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El universo era un inmenso vacío gris, en el que flotaban millones de pequeños objetos. Susana veía el mundo tal como lo vería una de sus células, a escala 1:350.000.000. El nanosubmarino se deslizaba hacia las células del alienígena, a una velocidad de diez mieras por segundo.

La máquina era uno más de los maravillosos ingenios legados por la extinta civilización marciana. Estaba diseñada para ser pilotada por control remoto; recibía órdenes mediante señales de microondas que el nanoordenador traducía en acciones. En cuanto a la visión, el microtomógrafo proyectaba en la pantalla hemisférica la reconstrucción de lo que la máquina vería de tener cámaras. Susana disfrutaba de la ilusión de estar sentada frente a los mandos de un submarino de bolsillo, rodeada por una cúpula transparente. Podía ver parte del nanosubmarino bajo ella, pintado con brillantes colores por el ordenador, que adaptaba las imágenes del microtomógrafo. La pinza destacaba a proa, mientras los impulsores gemelos, con aspecto de sacacorchos, giraban frenéticamente a popa.

Naturalmente, un objeto tan diminuto no podía fabricarse por medios habituales ni con materiales habituales. El casco estaba formado por una red de moléculas compatibles con el sistema inmunitario humano. La red formaba un finísimo armazón en el que únicamente penetraban las moléculas más pequeñas.

El ordenador del nanosubmarino no era electrónico sino mecánico, formado por engranajes y varillas; cada engranaje era un anillo de benceno, una molécula de seis carbonos unidos en un hexágono. Las varillas eran finas cadenas de átomos de carbono. Dibujado, aquel ordenador parecía el que Charles Babbage intentó construir en el siglo XIX, pero funcionaba. Como consecuencia de su tamaño microscópico, sus piezas giraban a tal velocidad que rivalizaban en rapidez con un ordenador electrónico.

El nanosubmarino era impulsado por un motor de glucosa, que oxidaba dicho azúcar y movía dos flagelos helicoidales a popa. No poseía otro órgano manipulador que una nanopinza, ni otro instrumento sensor que una especie de «mano» capaz de palpar moléculas. Disponía de diferentes palpadores.

Era extraordinario, pensó una vez más Susana. Con un aparato como aquel la biología avanzaría siglos en pocos años. Les abría la puerta a lo más pequeño, y la capacidad de manipularlo con sencillez.

Para ella había sido una ayuda inapreciable. En pocos días había realizado ella sola un trabajo de investigación sobre la fisiología celular alienígena, que en condiciones normales hubiera ocupado a todo un laboratorio de biólogos durante meses.

Susana manejó con habilidad los controles, aproximando el nanosubmarino a la membrana de una célula, y con una red de gelatina tomó unas muestras. Programó el regreso a donde esperaba la micropipeta, con la cual capturaría al nanosubmarino.

Susana regresó al mundo real simplemente saliendo de la cabina. Ésta era una semiesfera, como un cuenco metálico invertido situado en el centro del laboratorio biológico de la Hoshikaze. En una mesa cercana, encerrado en una caja de Petri, estaba el micromundo que había explorado: un trocito de tejido alienígena no más grande que la punta de un lápiz.

Aplicó el ojo a un microscopio óptico, esperando la llegada del nanosubmarino. No tardó mucho: una cosita cuadrada que nadaba en círculos. Con la micropipeta capturó a la máquina.

La reunión era un remedo de las antiguas; Benazir y el comandante no estaban ya con ellos. Se hallaban presentes Yuriko, Kenji, Shikibu, Lenov, el teniente Shimizu, el padre Álvaro, y Susana. Por una vez, era ella la que llevaba la voz cantante. -Lo asombroso es que no hay nada extraño -informó Susana-. ADN, proteínas, azúcares… todo normal. Demasiado normal.

– No lo entiendo-dijo Yuriko, débilmente. El manto de la jefatura parecía pesarle sobre los hombros.

– La biología de los alienígenas es similar a la nuestra. Similar, y al mismo tiempo distinta. Es…

Se detuvo para observar la reacción de sus compañeros. No la comprendían. Con un suspiro, casi un débil resoplido de impaciencia, explicó:

– Los compuestos orgánicos tienen una variabilidad increíble. Se conocen más de medio millón de compuestos de carbono, y sólo veinte mil de los demás elementos. Algunas biomoléculas simples quizá serían idénticas en diferentes planetas, pero, con toda esa variabilidad, es improbable que otro mundo haya producido una forma de vida con las mismas macromoléculas… esto es, ADN, proteínas… ¿Lo veis?, exactamente igual que la vida terrestre, con las mismas cuatro bases en el ADN, con los mismos azúcares de cinco carbonos, y la misma estructura en doble hélice…

»Y esto no es lo más chocante. El código genético es el mismo. La misma tripleta de nucleótidos traduce el mismo aminoácido. Y esto es peor, porque la correspondencia de tripletas y aminoácido es, por lo que sabemos, arbitraria. Mirad… nosotros representamos el sonido a por el carácter escrito «A» -dibujó la letra con el dedo en el aire-. Se trata de una correspondencia arbitraria. Convenimos que el sonido a se representa por este símbolo. Todos usamos el mismo alfabeto, usamos el mismo código. Pero se trata de un convenio.

