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El franciscano rezaba en silencio. Unos minutos antes, el encefalograma de Benazir había quedado reducido a una uniforme línea horizontal. Habían abandonado su cuerpo en la enfermería. A nadie le gustó la idea de dejarlo a merced de los monstruos, pero no tenían otra opción. Ahora debían pensar sólo por su propia supervivencia, ya no era posible hacer nada por Benazir.

Lenov no dijo nada.

El sargento Walter Fernández paseó una sombría mirada sobre el grupo de supervivientes: Joseph Michaelson, Kiyoko Fujisama, Edward Johnston, George Martínez, la sargento Ono Katsui, Iván Lenov, y el padre Álvaro. Flotaban en el cubo de la cubierta. Johnston y Martínez vigilaban la cerrada escotilla del hangar.

– Necesitamos actuar rápido. Por el momento, la bodega está segura. No se han oído más de esas explosiones, tal vez los bichos hayan desistido… los del hangar también parecen haber perdido interés en nosotros.

»El puente está seguro. La cubierta está segura. El teniente y su grupo están escondidos; de momento, están a salvo…

– ¿Y Susana? -añadió Ono. -¿Qué?

– ¿Quién la ha visto por última vez?

Lenov levantó la mano. Había permanecido en silencio, sin que ninguna emoción cruzase su rostro. Ahora era como si hubiese vuelto súbitamente a la realidad.

– La última vez que Benazir y… -Su voz se ahogaba-. La última vez que la vimos, se dirigía hacia el tanque de los delfines.

Fernández sacudió la cabeza, sombrío.

– Las cosas entraron en el hangar desde abajo. Deben haber llegado al…

– ¡Tenemos que rescatarla! -gritó el ruso.

Fernández suspiró.

– Me temo que no podemos. Antes hemos de recuperar el hangar y establecer contacto con el puente. En cualquier momento, esas cosas pueden… ya me entendéis. El teniente dice, acaba de hablar conmigo, que ésa es la tarea prioritaria, incluso por encima de rescatarlo a él. Y el comandante Okedo está conforme.

– Y una mierda. Perdón -rectificó, viendo ruborizarse a Fernández-; en el tanque está uno de los pilotos de esta nave. Los verdaderos pilotos.

No era momento de ser diplomático. Vio que Fernández parpadeaba.

– Ya está bien de luchar a la defensiva -exclamó Lenov-. Hay que contraatacar, ¡ahora!

– Pero el teniente…

– El teniente no está aquí. No puede juzgar la situación con la misma exactitud que nosotros. Usted está al mando.

– ¿Seguro? Yo diría que usted.

– No importa. Ahora tenemos un momento de calma para pensar… y vamos a machacarles. Tengo un plan. Su mente estaba clara como el cristal.

O tal vez los efectos de la droga que le habían administrado eran más fuertes de lo que pensaba.

El teniente tenía su pistola en el regazo. El gatillo no tenía guarda, pues era un arma pensada para manejarse con los guantes del traje de vacío. Para evitar accidentes, tenía un segundo gatillo, una palanquita que se apretaba con el pulgar. El arma únicamente se disparaba si el tirador oprimía ambos a la vez. Sus dedos recorrían la superficie; el metal, cálido en su mano, parecía el cuerpo de una mascota.

Su contacto era lo único que le impedía volverse loco de ansiedad.

– Las criaturas siguen volando de un lado a otro -susurró Liz Thorn, con voz tensa.

– Bien -murmuró él. No se le ocurría nada más.

– No parecen seguir ningún plan. Simplemente exploran y exploran…

– Estupendo.

Cada vez estaba más convencido de su falta de inteligencia, o al menos de las lagunas de la misma. Lo cual era un respiro momentáneo. La búsqueda por el método de fuerza bruta, como sabe cualquiera que conozca informática, es más lenta, pero tarde o temprano da resultado.

Acarició su arma como si fuera el gatito con el que jugaba de niño…

– Sargento, por favor, quiero un arma.

– Ni hablar, Vania.

– Pero… Pero…

– No, Vania, lo siento, no eres la persona adecuada. Eres demasiado pasional. Ya sé que quieres vengar a Benazir. Pero nada de lo que hagas puede devolverle la vida. Y lo último que quiero a mis espaldas es un civil nervioso con el gatillo fácil.

Lenov suspiró. Pero Fernández tenía razón. Su experiencia embarcado le había enseñado una regla: haz bien tu trabajo, deja que los demás hagan el suyo… y que quienes están al mando se calienten la cabeza. No obstante, insistió.

– Déjame al menos una pistola, como último recurso.

El sargento pensó.

– Bueno. Pero sólo como último recurso, recuerda.

– Lo recordaré.

– Si hay uno de nosotros a tu lado, que sea él quien dispare.

– Bien.

– Toma mi revólver, Vania -dijo Michaelson. Se quitó el cinturón con la pistolera y lo envió flotando, tras empujarlo con el dedo.

– Gracias, Joe. -Lenov sopesó, si puede decirse así, aquel pistolón. Una verdadera pieza de artillería de bolsillo.

– Sujétate antes de disparar, si estás en caída libre.

Lenov notó unas ranuras a ambos lados de la boca del cañón.

– ¿Esto no es para evitar el retroceso?

– Es lo que dice la publicidad.

– Oh.

