III

S iempre las cosas pasan así. Mañana sábado por la noche llegaba Natalia, o más bien ya en la madrugada del domingo, sobre la 1.30, y Carlitos Alegre habría dado la vida porque llegara hoy, porque estuviera llegando justito en este momento, o, lo que es mejor, mucho mejor aún, porque hubiera llegado anoche y juntos estuvieran desayunando ahora, pero no en el comedor, sino en la terraza que da al inmenso jardín posterior de la casa, florido, lleno de árboles y enredaderas, y con la hermosa piscina allá al fondo, que Luigi iluminaba todas las noches, desde hace unos días, como para hacerle señales al avión en que regresaba la señora y que no se les fuera a seguir de largo, sobre todo al pavero Carlitos, que según parece no duerme nunca, la Marietta y yo lo hemos oído llorar a oscuras, más de una vez, y la otra noche, poveretto, debió de vencerlo la soledad al tictac, como la llama él mismo, cada vez más nerviosa, más rabiosamente, hasta que de pronto todos oímos aquellos golpes secos y feroces, y yo empuñé la escopeta y convoqué a los canes, pero resulta que era él, y que, entre las tinieblas, se la había agarrado a patada limpia con l'orologio, poveretto, anche lui, y poveretto el bolsillo de la signora, porque creo que la joya de la relojería svizzera de pie se ha quedado sin tictac ni campanadas para siempre, aunque el joven Carlitos, tan acertado siempre para los golpes, debió de recibir anche lui la sua parte y ahora doña Natalia lo va a encontrar no sólo bastante demacrado y flaco, sino algo cojo, además… Pero es que se le hacían eternas las horas a Carlitos, aunque fuera mucho el tiempo que cada mañana y tarde y hasta noche le consagraba ahora al estudio con los mellizos, ante la proximidad de los exámenes de ingreso, y en las tinieblas de esa alcoba que, además, sin Natalia, había descendido a la categoría de dormitorio, e iba en camino de convertirse en camarote, por qué no, cualquier cosa es posible sin Natalia en esta camota, que me lo digan a mí, si no, que fue cuando Carlitos empezó perder un poco los estribos, ya, y empezó a sentir la necesidad cada vez menos controlable de incorporarse y salir corriendo del helado camarote veraniego, se sintió también cada vez más confundido, empezó a no lograr diferenciar entre el Ártico y el Ecuador, recordó aquella canción en que alguien sueña que la noche ardía y el fuego se helaba, y decidió que si aquello seguía igual él iba a poner las cosas a patadas en su sitio, porque definitivamente ese tictac, que, cuando Natalia estaba aquí, no se atrevía ni a chistar, ahora se pasa la vida impidiéndome siquiera soñar imposibles, como en la canción esa en que todo anda al revés, y estar ahorita mismo desayunando con ella a las nueve en punto de una mañana maravillosa, habiendo ingresado ya en la universidad, por supuesto, y sin un solo mellizo en millas a la redonda, en esa maravillosa terraza y con la piscina al fondo entre tanto árbol y enredadera y Natalia con una toalla blanca de sultana en la cabeza y su albornoz blanco y esa esbeltez única, rozagante, casi arrogante, ese talle largo que hace juego con todo lo demás, por donde uno la mire, caray, y que no tiene rival, me consta, porque el otro día los mellizos me enseñaron una revista de artistas de Hollywood en que ambos están estudiando ahora nada menos que ropa para montar a caballo, ellos y ellas, no pierden la esperanza este par de mulas, o, mejor dicho, jamás aprenderán, y con estos mismos ojos vi toda una galería de estrellas del firmamento y la meca del cine y Beverly Hills -palabras éstas, todas, que tienen fascinados a los mellizos, pero que yo les he aconsejado controlar a fondo, antes de empezar a soltarlas por calles y plazas- y bueno, pues, ninguna de esas estrellas, ni una sola, ni Ava Gardner siquiera, resulta comparable a Natalia tomando el desayuno conmigo en el firmamento del huerto, recién salidita de la cama y tal como a ella le gusta, calatita por debajo y dispuesta en cualquier momento a quitarse toalla y albornoz, arrojarse como Eva, no Perón, claro, qué ramplonería, a la piscina, y ponerse