Carlitos salió disparado.

Más que a llamarlo, al amante fogoso hubo que ir a recogerlo en pedacitos por los rincones, porque el avión de la señora Natalia estaba en hora, y, si no partían inmediatamente, la pobre podía encontrarse sólita su alma en el aeropuerto, de madrugada, y de ahí a imaginar que en el huerto se habían olvidado por completo de ella… No, de eso ni hablar. Molina opinó que en un Daimler de siete asientos podían caber todos, pero Luigi no estuvo de acuerdo, y además le recordó que de estos viajes de negocios la señora solía regresar sumamente cargada, por más que la mayor parte de su equipaje lo trajera como carga aérea o marítima. O sea que Luigi aconsejaba llevar también la camioneta del huerto, pero Marietta le recordó, bajito al oído, la privacidad de los amantes, que sin duda alguna prefieren volver solitos del aeropuerto en el Mini Minor para travesuras de la señora. O sea que finalmente fue toda una comitiva la que abandonó el huerto, aquella noche: Daimler, camioneta y Mini Minor.

Y, como siempre que regresaba de uno de esos viajes, Natalia tuvo que enfrentarse a una verdadera ola de incomprensión, por parte de los empleados de aduanas y migraciones del aeropuerto de Lima, en cuyas mentes estatales sencillamente no cabían ni su sexo femenino, viajando solo por el mundo, ni su belleza, viajando sola por el mundo y regresando de madrugada, además, ni su exceso de equipaje, que más parecía un exceso de confianza y de arrogancia que viaje de negocios, ni mucho menos su pasmosa serenidad, basada en la resignada costumbre de ser vista como alguien que usurpa papeles que en esta vida les están destinados exclusivamente a los varones. Natalia soportaba sabia y serenamente todo tipo de pequeños vejámenes, inherentes a su condición de mujer que trabaja y no debería, o no parecería que tuviese que trabajar y trabaja, y, cuando notaba que las cosas estaban a punto de extralimitarse, mandaba llamar al responsable de la aduana o al jefe de migraciones y, mientras los esperaba, se dejaba caer en un sillón con el aplomo que le daban diez años pateándose las principales ciudades de Europa gastando millones.

Todo se arreglaba siempre, al final, cuando algún alto empleado del aeropuerto la reconocía o le echaba un simple vistazo a un pasaporte que, con esos apellidotes, más su portadora, cómo no, valía su peso en oro, y Natalia abandonaba las secciones migración y aduana entre saludos, venias, reverencias, buenos deseos, y todo tipo de inmundas sobonerías de esas, que, minutos antes, más de algún empleaducho presupuestal hubiese sustituido, feliz y cabrón, por un buen susto, por alguna mala jugada, o por exigencias que nada tenían que ver con las leyes y reglamentos en vigor. Y así ocurrió esta vez, también, en que el señor Buanonova, eficiente y amabilísimo director de aduanas, se estaba deshaciendo en disculpas, explicaciones y cargaditas de maletines, y en recuerdos para amigos comunes, cuando, al desembocar en la sala de llegada de pasajeros, vio a la comitiva que esperaba a Natalia y, tras una rápida miniserie de carrasperitas, optó por retirarse, por fin, qué pesadilla de tipo, caracho, al ver que a Natalia de Larrea, nada menos que a Natalia de Larrea y Olavegoya, la esperaba una comitiva sumamente extraña, por no decir otra cosa, Dios mío, no vaya a ser que a toda una dama como ésta le haya dado ahora por el contrabando, porque mira tú que ésos, ésos, ésos lo menos que son, es, Dios mío, yo me las pico…