– Te entiendo -dijo el franciscano-. Quieres decir que si excavásemos una ciudad sumeria, y encontrásemos que un disco rojo con una barra blanca significase: se prohibe el paso de vehículos, sería una coincidencia inaceptable. ¿Es eso?

Susana asintió.

– Por ese motivo -dijo-, muchos científicos no le dieron mucha importancia a la formación vegetal que se encontró en Uzbekistán, ni a las que aparecieron más tarde. Fue más sencillo pensar que se trataba de una mutación, o una especie desconocida hasta entonces. Pero esto no era posible.

– ¿Por qué?

– Las células de estos seres extraños son diferentes a las nuestras. Tienen cromosomas como las nuestras, pero no tienen membrana que los separe del citoplasma. Faltan algunos orgánulos: mitocondrias, aparato de Golgi, retículo endoplasmático… Son un intermedio entre célula procarionte y eucarionte. Algo que la evolución jamás desarrolló en la Tierra.

»Esto desconcertó a los que estudiaron la planta de Uzbekistán, pero no encontraron ninguna explicación que casara con su bioquímica, perfectamente terrestre.

Kenji hizo un gesto de agotamiento; todo aquello le era difícil de seguir y dijo:

– ¿Qué es lo que opinas?

– Los monstruos que nos atacaron son alienígenas, de acuerdo; no obstante, están íntimamente relacionados con nuestra biología. Son extraños… y al mismo tiempo no lo son.

Los supervivientes se miraron nerviosos, sopesando aquella ambigua declaración.

Nadie dijo nada durante un largo rato. Finalmente Kenji rompió el silencio:

– ¿De dónde salieron? En el núcleo del cometa no enconr traste nada parecido…

– Afortunadamente -dijo Susana intentando forzar una sonrisa-. Pero estaban allí. Todos los vimos…

– ¿A que te refieres?, yo solo vi esa especie de icosaedro del que surgían las cuerdas -dijo Lenov.

– He analizado el ADN contenido en el trozo de cuerda que corté.

– ¿Contenían ADN? -preguntó el religioso.

– Sí.

– ¿Y…?

– El mismo ADN que los monstruos que nos atacaron. Esas criaturas debieron desarrollarse clónicamente a partir del icosaedro…

El padre Álvaro suspiró.

– ¿Qué eran entonces? No importa su bioquímica.

Susana se irritó levemente. A ella le importaba mucho. -No lo sé. Carecían de aparato digestivo o sexual, y como vimos, no estaban hechas para durar. Supongo que el cometa las generó como nuestro organismo generaría anticuerpos… como arma contra nosotros.

– No creo -dijo Shimizu-. Ono y yo hemos analizado el problema en términos militares… por cierto, Susana, ¿has logrado averiguar por qué murieron?

Ella aventuró una hipótesis.

– Quizá la exposición al calor, más probablemente al oxígeno… sus células no tienen peroxisomas. -No se molestó en explicar lo que eran, y nadie se lo preguntó-. En el fondo no creo que importe mucho. ¿A quién le interesa lo que pase con una bala perdida?

– Dudo mucho que fueran un arma -insistió Shimizu-. A pesar de su terrible efecto sorpresa, lo cierto es que fueron muy torpes.

– Teniente, ¿recuerda cómo les persiguieron?

– Es difícil de olvidar -dijo Shimizu.

– Dejaron de perseguirles cuando dejaron de verles.

– Eso fue lo que me extrañó. Hasta un niño sabe que, si alguien se esconde tras una cortina, sigue estando ahí.

– Un bebé es un ser vivo programado por la evolución. Para un ser vivo, ser conscientes de un enemigo aunque no esté ahí, tiene un claro valor de supervivencia. La conducta de sabio idiota que mostraron las criaturas es más propia de una máquina.

– Ahora no parecen tan peligrosas, pero… -meditó Lenov- ¿cuántas de esas máquinas podría fabricar un cometa como el Arat?

– Buena pregunta. -Susana le sonrió brevemente-. Yo también me la hice, y analicé las muestras del caldo que llenaba el cometa. En ella se encontraban disueltos todos los elementos constitutivos de esos seres…

De repente, Lenov lo comprendió. Se puso en pie de un salto.

– Susana, ¿crees que las aguas de la Tierra tendrían una composición similar a ese caldo?

– Hace un año, no. Pero ahora -la expresión de la etóloga era desoladora-, con toda la vida acuática muñéndose, descomponiéndose… sí, debe ser algo muy parecido a eso que llenaba el cometa. Los océanos se están eutroficando.

– ¿Euqué?

– Eutroficando -explicó Susana. Su impaciencia fue ahora claramente perceptible-. Es un término que se usa respecto de lagos en los que se vierten aguas residuales. Las bacterias y los hongos descomponen la materia orgánica, si la cantidad es moderada. Si es demasiado alta, adiós ecosistema.

– Pero, entonces -conjeturó Shimizu con horror- ahora todos los océanos son un caldo de cultivo para esos monstruos.

– Sí -admitió Susana.

Hubo otra pausa, mientras digerían la información.

– Estupendo; ¿y qué se supone que debemos hacer ahora? -dijo el japonés negro.

– Debemos regresar -propuso Kenji-. Esto es más importante que nuestra misión inicial. Debemos advertir a los que siguen en la Tierra, si ya no es demasiado tarde.

– Podemos advertirles por radio, no es necesario que regresemos -dijo Yuriko, con cierta irritación.