Después regresó tristísimo, Carlitos, y proyectando su pena sobre todo el camino del aeropuerto a Barranco, mientras el pobre Molina luchaba por comunicarse con él. Inútil. Y hasta se asustó el chofer, en una de ésas, porque él nunca le había visto esa mirada al joven Carlitos, y jamás le he visto ese temblor en las piernas y manos, pero si son convulsiones, casi, maldita sea… Casi… Y ahora que habían llegado al chalecito de la profesora de francés, ¿qué hacer? A lo mejor el joven no está para clases de nada, hoy, pasado mañana, tal vez, yo creo que lo podríamos dejar para pasado mañana…

– ¿Quiere que sigamos hasta el huerto, señor Carlitos? -le preguntó Molina, serio, preocupado, asustado.

– Muchas gracias, Molina, pero aquí me quedo. ¿Y quiere que le diga una cosa?

– Dígame, joven…

– Dentro de tres semanas, cuando doña Natalia esté de vuelta, yo ya sabré hablar francés a la perfección.

– ¿No le parece muy poco tiempo?

– ¿Quiere que apostemos?

– No, señor, nada de apuestas. De muchacho, mi mamá siempre me dijo que discutiera, y mucho, pero que nunca apostara.

Lo que Molina vio, instantes después, fue algo realmente increíble, aunque tratándose del joven Carlitos… Tratándose de él… Bien. Carlitos tocaba un timbre. Transcurría un breve momento y se iluminaba un farolito del pequeño chalet barranquino, a la derecha de la puerta de entrada, humildilla pero correcta y limpia y con su jazmín en flor intentando cubrirla. Al otro farolito, sin duda, se le había quemado el foco, o a lo mejor era cuestión de ahorro. Carlitos ni cuenta se daba y seguía apretando el timbre con toda su alma, apoyadísimo en él, y de cuerpo entero, como si en eso se le estuviera yendo la vida. Se abría la puerta y le sonreía una señorita bien bonita y bien fina, para qué, y eso que tirando ya a los cincuenta. Carlitos continuaba tocando el timbre y la señorita se lo hacía notar, con cierta dificultad.

– Dígamelo usted en francés, señorita Herminia -le sonrió, por fin, Carlitos, sí, porque Molina lo oyó todo clarito.

– La sonnette…

– La sonnette suena precioso -opinó Carlitos, y su brazo derecho pasó del timbre al cuello de la señorita profesora, mientras el izquierdo la tomaba por el talle.

No le ofrecieron resistencia y fue un beso interminable, que, parece ser, sólo parece ser, además, porque Carlitos jamás hizo mención alguna de aquel asunto tan extraño, era tan sólo una prolongación de algo que había empezado ya en el aeropuerto, inconteniblemente, impostergablemente, y que, aunque él mismo lo ignorara, tenía que continuar aquí en Barranco, salvo que hubiera continuado con Molina, claro, en el trayecto desde el aeropuerto, y entonces por supuesto que ya habría sido cosa de locos y a lo mejor hasta se estrellan y se matan. Ahora, sin embargo, el chofer ni siquiera sospechaba todo lo que estaba ocurriendo, ante su muy atenta mirada y sus oídos de cazador al acecho. La señorita Herminia Melon, en cambio, era un dechado de ternura e inteligencia y poseía además aquella exquisita sensibilidad. Estaba enterada de que el nuevo alumno regresaba del aeropuerto, de despedirse de un ser querido, pero de nada más, porque ella era tan huraña como sus padres y, de Lima, sólo sabía que quedaba muy lejos de París. En fin, que por más que le contaran muchas cosas y le chismeara más de una alumna, lo suyo era enseñar el idioma francés y punto, aunque de este chico que la estaba asfixiando, aparte de tener anotado el nombre y apellidos, sus horarios de clases, los honorarios, etcétera, algo más le parecía recordar, ahora… Pero no, puesto que era de ella misma de quien se estaba acordando, de golpe, la señorita Herminia Melon, al cabo de tantos y tantos años, y por ello sin duda alzó de pronto sus brazos y, aunque tarde y bastante mal, pero delicioso, a su antigua manera, empezó también a besar a Carlitos, o a devolverle su beso, al menos, primero, aunque ya después se empinó un poquito para devolverle su beso un poquito mejor, y al final terminó volcándose totalmente en los brazos del gran amor de su vida, cuando éste partió a la guerra, en un tren, nunca jamás volvió, y ella optó por ser lo que era hasta el día de hoy, en que este chico tan simpático se me ha aparecido con el tiempo perdido casi completo, porque hasta el aroma es el mismo, mira tú, qué delicia, y son las siete, y aquel tren también partió oscuro y a las siete, anocheciendo ya… Un buen rato de aroma después, la señorita Herminia Melon, que jamás se arrepentiría de nada, estaba sentada en un sofá de terciopelo azul bastante gastado, hasta el cual se había llevado a Carlitos Alegre, poquito a poco, para terminar aquel beso tan prolongado, ahí, cada uno con su propia pena y con su propia emoción a cuestas, cada uno en lo suyo y cada uno por su lado, en fin, aunque se diría que, también, en cierta medida, bastante satisfechos, en medio de tanto silencio y oscuridad, y ella, además, con aroma incluido.

