, el barón Rothschild no parecía haber salpicado ni tener la intención de salpicar jamás. Pero bueno, la inflamación continuaba y los mellizos se decharon como nunca de virtudes, al comentar:
– Nosotros hablamos a menudo con don Miguel, don Jaime, doña Olga…
– Yo creo que se refieren al don Miguel de la plaza y la estatua -metió las cuatro, Carlitos, en un desesperado y totalmente fracasado afán de arreglarla, motivo por el cual doña Olga Henstridge de Grau optó por servir el té antes de tiempo y continuar contándole a Natalia su último viaje por los Abruzos, tan abruptos siempre, sobre todo en las provincias de Chieti, Aquila, Pescara y Teramo, aunque no te puedes imaginar lo lindo que se pone todo cuando llegas al borde del mar y te encuentras con unos pescadores que, o son encantadores y te prestan sus sombrillas, por ejemplo, o son unas fieras que ni caso te hacen cuando quieres comprarles unas simples sardinitas.
– Y me contabas de una comida…
– En San Silvano, sí, con el duque de Anjou, Louis de Bourbon, que no te imaginas cuánto se parece a Tyrone Power, pero en más bello y refinado, por supuesto. Pero tú también lo conociste, ¿no?
– Y lo recuerdo muy bien, sí, con ese parecido a Tyrone Power. ¿Cómo está, el buen Louis?
– Iba camino de Notre Dame de Lorette, pero siempre encontró tiempo para invitarnos y contarnos la increíble odisea del corazón de Louis XVII, antes de encontrar paz y reposo finalmente en Saint Denis…
– ¿Un infar…? -empezaba a preguntar Arturo Céspedes.
– Un hecho infausto, más bien, y ocurrido a finales del siglo dieciocho -lo interrumpió don Jaime Grau, rogándole a sus hijas que aceleraran un poquito lo del té, porque… Bueno, porque muero de ganas de tomarme una taza de té…
Carlitos llevaba con los dedos ocultos la contabilidad de las carcajadas que se estaba perdiendo el pobre Molina, cuando por fin llegó el juego de té más y menos lindo del mundo, al mismo tiempo, algo que, por lo demás, empezaban ya a notarlo los mellizos, ocurría también con el jardín de la casa y con la casa misma y con esa tetera que no era ni siquiera de plata, pero que, con sólo mirarla, o tocarla, parece, los Grau Henstridge convertían en oro, o el aro de alpaca de esa servilleta que, con tan sólo bañarlo en el contenido de su retina viajera, convertían en platino, qué maravilla de genuinidad, caramba, ahora sí que ya sabemos qué es ser genuino, y qué no, y callémonos el resto de nuestra vida y sigamos frecuentando a Silvinita y Taliíta para que nos retinicen a nosotros también, y, a lo mejor, algún día, como en los cuentos de hadas, nosotros las bañamos a ellas en oro y en plata y, como las teteras y esa loza tan linda que ya se me convirtió en porcelana y así todo en nuestra vida con la varita mágica de esta gente…
– ¿Qué tal el té, muchachos? -les preguntó don Jaime.
– Me ha agradado -respondió Raúl Céspedes, que toda su vida había dicho que las cosas le gustaban, o no.
– Ha sido de mi entero agrado, sí, don Jaime -completó Arturo, al que también toda su vida las cosas le habían gustado, o no.
– ¿Y la mantequilla? -les preguntó Carlitos, jamás nunca se supo si en uno de sus famosos despistes, o si contabilizando ocultamente para el repertorio de Molina.
– Muy agradable también, sí.
– De mi entero agrado, también, sí.
– Y la mermelada.
– Sumamente agradable, Carlitos.
– Me sumo al agrado, Carlitos.
– ¿Y todo lo demás?
– De lo más agradable.
– ¡Carlitos! -le pegó un pellizcón, por fin, Natalia, para hacerlo volver a la realidad, pero desgraciadamente la realidad se convirtió en una carcajada.
– ¡Carlitos!
– ¡Presente!
Por supuesto que nadie, ahí, creyó en ese pellizcón, aunque la verdad es que también los hermanos Céspedes Salinas eran sencillamente increíbles. Pero, aun así, anocheció de lo más bonito en aquella sala, a medida que las retinas de aquella finísima familia iban posando sus caudales y raudales de buen gusto sobre las cosas de este mundo y los pobres mellizos se debatían entre el tener y el no tener, entre los austeros consejos del almirante heroico y las salpicaduras Rothschild, y a todo, eso sí, le aplicaban una tras otra las mil variantes del uso y abuso de la palabra agradable, ante la siempre divertida mirada de Silvina y Talía, que al final le confesaron a Carlitos que para ellas había sido muy entretenido conocer a los mellizos Céspedes Salinas, a los genuinos, claro está, porque tú los imitas pésimo en el teléfono.