Ésos eran un elegante flautista de raza negra, porque ahora Erik había sacado de un bolsillo su preciosa armónica alemana, para celebrar melódicamente que el avión de plata hubiese aterrizado, por fin, para mí que este moreno se trae algo entre manos, un altísimo rubio de ojos azules uniformado de chofer en la playa, o sea algo que, en el Perú, por lo menos, no suele verse muy a menudo que digamos, dos italianos viejos, varón y hembra, con pinta de campesinado siciliano y tufillo a mafia, al rey de las aduanas con cuentos, a estas alturas, dos autóctonos de mediana edad, varón y hembra, asimismo, éstos suelen ser los peores, y un muchachito al que se le ve de buena familia, pero, Dios mío, ni Natalia ni él deberían dejarse ver besándose así, y menos aún de madrugada en el aeropuerto… Dios mío, a mí esto me suena a contrabando, yo de veras me las pico… Y ahora sí que sí, tras llamar a un subordinado y decirle: Oiga usted, ahí le dejo mi despacho, ocúpese, por favor, que me acaban de llamar urgente de mi casa, el amable señor Buonanova realmente se las picó, y que mañana ocurra lo que tenga que ocurrir, cuando se revise a fondo la carga aérea de la hija de don Luciano de Larrea y, a lo mejor… No, ni cojudo, yo me retiré del aeropuerto temprano, anoche, y por la mañana amanecí con un catarro de padre y señor mío…

En todo el huerto no había un alma, aquel domingo, cuando Natalia y Carlitos se despertaron para desayunar a la hora del almuerzo. Porque debían de ser como las dos de la tarde, cuando, sentados ambos en la terraza de aquel inmenso jardín, ella con su albornoz blanco y la toallota de sultana, todo húmedo porque acababa de pegarse su remojón Eva, en la piscina, y él con una piyama de seda a la que aún le colgaba la etiqueta del precio y unas zapatillas ad hoc, también con la etiqueta del precio arrastrándose, Carlitos decidió contarle a Natalia la razón de esta leve cojera y cómo, cuando estabas tú, mi amor, ese reloj jamás molestó a nadie, y entonces, yo, la otra noche, o más bien madrugada, porque el muy canalla y su sádico tictac…

– Ven -le dijo ella, abriendo los brazos adorablemente-. Ven, Carlitos, siéntate aquí sobre mis muslos.

Y él fue y se instaló incomodísimo y tambaleante, por intentar abrazarse a tantas cosas al mismo tiempo.

– ¿Te dolió mucho que me fuera?

– Bueno, al principio, no… Bueno, al principio, también, claro… Pero, no sé bien cómo decírtelo, me dolió sobre todo ayer, cuando sin darme cuenta, siquiera, pasamos con Molina por la casa de mis padres y, mira, qué raro, casi ni la vi, la casa, pero, en cambio, por primera vez desde que nos conocimos me di cuenta de verdad de que tenía unos diecisiete años atroces, y justito ahora que estoy a punto de cumplir los dieciocho, mira tú. Yo sabía que iba a ser un día muy largo, con lo del insomnio y el reloj y todo eso, para empezar, ¿sabes?, pero además ocurrieron un montón de cosas muy extrañas y tristes, que te tengo que contar, porque de ellas depende mucho, creo yo, el terrible desasosiego que se apoderó de mí al pasar por la casa de mis padres y de golpe sentir tan duro todo esto de los diciesiete años. Jamás lograré explicármelo bien, estoy seguro, porque te juro que si hubiera tenido quince años, o dieciséis, habría sido completamente distinto. Y ni hablar de dieciocho. Con dieciocho ya no pasa nada, estoy requeteseguro. Pero son estos malditos diecisiete años, Natalia, entiéndeme, por favor, estos terribles y malditos diecisiete años y, aunque tú creas que estoy rematadamente loco, el tictac de tu reloj ese es el responsable de todo, tu reloj se metió en este asunto, tu reloj se burlaba día y noche de este asunto, tu reloj, sobre todo de noche…

– No era mi reloj, Carlitos, por favor. O sea que te ruego encarecidamente que no te sigas refiriendo a él como mi reloj, porque me estas arruinando el regreso a Lima. Y porque probablemente ya estaba en el mismo lugar el día que yo nací. Entonces, ¿me prometes que vas a llamarle el reloj, y punto, desde ahora?