– Perdóneme -le dijo Carlitos-. Por favor, señorita, perdóneme. Soy la persona más distraída del mundo, y me parece que…

– Creo recordar que ya me habían contado algo de lo distraído que es usted -le dijo ella, encendiendo una lámpara para ver cómo era, en realidad, una persona tan poderosamente distraída.

Y cuando lo miró como quien intenta reconocerlo entre la niebla del tiempo, y finalmente le sonrió, era todavía más bonita y más fina, la señorita solterona Herminia Melon. Y además ya había encendido todas las luces, porque, bueno, también tenemos que pensar en el idioma francés, ¿no le parece, señor Alegre?

– Sí, claro.

– Pues entonces, manos a la obra.

– ¿Podré aprenderlo en tres semanas? No sé cómo explicárselo, señorita Melon, pero digamos que me resulta imprescindible aprender este idioma en tres semanas. Me urge, señorita.

– Bueno, la verdad es que no lo veo muy fácil. Pero, en fin, si no se distrae usted más, tal vez…

La señorita Herminia Melon daba sus clases en el comedor del chalecito, y las sillas sí que eran una vaina. Una mezcla de hule y cuero y caucho, o lo que fuera, pero el pantalón de Carlitos, el fundillo del diablo, sobre todo, y un buen trozo de ambas piernas, también, se le pegaban al asiento, casi desde el comienzo, por lo cual él arrancaba una temprana y secreta lucha contra esa tremenda vergüenza con su sonidito sospechoso y todo, y la clase entera se la pasaba levantando muy lentamente un muslo y una nalga, posándolos de nuevo tras darles tiempo para que se deshumedecieran, arrancando luego la misma maniobra con la otra nalga y el otro muslo, y aquello era como un lento y permanente sube y baja incomodísimo y para morirse de vergüenza, sobre todo porque Carlitos vivía con la convicción plena de que la señorita Herminia, ese dechado de todo lo fino y sensible que hay en este mundo, le daba a su conducta dos interpretaciones, a cuál más bochornosa para él. La primera: como Carlitos quiere aprender francés en sólo tres semanas, se hace el que se queda pegado al asiento para que las clases no se acaben nunca. La segunda: está tomando impulso y pasión, el muy perverso, para despertar en mí el mismo impulso y pasión que me volcó en aquel beso que me llegó de sabe Dios dónde y por qué, aunque del cual no reniego, no, y mucho menos de su aroma. Y, encima de todo, por despegarse y despegarse y seguirse despegando lo menos vergonzosamente posible, Carlitos se olvidaba de pagarle a la señorita Melon, que ni siquiera un acento en la «o» tenía, la pobrecita, y seguro que de sus clases viven ella y sus ancianos padres. Y, más encima de todo, todavía, como la señorita Melon era finísima, se moría de vergüenza de cobrarle y, sin duda llevada por la necesidad y sólo así, se atrevía a hacerlo, pero para ello cerraba antes todas las cortinas y apagaba las luces, de tal manera que ambos pudieran morirse de vergüenza por su lado, uno por no pagar y la otra por cobrar, pero en una habitación tan oscura que el asunto dinero imposible verlo ya, y así ambos evitaban presenciar el descalabro moral del otro y ella no lo veía ponerse rojo como un tomate y él se perdía ver lo bonita y finísima que se ponía ella cuando se ruborizaba y sus mejillas sonrojadas se convertían en una verdadera delicia tipo melocotón bien madurito y colorido.