Y, aunque parezca mentira, los mellizos se convirtieron en amigos de verdad de Silvina y Talía Grau Henstridge, y parece ser que también don Jaime y doña Olga les tomaron cariño. Doña Olga, en todo caso, le había comentado a Natalia la pena que le causó lo traumatizados que quedaron, la tarde de aquella primera visita, con el largo recuento que ella hizo de su viaje por los Abruzos y la comida aquella en San Silvano con el duque de Anjou, más la historia increíble aquella del corazón de Louis XVII, por supuesto.
– Los pobres chicos esos como que no estaban preparados, Natalia -le comentó Olga Henstridge, una mujer sensible, exquisita y bondadosa como pocas, agregando-: Tal vez debería haber dejado aquella historia para otra oportunidad.
– No te preocupes, Olga -le dijo Natalia, que andaba furiosa con los mellizos, porque acababan de terminar un nuevo padrón, pero de los primeros contribuyentes de la república, esta vez, para no verse envueltos en más líos de refinamientos genuinos, y más bien elegir a sus parejas en dinero contante y sonante. Y a Carlitos lo tenían loco con lo de las llamadas telefónicas.
– Son cosas de chicos, Natalia.
– De acuerdo, pero, sin querer queriendo, a mi Carlitos me lo van a convertir en un alcahuete profesional.
– Qué cosas dices, por favor, Natalia…
– No se. A veces me pongo muy nerviosa con esos tipos. Y es que Carlitos no tiene más amigos que ellos.
– Y a mí, ellos, en cambio, me dieron pena desde el primer día.
Se notó, sí, y a gritos, que a Olga le habían dado mucha pena los mellizos Céspedes y su desesperado arribismo. Natalia lo recordaba. A Olga le dio tanta pena lo del té tan agradable y la mantequilla tan de mi agrado y la mermelada me sumo al agrado, que aquella tarde posó larga e intensamente sus retinas sobre los mellizos, pero el asunto no surtió efecto alguno, y los tipos, ay, siguieron siempre exactos a sí mismos y sumamente agradados.
Todo lo contrario sucedía en cambio con Silvina y Talía, que eran dos chicas muy bonitas, sí, pero que cada vez que su papá las miraba devenían en realmente preciosas, ante la atónita mirada de los mellizos, que tontos no eran, la verdad, porque esa misma noche de la primera cita en casa de don Jaime Grau, mientras regresaban a la calle de la Amargura, e, incluso, a escondidas uno del otro, le posaron una intensa mirada a todo lo largo y ancho, y, muy en especial, al sector en que quedaba su casa, con la vana y vaga ilusión de un rápido y genuino contagio, de alguna partícula de belleza contraída en la casa de la Magdalena Vieja, a fuerza de observar esas retinas posadas sobre el mundo, llegando a la metalizada conclusión, totalmente equivocada, por supuesto, de que algo, una ñizca, aunque sea, de salpicadura Rothschild, tenía que haber en aquel asunto de los ojos Grau Henstridge, sus retinas, y sus miradas.
– Es que esos cojudos miran con ojos que han visto al barón Rothschild, Arturo.
– No me cabe la menor duda, Raúl.
Pues Dios y el almirante Grau, sin duda alguna, castigaron a los mellizos, por andar pensando en tanto bien terrenal y ninguno espiritual, ya que el tiempo hizo que Silvina y Talía heredaran lo Grau de don Jaime y lo Henstridge de doña Olga, pero, aunque Arturo y Raúl llegaron a ser amigos genuinos de aquellas muchachas, jamás una mirada de nadie los retinizó de manera alguna, salvo, claro está, la de las chicas Vélez Sarsfield, tan amigas de ellas, que, año tras año, las invitaron siempre a Europa, y que, bueno, sí, y a regañadientes, aceptaron que en el fondo los mellizos eran excelentes estudiantes y que podían llegar a convertirse en grandes médicos, con lo cual dejaron de mirarlos y tratarlos como a un par de cretinos, mas no por efecto de retina alguna, sino porque eran amigas de Silvina y Talía y nosotras somos sumamente respetuosas del parecer de cada cual, y allá nuestras amigas y esos cretinos, finalmente, aunque de mis labios jamás saldrá la palabra cre, Mary, ni de los míos tampoco, Susy…
– Pero si el único cretino en ese trío es Carlitos Alegre -soltó Melanie, sentadita ahí en su sofá gigantesco y de pésimo humor por el asunto aquel de su menstruación ignorada.