– Claro que sí. El reloj. El reloj ese. El reloj ese de… Perdón, Natalia, pero al menos deberían haberme avisado de que el reloj ese del diablo…

– ¿Y por qué no pediste que lo quitaran de ahí, que se lo llevaran al depósito, por ejemplo?

– Yo creo que por lo de mis diecisiete años, mi amor, que ya se me estaba viniendo encima. Sí. Yo creo que el reloj y yo como que habíamos entrado en reñida competencia y que yo no tenía armas para aquel tremendo desafío.

– Pues precisamente de eso se trata, Carlitos. ¿O ya te olvidaste de que también yo tenía diecisiete años, cuando aquel carnaval?

– Es cierto. Muy cierto. Tienes toda la razón, mi amor.

– Entonces, anda, cuéntamelo todo. Desde el primer hasta el último detalle. Y ya verás cómo, por más loco que suene, por más irracional e inverosímil, por más duro e íntimo, yo te acompañaré cuidadosamente por cada paso de tu historia.

– Empieza a las nueve en punto de la mañana de ayer, claro, en la calle de la Amargura. Yo toco el timbre, y…

En todo el huerto no había un alma, aquel domingo, pero la mesa del desayuno la encontraron puesta con mantel de hilo de Holanda, con todo listo y precioso y de porcelana inglesa, con cada cosa en su lugar, con cada bebida a su debida temperatura, con la mantequilla como debe estar, y ni una sola mosca sobrevolando la variada y colorida provisión de mermeladas francesas e inglesas, cuando se despertaron para desayunar, siendo ya la hora del almuerzo. Y ahora, mientras Natalia besaba una y otra vez a Carlitos y éste le iba contando una historia mandada hacer para ciertos casos agudos de diciesiete años, a ella de pronto le apeteció una copa de champán, que llegó heladita, volando, calladita e invisible, mientras que él, no, yo prefiero seguir brindando con una copa de champán de Coca-Cola con una gota de vino tinto, por favor. Esta copa también vino en alfombra mágica, y qué delicia era tener todo aquel maravilloso y soleado huerto exclusivamente para ellos y, ¿sabes que, Carlitos?, me encantaría que me siguieras contando esta historia en la piscina, me provoca horrores otro bañito, pero más largo, ahora, mientras me sigues explicando lo de los gemiditos de Consuelo, no, Consuelo, no, Martirio, Natalia, pero ¿en qué quedamos, Carlitos?, es cierto, mi amor, Consuelo y no Martirio ni Concepción ni Soledad, siempre tan volado, yo, incluso en los momentos cruciales, Natalia, era justo lo que yo estaba pensando, Carlitos, bueno, pero después por la tarde pasaste por casa de Melanie Vélez Sarsfield…

– ¿No te da vergüenza bañarte desnuda, mi amor? Podría pasar un helicóptero del ejército, no sé… ¿No queda West Point o algo así por ahí, por Chorrillos?

– ¿Y a ti no te da vergüenza empapar así la linda piyama de seda que te acabo de traer?

– Ah, sí, fíjate: aquí hay una etiqueta.

– Ven, déjame que te quite todo eso…

– Termino rápido mi historia, te lo prometo…

– De acuerdo, pero sin piyama, y aquí, entre mis brazos…

Claro que así, abrazados, a él le era imposible fijarse en los lagrimones que Natalia iba soltando ahí en la piscina, primero en el episodio Consuelo, y luego en casa de Melanie, tan llenecita de rincones y la pobre chiquilla esa, Natalia, si la vieras, de porcelana de Sèvres o de cristal de Bohemia entre los muros como de castillo y con arcos y flechas como de guerra y aquel techo, mi amor, aquel techo, sobre todo, altísimo, y ya era de noche y la pobrecita tan sola, siempre, en esa inmensidad, y sus hermanas Susy y Mary, que pasan por la alfombrota, justito ahí, delante de ella, pero se van y la dejan en su sofá y tan, tan…