Pues ya lo creo. Las cosas siempre pasan así. Y a la hora de almuerzo, Carlitos volvió a llamar a Erik von Tait y a Melanie. Con Erik quedó para comer, esta noche, y con Melanie en que pasaría a verla a eso de las seis, o siete, porque con los mellizos hemos quedado en estudiar unas horas también por la tarde, aunque hoy sea sábado. Carlitos almorzó muy rápido, y le pidió a Molina que lo llevara también muy rápido a Lima, donde los Céspedes, y que a eso de las seis regresara por él.

– El día como que se me ha empezado a complicar -le comentó Carlitos al chofer, mientras regresaban esa tarde a la calle de la Amargura.

– Bueno, pero al menos parece que los mellizos nos han devuelto el Daimler -le replicó Molina, agregando, al ver que el joven Carlitos permanecía mudo como una tapia-: Por lo menos hasta su próxima salida. Y qué nueva genialidad se les ocurrirá, entonces.

– Prefiero no imaginarlo -le dijo, por fin, Carlitos, aunque con un tono de voz que realmente lo invitaba a cambiar de tema.

– ¿Y cómo van esa pierna y esa nariz? No me había fijado en que el reloj también le dio su testarazo…

– Molina, con su perdón, ¿podría no hablarme de mellizos ni de relojes? Ni mellizos ni trillizos ni nada, por favor. Y en cuanto a los relojes, ni siquiera de pulsera. Porque créame que ésos también golpean, cuando quieren. Muy a su manera, pero también golpean. En fin, yo me entiendo.

Estas últimas palabras del joven Carlitos dejaron sumamente preocupado a Molina, pues las encontró tan descabelladas que pensó que, sin duda, el exceso de estudio más el insomnio de la soledad al tictac, como la bautizó él mismo, lo andan desquiciando al pobre, como a don Quijote. Mucho libro y mucho pensar. La receta le parecía fatal a Molina, que poco a poco se había ido encariñando con el joven amigo de doña Natalia, y que ahora se alegraba de que ella regresara esta misma noche, para poner un poquito de orden en todo este extraño asunto. Como siempre en los casos complicados, y éste lo era, y mucho, para el alto y rubio Molina de años y años en esa familia, sus pensamientos y nostalgias desembocaron rápidamente en el recuerdo sagrado de don Luciano y doña Piedad. Cómo habían sufrido ese gran caballero y esa gran dama con todos los problemas que les acarreó la inmensa belleza de su hija. Y si la vieran ahora, ah, si bajaran del cielo y la vieran ahora, bella como siempre, y con un muchachito de diecisiete años. Bella como siempre, y más, tal vez… Porque para don Luciano, sobre todo, los horrores vividos por esa hija adorada, pero que lo llevó por la senda de la amargura, se debían todos a su belleza incomparable. Molina siempre recordaba una conversación que tuvo lugar en el asiento posterior de otro cochazo de los señores, uno muy anterior a éste. La señorita Natalia tendría unos quince años, entonces, y estaba sentada ahí atrás, junto a sus padres, cuando el padre Nicolás Villalba, un jesuita español que visitaba a menudo la casona de Chorrillos, dijo:

– ¡Cuánta belleza te ha dado Dios, hijita!

– Pues ruéguele usted a ese mismo Dios que ya no le dé más belleza, padre Villalba -como que lo contuvo en sus halagos, casi proféticamente, don Luciano.

Y ahora Molina metido en este nuevo enredo de doña Natalia, o de la niña Natalia, porque la conoció siendo una niñita, o de la señorita Natalia, porque también condujo el coche que la llevó, vestida de blanco, pero llorando a mares, rumbo al altar. Un enredo mucho más moderno, el actual, sin duda alguna, o es que él se estaba haciendo viejo, pero en todo caso en esta oportunidad nadie era malo en la historia, salvo, claro está, los mellizos estos Céspedes, pero bueno, lo suyo en este caso es un papel totalmente secundario y, además, con lo brutos que son, no creo que la maldad les alcance para mucho… Pero ya estaban en la calle de la Amargura y el joven Carlitos está servido y a la seis en punto me tiene usted aquí de nuevo para llevarlo donde su amiga, la señorita Melanie.