Pero al cabo de tres lecciones, el francés de Carlitos seguía igual o hasta peor que el primer día, si se puede, o sea, espantoso, dificilísimo de aprender, y pegajosísimo. El francés era el idioma pegajoso, por excelencia, según Carlitos, que, sin embargo, logró su prometida proeza de recibir a Natalia en francés, a su regreso de Europa -el viaje, felizmente, a este nivel, se alargó una buena semana más-, y de mantener una conversación bastante correcta, aunque con algunas ayuditas de parte de ella, claro, durante el camino feliz de regreso del aeropuerto al huerto.

Lo que no supo Natalia, hasta un prudencial tiempo después, es que el verdadero mérito didáctico no había sido de la señorita Herminia Melon, aunque ciento por ciento por culpa de las sillas, por supuesto, sino de Melanie Vélez Sarsfield. Desesperado por el problema de esos asientos pegadizos que le impedían concentrarse y progresar con su francés, Carlitos pensó en ella. Melanie, recordaba él, le había contado alguna vez que su francés era tan bueno como su inglés y que ambos los sabía ella casi mejor que su castellano. Y, como la pobre Melanie vivía pegada en aquel sofá gigantesco, sólita con lo de su menstruación ignorada, Carlitos optó por correr donde ella en busca de ayuda, no bien lograba despegarse de las sillas de la señorita Melon.

– Me imaginé que era una visita interesada, malvado -le dijo, el primer día, Melanie -, pero bueno, cómo te voy a negar yo nada a ti, si vivo esperando que la veterana de tu amante se vuelva vieja y bruja, para yo, a mi vez, haber crecido algo, y hasta que la muerte nos separe, después, Carlitos, porque uno aprende a quererte mucho, sentada siempre aquí y sin hacer nada. Y, en lo que a esperar se refiere, pues digamos que estoy esperando ya el día en que me lleves al altar con un anillo y con mi papi sobrio, por una vez en la vida.

– Melanie, si me dijeras todo eso en francés, al menos serviría de algo…

– Venga ese francés, Carlitos Alegre. Ponte aquí, ven, vamos.

– Pero sin tocarme, por favor, Melanie.

– ¿Y si te toco en francés? Te tengo en mis manos, ¿eh, Carlitos?

– Te lo ruego, Melanie.

Noches enteras se quedaron estudiando francés Carlitos y Melanie. Se amanecían, ahí en la sala gigantesca aquella, y Carlitos progresaba, y mucho, sí. Tanto que, al final, iba donde la señorita Herminia Melon y se pegaba crujientemente en las sillas detestables, pero ni cuenta se daba hasta el final de la clase, mientras que la señorita no salía del asombro de ver lo mucho que progresa este muchacho, claro, se ha abstraído del mundo, con lo del francés, su mente entera sólo retiene el mundo si éste está en francés, es un distraído total para todo lo que no sea ese idioma, y así, cómo no, el escándalo de despegada con que se levanta de la silla, aunque ahora sí muy puntualmente y sin olvidarse de pagar y sin que le importe nada más que el francés, en este mundo. Y cada clase sabe como doce clases más y pronuncia mejor, ce grand distrait…