nuevamente su albornoz antes de que incluso los perros se enteren de lo que ha pasado ahí, pero yo sí, je, je, y otra vez enrollarse su toallota de sultana empapada sobre la cabellera mejor rizada de nacimiento -«ondulación permanente», aseguran los mellizos que se dice, qué horror- que hay en el mundo. Sí, así le gusta a ella levantarse de la cama, y ése es el momento en que más incomparable se vuelve, qué mujer competiría con esa majestuosa salida de la cama, con sus andares rumbo a la terraza o a la piscina, qué mujer se le acercaría, siquiera, a esas horas de la mañana, quién se metería con esa piel, y ese, cómo decirlo, pues sí, con unos términos un tanto médicos, qué le voy a hacer, con ese derroche de salud inquebrantable que es toda una fiesta para cualquiera, menos para el tictac de este reloj del diablo, por supuesto, que a uno lo confunde todo y no tarda en volverlo loco, que fue cuando Carlitos empezó a gritar que ni la aurora se atrevería a compararse con Natalia, siempre y cuando, claro, tú, tictac de mierda… Y Luigi empuñó la escopeta y convocó a los canes y todos ahí notaron que parecían patadas, más bien, y que, a ver, sí, parecen venir de la sala grande o de la sala del piano o tal vez del bar, sí, de por ahí, enciende todas las luces, Cristóbal, que yo en estas tinieblas non vedo niente, pacco di merda… Sí. Siempre las cosas pasan así. Carlitos había quedado en estudiar también aquel día sábado, y definitivamente esa cojera no se lo iba a impedir, como tampoco le iba impedir asistir a su diaria misa matinal, ni devolver la llamada de Melanie Vélez Sarsfield, que, anoche, antes de que él regresara de la calle de la Amargura, le había dejado un recado pidiéndole hablar un momentito con él, y, ahora que se acordaba, también tenía que llamar a Erik von Tait, que en eso habían quedado con Natalia, en que él invitaría a Erik a comer al huerto para que lo acompañara hasta la hora de partir a recogerla al aeropuerto con Molina. Carlitos regresó de misa, desayunó, marcó el número de Erik, primero, y el de Melanie, luego, y en ambas casas fue invitado a consultar con su reloj antes de volver a llamar a esta casa, jovencito, porque una niña en vacaciones veraniegas jamás está despierta a estas horas de la mañana, joven, y porque un músico que toca todas las noches hasta altas horas de la madrugada en su puta vida se levanta antes del mediodía, so cojudo.

Pues sí. Las cosas siempre pasan así. Y ahora Carlitos acababa de tocar el timbre en casa de los mellizos Céspedes y clarito había oído el funcionamiento del primitivo mecanismo para abrir una hoja de la puerta de doble batiente, desde el segundo piso. Se trataba de un largo cordón atado con un simple nudo a la manija lateral de la cerradura, que luego corría muy mal oculto bajo el pasamanos de la escalera, y que alguien jalaba desde los altos para no tener que bajar cada vez que tocaban. ¿Por qué, entonces, alguien bajaba ahora tan rápido? ¿Por qué con tanto ruido y como a borbotones? ¿Por qué, si además el picaporte de la puerta ya había obedecido y ésta está ya entreabierta? Carlitos empujó, y estaba abriendo, cuando una especie de costalón repleto de papas o algo así se estrelló contra el batiente y se lo clausuró de un porrazo en la nariz, que ahora le sangraba profusamente, mientras que, adentro, del otro lado del accidente, alguien gemía muy suavecito a la altura del suelo, como si no quisiera molestar a nadie con su muerte. ¿Qué hacía, tocaba de nuevo o no? Molina se había marchado sin enterarse de nada y él felizmente llevaba un buen pañuelo en el bolsillo posterior del pantalón. Carlitos se tapó la nariz, reconoció que el gemido era femenino, lo encontró muy dulce y realmente precioso, pero sobre todo sobrecogedor, y miró la hora en su reloj porque parece que esta mañana me ha dado por molestar por donde sea que llamo o toco. Pero eran las nueve de la mañana y él últimamente siempre había llegado a esa hora, puntualísimo.

– Soy yo, que llego a las nueve en punto -dijo Carlitos, pero claro, el pañuelo como que emitió muy mal aquel mensaje nervioso y urgente.