Eran las seis y cuarto de la tarde cuando los mellizos dijeron basta por hoy y cerraron los libros, porque ya desde la mañana, además, Carlitos no había logrado concentrarse bien, y esa tarde, sobre todo, no había cesado de incorporarse para ir al baño un ratito, como si algo se le hubiera perdido por ahí. Y los mellizos se miraban entre ellos, no sin cierta complicidad e inquietud, pensando sin duda que el tipo este sabe muy bien quién se rodó la escalera al abrirle la puerta por la mañana. Pero esto era lo más extraño de todo, precisamente porque Natalia llegaba esta noche, y porque en los meses que llevaba viniendo a estudiar a casa de ellos, Carlitos con las justas se había fijado en Consuelo, casi nunca acertó con su nombre, e incluso en más de una oportunidad pensó que se había equivocado nuevamente con el vecino de los bajos, se disculpó ante Consuelo por haber tocado un timbre que no le correspondía, o por haberse metido ya en otra casa, dio media vuelta, se confundió aún más, y terminó metido por el corredor de la anémica bombilla que llevaba al comedor, cocina y dormitorios, de donde ellos mismos habían tenido que rescatarlo rápidamente, porque un poco más y el pesado éste termina en el techo inmundo y descubre incluso el cuartucho de Colofón, maldita sea. Y maldita sea, ahora también, porque golpeada y herida como estaba, tirada ahí ante la puerta de la calle, Arturo había logrado ejercer su habitual terror sobre su hermana, obligándola a gatear escaleras arriba antes de abrirle la puerta a Carlitos, esa mañana, para que no viera el bochornoso espectáculo de Consuelo rodándose una escalera de amor, ni bonita ni feíta, ni inteligente ni no, qué gran vaina, mierda, pero el tipo parece que alcanzó a ver algo, sin embargo. Bueno, bastaba con seguírselo negando, y que Carlitos se dejara de compasiones y esas huevadas, aunque tampoco estaba mal que empezara a fijarse un poquito, siquiera, en Consuelo, cuando ellos hace rato que no se hacían mayores ilusiones al respecto, y hasta las habían perdido ya casi del todo, por más buenazo e ingenuo que fuera Carlitos, o, en todo caso, a Consuelo se la reservaban para tiempos aún lejanos, para el fin de la carrera médica y el momento en la vida en que los jóvenes empiezan a casarse y eso, porque los mellizos Céspedes habían concebido la vida como una inmensa sucesión de partidas de póquer, y también Consuelo, ni bonita ni feíta, ni inteligente ni nada, mierda, la misma vaina de siempre, y para siempre, carajo, era una carta marcada que ocultaban para una partida de mayor envergadura, aunque de gran riesgo, por supuesto, de la misma manera en que Cristi y Marisol formaban parte de una apuesta de mucho mayor calibre, sumamente arriesgada y con las últimas cartas sobre la mesa, para la cual aún les faltaban muchos años de roce social, de experiencia, de preparación y de aprendizaje permanentes, en fin, un largo y a veces espinoso camino, malditas hermanas Vélez Sarsfield, conde Lentini de mierda, Molina jijuna la gran pepa, olvida ya, Raúl, lo intento, Arturo, pero jode, y a ver ahora qué le pasa a este Carlitos que ya dos veces esta tarde como que se ha ido del todo de los libros y nos ha empezado a preguntar por el gemidito ése, ¿a qué gemido del diablo se puede referir este loco del diablo, si yo mismo he encerrado con cuatro llaves en su dormitorio a Consuelo y su pata luxada y el codo ese todo lastimado…?

– Bueno, ya debes de haber meado hasta el alma, compadre, creo -le dijo Raúl Céspedes a Carlitos, cuando regresó del baño por enésima vez.

– No nos jodas con que la próstata a los diecisiete años, ahora…

Por toda despedida, Carlitos se dirigió a la escalera, jaló el cordón que la pobre… La pobre… Y se la jugó el todo por el todo con lo del nombre, cuando dijo: Rezaré mucho por ti, Consuelo… Después bajó entre unos gemiditos con sordina, pero muy hermosos y tiernos, aun así. Y claro que eran de Consuelo y que la sordina era la puerta de su dormitorio cerrada con cuatro llaves, porque esa carta marcada llevaba un traje muy feo, esa mañana, y para su partida de póquer faltaban años, todavía.

– Rezaré mucho por ti, Consuelo -le repitió Carlitos, mientras empezaba a bajar cuidadosamente la escalera, aunque también en su encierro adolorido a la pobre Consuelo aquella voz le parecía que era, pero también que no era, y claro, ni ella ni él cayeron en cuenta en ese momento que también los mensajes de Carlitos habían sido emitidos sin el pañuelo de esta mañana, y se prestaban a serias dudas.

Hay que ver la manera en que las cosas siempre pasan así. Porque ahora Carlitos estaba sentado con Melanie en una suerte de gigantesca corte del rey Arturo o en una perfecta reconstrucción de interiores de una película de Robín Hood, pero en los buenos momentos de este personaje, o sea, cuando, con insolencia y porque la hija del rey medieval de turno, o incluso su esposa, enamoradas de él, tan bandolero y todo, pero Errol Flynn, al fin y al cabo, lo habían invitado a cenar al castillo de la Metro Goldwin Mayer, o sea, con todas las mejoras de la técnica moderna y de las películas de gran presupuesto. Melanie, más niñita que nunca, parecía un añadido de porcelana de Sévres, o de cristal de Bohemia, poco o nada a tono con el decorado obligatoriamente tudor, de espadones, lamparones, vasijas y jarrones de metal, copones de vino, y hasta algunos arcos y flechas y varias cabezas de jabalí, realmente en franco contraste con tanta fiereza, con tanta piedra, ladrillo, metal forjado. Melanie, estaba pensando Carlitos, sentado junto a su amiga, resulta demasiado frágil entre tanto caserón y la chimeneota esa de piedra, por ejemplo, Melanie se puede romper en cualquier momento, aunque la verdad es que fue ella quien casi lo rompe a él con las primeras palabras de una conversación tristísima.

– Hace dos años que tuve mi primera menstruación y nadie se ha enterado. Ni mi mamá, ni mis hermanas, ni mis tías, ni nadie, Carlitos.

– ¿Pero tú se lo has contado?

– Lo intenté, y hasta colgué calzones manchados de sangre por toda la casa, pero como que no se dieron por aludidos. Y tú no sabes, Carlitos, lo duro que es vivir en una familia en la que nadie se da por aludido.

– ¿Y te duele?

– La menstruación, para nada. Pero lo otro…

– Ya…

– ¿Dónde vives tú, Carlitos?

– Bueno, últimamente en una, cómo decirte, en una casona tan gigantesca como ésta, pero, digamos, que en forma de huerto.

– Y por supuesto que no quisieras venirte a vivir aquí, conmigo.

– Bueno…

– Bueno, ¿qué? Yo no te pido que vengas como Carlitos Alegre, sino como Charlie Sylvester. Aunque ya sé que Charlie Sylvester no existe, o que en todo caso no eres tú, pero, cómo decirte, yo a Charlie Sylvester lo quiero un montonazo. Ay, si supieras cuánto me gusta repetir el nombre de Charlie Sylvester. Me encanta Charlie Sylvester, realmente…