Lenov se ciñó el cinturón. En la luz roja que inundaba el cubo, los guardias, armados hasta los dientes, con sus negros uniformes, cascos y chalecos antibalas, parecían un grupo de demonios paracaidistas. Todos contenían su excitación a duras penas. Lenov empezaba a entenderles; la adrenalina puede ser una droga.

La sargento Ono Katsui parecía ansiosa de combatir; aquella muchacha era una guerrera de la cabeza a los pies. Sus ojos no se apartaban de la esfera de su reloj.

Apareció la cifra luminosa que esperaba.

– ¡Atentos!

Aquello se convirtió en un juego macabro.

El monstruo disparaba; Susana tomaba aire y se aferraba a la aleta de Semi; se sumergían; el proyectil estallaba; subían a respirar; la criatura volaba a lo largo del eje, tratando de localizarlos en la superficie giratoria, mientras ellas se recuperaban… hasta que el monstruo se detenía sobre sus cabezas y volvían a empezar. Susana tenía las costillas doloridas y el bazo le taladraba el costado. Incluso Semi daba muestras de fatiga.

No podrían mantener ese ritmo. Susana solamente confiaba en ganar tiempo. En que al monstruo se le acabaran las balas, o lo que fuese.

Entonces oyó algo. Habían pasado varios meses desde la última vez, pero ahora fue una sorpresa. No hubo aviso previo, como las veces anteriores.

Era la alarma de aceleración.

Bajo el espejo de fusión, el deuterio era comprimido y expandido hasta sobrecalentarlo, por un campo magnético oscilante de un millón de gauss. Mientras, lásers de rayos gamma de frecuencias exactamente calculadas hacían saltar a los protones y neutrones a estados de alta energía… hasta que los núcleos reaccionaban, chocando con microscópica furia y fusionándose en helio, entregando un uno por ciento de su masa en forma de radiaciones.

La Hoshikaze empezó a acelerar cada vez con mayor rapidez. Un décimo de g… un quinto de g… un cuarto… medio…

Era como presenciar una erupción volcánica desde el interior del cono.

Durante los períodos de cambio de aceleración, el tanque de los delfines era un revoltijo parecido a un mar tempestuoso, hasta que se detenía la rotación del agua, se calmaba el oleaje y se restablecía el equilibrio. En ningún momento se permitió a los delfines su presencia durante el proceso, y muchísimo menos a los humanos.

¡Y ahora, Susana y Semi estaban dentro!

La superficie del agua, que formaba una pulsera cilindrica a la altura del ecuador del tanque, empezaba a desplazarse hacia popa. Normalmente, el aire acabaría formando un casquete en el polo de proa.

Pero ahora se combinaban rotación y aceleración lineal. Oyó un fuerte chirrido rítmico: era como el del tambor de una sobrecargada lavadora gigante.

El polo de proa quedó ocupado por una colosal lenteja de aire. Humana y delfín resbalaban hacia el fondo de la superficie cóncava y giratoria del agua, como el personaje de Egdar Alian Poe tragado por el maelstrom, o una mosca arrastrada por el agua de un fregadero. Enormes olas recorrían el gran cuenco de agua. El agua rebasó la plataforma anular, arrancándola y rompiéndola en mil fragmentos…

Y el monstruo caía hacia ellas.

Las criaturas que avanzaban a palmos sobre el casco de la Hoshikaze se vieron arrastradas como hormigas en un huracán. Algunas dejaron miembros y trozos de sus cuerpos al chocar con los salientes. Cayeron en el chorro, que las redujo a un ardiente plasma.

El cometa Arat fue alcanzado por la llama, que hizo el efecto de un soplete sobre un helado de crema.

Con todos sus misterios sin resolver y todas sus amenazas, el Arat se vaporizó en segundos hasta el núcleo. Mientras la Hoshikaze se alejaba de él, el cometa estalló silenciosamente en mil fragmentos, réplica helada del Krakatoa.

Los astrónomos de Marte lo presenciaron cincuenta y siete minutos más tarde. La noche marciana se vio adornada con aquel espectáculo de pirotecnia celeste.

Lenov volvió a sentir de nuevo la cubierta bajo sus pies. Pronto hubo un sonido inesperado, como si alguien dejase caer sacos de cebollas desde lo alto; se estrellaban con un crujido húmedo, tan repugnante como satisfactorio.

Fernández pulsó un botón y la escotilla, ahora sobre sus cabezas, se deslizó a un lado. Martínez y Michaelson se arrodillaron, con un rifle en posición horizontal, apoyado sobre sus hombros por los extremos. Ono subió a este improvisado escalón, saltó hacia arriba y atravesó limpiamente la escotilla, lanzando un fuerte grito. Al instante se oyó una ráfaga.

– ¡Arriba, muchachos!

Ed Johnston hizo lo mismo; luego Kiyoko; Fernández; Lenov; entonces fue el turno del sacerdote. Martínez y Michaelson le ayudaron, levantando con fuerza el rifle, haciéndole atravesar la escotilla como un proyectil.

Lenov se hallaba en el fondo del hangar, ahora convertido en un enorme pozo vertical. El padre Álvaro aterrizó junto a él.

Los muchachos le habían lanzado con quizás excesivo entusiasmo, pues con medio, estuvo a punto de saltar sobre las cabezas de sus compañeros, que formaban un círculo en torno a la escotilla mientras disparaban, con rifles automáticos y subfusiles.

El estruendo del fuego automático era ensordecedor. En los breves momentos de silencio, zumbaba el rifle láser manejado por Joe Michaelson.