Y también los gemidos que le llegaron del otro lado de la puerta eran de una falta de claridad total, aunque su dulzura y belleza fueran in crescendo y empezaran a inquietarlo sumamente, pero también a conmoverlo sobremanera. Y es que, la verdad, quien fuera que gimiera, ahí atrás de la puerta, era incomparable en lo suyo, hasta el punto de que Carlitos había asociado la abundancia cada vez mayor de sangre que fluía de su nariz, a pesar del pañuelo tan rojiblanco ya como los colores patrios, con una mágica capacidad de aquel gemir para hacerlo a él manar y manar sangre, entrañablemente, como si la suya, además, no fuera sangre manada sino derramada por una causa noble. Carlitos volvió a mirar su reloj, y habían pasado nada menos que siete minutos, desde la primera mirada. Y como al octavo minuto el gemidillo se adelgazó, agónico y tristísimo, casi tísico, o, en todo caso, de un romanticismo entre alarmante, por real, porque golpazo sí que había habido, díganmelo a mí, si no, y sublime, porque nadie se golpea tan fuerte y después se queja tan lindo, como al octavo minuto, que ya iba para noveno, el hilo de voz se adelgazaba hasta extinguirse, él no pudo más, de lo que fuera, porque de amor si que no iba a ser, ya que ni idea de quién podría ser el costalote de papas, además, y emitió otro mensaje a través del pañuelo bañado en sangre: ¿Era usted, doña María? Pues parece que esta vez sí le entendieron, porque ni qué decir de la manera en que el gemidito le respondió que no, como reclamando derechos de autor, y volvió a gemir más enternecedor y romántico que nunca, como quien reclama además una mayor atención y finura de oído y percepción, y, cómo no, mejor gusto, también. Con el rabo entre las piernas, ahora, él se atrevió a preguntar, esta vez: ¿Eres tú, Martirio?, y la que se armó de gemiditos al otro lado del accidente. ¿Soledad, eres tú…? Esta vez ni le contestaron. ¿Concepción…? Pues el gemidillo ahora sí parecía haberse evaporado, desvanecido, muerto, mientras él se desesperaba porque ya iban a ser las nueve y cuarto y tanto silencio empezaba a resultarle insoportable. Y a las nueve y veinte, ya con las lágrimas en los ojos, Carlitos emitió su último mensaje: Siempre supe que esto me ocurriría, por no recordar bien tu nombre, sea quien sea la que está ahí detrás, aunque doña María no es y la chica que viene a limpiar no puede ser, porque ella llega más tarde. Siempre supe que esto me ocurriría, pero si eres la hermana de los mellizos, tú también deberías saber que yo soy la persona más distraída del mundo y que siempre me confundo con tu nombre, para mi desesperación, sobre todo ahora. A Carlitos le pareció haber oído un gemidillo placentero, y repitió: Sobre todo ahora, sí, ¿sobre todo ahora…? Y clarito oyó que el gemidillo como que despertaba de lo más complacido, y ello le dio el valor para agregar: Pero, cómo decirlo, porque todavía no he terminado, ¿sabes? Bueno, sí, ya: Pero también yo sangro, y, de hecho, estoy sangrando hace veinte minutos y ya se me acabó de empapar el pañuelo… El gemidillo como que recorrió su propio hilo de voz, al revés, y de pronto se convirtió claramente en gemidito, otra vez, y se puso cantarín como sólo él. Y Carlitos se alegró infinitamente y anunció que iba a tocar el timbre de nuevo. Y tocó… Alguien le abrió desde los altos, al cabo de buen momento de silencio total, cuya duración, él, en su ansiedad, no logró controlar, pues olvidó de mirar su reloj. Luego, empujó la puerta, con gran cuidado, pero ahí no había absolutamente nadie y arriba estaba Arturo, aunque algo o alguien, sí, eso lo logró ver él muy claramente, pero con un efecto retardado por la sorpresa, algo o alguien gateó junto a la pierna de Arturo, allá arriba, justo cuando Carlitos miraba y empezaba a subir, un bulto o algo, una falda gateando de espaldas o un costal blanco se escabulló entre la pared y la pierna de Arturo, que, por supuesto, no había visto absolutamente nada y lo atribuyó todo a las distracciones de Carlitos, también el cabezazo que te has dado, claro que sí, más de una vez te ha ocurrido, recuerda, por tocar pensando en las musarañas y entrar antes de que alguien te abra, sólo a ti te pasan esas cosas, hermano, y por supuesto que Carlitos ya no insistió en que ni el hombre más despistado del mundo, ni el más borracho, se tropieza y desencadena con ello todo un mundo de ternura, de cariño, de silencio, de ansiedad y de…